Luego, cierto día, comenzaron a interrogarle en inglés. Querían que les diera informaciones sobre los manuscritos; intentaban saber quién los tenía y quién los buscaba. Mi padre les dijo lo que nosotros sabíamos, es decir no demasiado. Luego, los hombres le sacaron de la casa y realizaron en un pequeño avión un vuelo de seis horas, aproximadamente. Cuando aterrizaron, en pleno desierto, mi padre encontró un paisaje que conocía muy bien: monótono y pedregoso, se transformaba a lo lejos, se ahondaba y se ondulaba. El sol se ponía y distinguió, sobre el fondo malva de las colinas, carreteras pobladas por una multitud de hombres y animales, que se apresuraban a concluir su jornada: era la llanura mesopotámica.
Había una inmensa muchedumbre: todos se habían desplazado para la ocasión. Los investigadores, numerosos, se sentaron dispuestos a consignar lo que allí iba a decirse, y preparaban cuadernos y lápices. Dos periodistas discutían animadamente. Algunos tomaban ya fotos. Otros estaban absortos en la lectura de los periódicos. Uno de ellos llevaba este titular: «¿Ha existido Jesús? Revelaciones sobre el mayor acontecimiento arqueológico de todos los tiempos». El artículo explicaba la importancia de los descubrimientos de Qumrán e insistía en el misterio que envolvía a las investigaciones.
Poco a poco se habían formado pequeños cenáculos de discusión. Rabinos y sacerdotes se acercaban insensiblemente, como sintiendo que la hora de la confrontación había llegado y tal vez, incluso, la del último enfremamiento. Sabían que tras aquella sesión desaparecerían las últimas dudas y ya no sería posible hacer trampa. Entonces, la mala fe debería dar paso a la fe pura o a la apostasía. Iba a estallar la verdad y, ante ella, se derrumbarían siglos de ideología y oscurantismo, de ignorancia y de invenciones.
A veces, los corteses intercambios, las más ecuménicas intenciones daban paso a altercados más vehementes. De vez en cuando, se escuchaban retazos de animadas conversaciones: «Jesús no era esenio» o «Estamos seguros de la existencia de Juan Bautista, pero de Jesús, como personaje histórico, no…». Algunos blandían como un arma las palabras «blasfemia», «mentira», «infierno». Finalmente, el anfiteatro se llenó y las palabras de la muchedumbre se confundieron hasta formar un inmenso murmullo.
Jane regresó acompañada por un hombre bajo y redondo, que parecía presa de la mayor agitación. Me lo presentó: era Pierre Michel, el hombre al que tanto habíamos buscado. Los tres nos acomodamos en primera fila.
Pierre Michel comenzó a leer febrilmente los papeles que había preparado para su intervención. Lanzaba constantemente escrutadoras miradas a su alrededor. He aquí a un hombre de la tercera categoría, me dije observándolo; ha vuelto por segunda vez a este mundo para reparar las faltas cometidas en su vida precedente. Una cicatriz vertical cruzaba de parte a parte su mejilla derecha, profundas arrugas marcaban su rostro, dándole un aspecto cansado. Pero lo que más impresionaba eran sus ojos: ningún fulgor los animaba, estaban casi vacíos de expresión, inmóviles como los de las muñecas o los juguetes de peluche.
—¿De qué tiene miedo? —le murmuré.
Levantó hacia mí la cabeza, sorprendido.
—De los inquisidores —respondió—. Los de la Congregación para la Doctrina de la Fe, a quienes abandoné y no me lo han perdonado. Si desea saber mi opinión, creo que están detrás de todos esos crímenes. Se vengan de lo que le hicieron a Jesús. ¿No ve usted que están repitiendo, como maníacos, un gesto ritual? Ahora estoy en su lista porque sé demasiado, porque los he traicionado revelando parte de lo que sabía, en la conferencia de 1987 sobre Qumrán. Tras aquello comenzaron las amenazas, tan violentas que tuve que desaparecer con los pergaminos. Compréndalo, temía por mi vida. Desde entonces, ya no duermo. Vivo en la clandestinidad y el terror de que me encuentren. Ya se lo he dicho, soy su próxima víctima.
Los primeros ponentes se instalaron en la tribuna. Había historiadores, filólogos y filósofos. Jane me presentó a varios eminentes universitarios que se movían en la esfera qumraniana. Estaba Michelle Bronfield, de la Universidad de Sidney, que había defendido una tesis según la cual Juan Bautista era el famoso Maestro de Justicia, y Jesús el sacerdote impío. Estaba Peter Frost, uno de los primeros en haber reconocido el valor de los pergaminos de Oseas, en 1948, y Emory Scott, un universitario baptista que ocupaba su jubilación estableciendo un exhaustivo catálogo de todos los libros, artículos o publicaciones consagrados a los pergaminos.
De pronto, un hombre de estatura mediana y fuerte constitución se sentó a nuestro lado. Unas anchas patillas negras enmarcaban su rostro. Jane me presentó a su jefe, Barthelemy Donnars, redactor jefe de la
BAR
. Éste parecía exultante.
—Encantado —saludó—, Jane me ha hablado mucho de usted. ¡Me complace que esté aquí en este gran día! Hace tiempo que espero algo así. Hace tiempo que me ridiculizan cuando pido una fecha tope para las publicaciones, y se ríen en mis narices. Y el departamento de antigüedades de Jerusalén sigue sin hacer nada para recuperar el pergamino desaparecido… No lo comprendo… Sin embargo ya es hora de que los manuscritos puedan ser leídos por todo el mundo. Incluso me enfrenté directamente con Johnson en el foro de Princeton, en noviembre pasado. Le pedí que me permitiera acceder aunque sólo fuese a las fotografías del pergamino. Naturalmente, se negó. Más aún, intentó poner contra mí a sus colegas. Declaró durante una conferencia que, en adelante, evitaría citar los manuscritos no publicados, pues sería como leer un menú sin poder comer los platos. Me abrumó con sus sarcasmos en los medios de comunicación. En el
Good Morning America
, dijo refiriéndose a mí: «Al parecer, tenemos una bandada de moscas cuya única ocupación es revolotear a nuestro alrededor». ¿Y sabe usted lo que le reservo como respuesta?
Metió la mano en su cartera para sacar, con orgullo, la maqueta de una portada de la revista.
—He aquí la próxima portada de la
BAR
—anunció.
Era una fotografía en primer plano de un Paul Johnson muy poco favorecido, mal afeitado, con los cabellos grasientos, torva la mirada y las comisuras de los labios deformadas por un horrendo rictus. Sobre el retrato, enmarcado por una pantalla de televisión, la frase de Johnson impresa en negrita; la ilustraba el dibujo de una constelación de eméritos universitarios, que parecían revolotear malignamente alrededor de Johnson y su equipo internacional. No pude evitar una sonrisa al comprobar que a Johnson, decididamente, lo detestaba mucha gente.
El presidente de la reunión, el profesor Donald Smith, abrió la sesión con una alocución sobre el plagio entre investigadores, desde el descubrimiento de los pergaminos; citó un gran número de ejemplos, especialmente el párrafo de un libro que reproducía casi textualmente la página de otra obra, incluidos los errores de traducción. Concluyó con una severa condena de estos procedimientos.
Luego, un profesor del Centro de Manuscritos Antiguos de Nueva York habló, a su vez, para protestar por lo que denominaba la «posesividad» de los investigadores que, desde hacía tantos años, se atareaban en sus trabajos sin que se hubiera podido ver resultado, alguno.
—Pero es un trabajo a largo plazo y tenemos tantas tareas que realizar que nos resulta difícil ir deprisa —respondió uno de los investigadores presentes en el estrado.
—Eso es sólo un pretexto que no engaña a nadie. Hablemos más bien de censura intelectual —replicó él—. Todos temen la censura o la practican personalmente. Para mí, esos pergaminos tienen una importancia revolucionaria. Lamento no tener acceso a ellos, pues entonces podría verificar mi hipótesis.
Explicó a continuación que los rollos del mar Muerto ofrecían, de un modo inesperado, la prueba de las alteraciones fraudulentas que a lo largo de los siglos habían sufrido los textos sagrados, pues, a diferencia de éstos, no los había tocado la censura.
Su hipótesis era que el cristianismo y el judaismo eran, ambos, ideologías degradadas, nacidas de una fe mesiánica más profunda de la que sólo eran un eco tardío y deformado.
Para él, el judaismo se había convertido en mesianismo, a través del esenismo que había acabado engendrando la religión cristiana.
La mayoría de los universitarios presentes en la tribuna desaprobaron la tesis e iniciaron un acalorado debate sobre la censura y la transformación de los textos sagrados por la Iglesia a lo largo de los siglos.
Le llegó por fin a Paul Johnson el turno de tomar la palabra y exponer sus ideas.
Pierre Michel se agitó en su asiento, cada vez más nervioso. Se inclinó hacia nosotros:
—Es el hombre que desea perderme. Él es quien hace que me busquen desde que abandoné mi monasterio. Le conozco bien, trabajamos juntos en los manuscritos. Johnson es un nombre falso que adoptó al emigrar a Estados Unidos; en realidad se llama Misickzy. Al principio, cuando trabajábamos en la
scrollery
del Museo Arqueológico de Israel, nos dejó ver a todos el manuscrito: así comenzó a descifrarlo Lirnov. Pero no soportó lo que descubría y se suicidó, tras haber confiado el pergamino a Millet. Entonces comenzó a estudiarlo éste; luego, advirtiendo su contenido, se lo comunicó a Johnson, que decidió hacerlo desaparecer. El día en que llegó Matti para descifrar el manuscrito y no encontró nada, lo recuerdo muy bien, todos nos reímos disimuladamente, pues sabíamos quién lo tenía. Entonces Johnson me lo dio para que lo estudiara, sin hablar con nadie de ello. Cuando comencé a desentrañar lo que había en el pergamino, me exigió que se lo devolviera y, como yo me negué, me amenazó y lanzó luego a sus hombres tras de mí, para recuperarlo. Se lo aseguro, ese hombre está dispuesto a todo, incluso podría…
En aquel momento, Johnson encontró su mirada. Pareció sorprendido, clavó en él sus ojos por unos instantes e inició su discurso.
—Los manuscritos del mar Muerto no aportan ninguna nueva revelación sobre Jesús —proclamó.
Un gran murmullo recorrió la sala, como un estremecimiento a lo largo de un espinazo.
Un rugido de motor quebró el silencio del desierto con una onda sonora. Un automóvil llegaba a recogerlos y los llevó a una apartada aldea, habitada por samaritanos. Le hicieron entrar en una casa que dominaba la ciudad árabe de Naplusa, en la antigua Siquem de la Biblia.
Mi padre conocía a los samaritanos, pueblo que sólo admitía como libro sagrado el Pentateuco y el Libro de Josué, rechazando los demás escritos bíblicos. Creían que en la cima de su montaña se levantaba el verdadero templo, la casa de Dios, y que el idólatra Salomón había erigido en Jerusalén un falso templo. Compartían con los esenios el hecho de ser escribas y volver a copiar el Pentateuco. Trabajaban cinco o seis horas diarias caligrafiando un rollo de veinticinco metros. Concluían uno cada siete meses. También se interesaban por la astrología y la adivinación, una tradición heredada de una secta que Moisés había sacado, junto con su propio pueblo, de la corte del faraón, y cuyas fórmulas se guardaban en un libro que databa de la época de Aarón.
En la casa donde estaba prisionero, mi padre gozó de un cierto respiro. Luego, al cabo de unos días, los samaritanos comenzaron a empaquetar sus efectos y a reunir provisiones para dirigirse a otra morada, en la cima de una colina, el monte Gerizim. A poca distancia de allí manaba una fuente, junto a un olivar. Más lejos aún, Naplusa se adosaba a la ladera de la colina, sembrada de bosquecillos. Mi padre comprendió que se trataba de una peregrinación: era el comienzo del período pascual que conmemoraba la salida de Egipto.
Entonces le encerraron en otra casa, la mansión de los sacerdotes donde se conservaba el más viejo libro desde la creación, la famosa Torá de Abishua, que tiene tres mil seiscientos años. Eran necesarias tres llaves para abrir el tabernáculo donde se conservaba el famoso manuscrito, y cada una de ellas estaba confiada a un sacerdote distinto.
Mi padre asistió a una de sus ceremonias. Los tres oficiantes desaparecieron tras una pequeña tienda de terciopelo que ocultaba el tabernáculo. Regresaron luego, vistiendo un chal de plegaria. Uno de ellos llevaba la milenaria Torá, envuelta en seda bordada de oro. La depositó en un sillón de madera.
Entonces los sacerdotes desenvolvieron solemnemente el precioso envoltorio y depositaron con precaución las manos en los dos pomos de plata para hacer girar la tapa. El rollo se abrió en tres partes, y la vieja piel de cabra apareció, blanca, desnuda, mancillada por antiguas letras. Luego sacaron del armario algunos objetos rituales, vasos de kiddush incrustados de oro y piedras preciosas, algunos querubines, y la placa de las doce piedras que llevaba el sumo sacerdote en el Templo, el día de Kippur. Entregaron todos aquellos objetos a los misteriosos raptores.
Entonces mi padre recordó la leyenda de los samaritanos: su santuario en el monte Gerizim había sido destruido por el rey-sacerdote judío Juan Hircán, entre 135 y 104 antes de la era en curso, y afirmaban poseer su tesoro, una parte del Templo, y que sólo lo sacarían cuando llegara el Mesías. Recordó también una frase del
Pergamino de cobre
:
En el monte Gerizim,
bajo la entrada superior,
un armario, y su contenido,
y sesenta talentos de plata.
De modo que sus raptores estaban allí para recuperar el tesoro de los samaritanos. ¿Pero por qué éstos se desprendían con tanta facilidad de él? ¿Acambio de dinero? ¿O a cambio de otra cosa? ¿Y por qué hacerle asistir a la transacción?
La ceremonia prosiguió, El
shochet
, el sacrificador, apareció provisto de largos cuchillos afilados. Todos salieron de la sinagoga. Mujeres, niños, ancianos y muchachos, tocados con
tarbushes
y vestidos con túnicas rayadas que les llegaban hasta los tobillos, se atareaban preparando el sacrificio pascual. Los jóvenes preparaban el recinto, excavaban hogares en el suelo, traían leña, juntaban paja y arcilla, instalaban cubetas llenas de agua y cortaban largos espetones. Otros iban a recoger hisopo y hierbas amargas, que tienen la propiedad de impedir la coagulación de la sangre; los samaritanos las utilizan para conservar la sangre de los corderos, antes de embadurnar, como quiere la tradición, los dinteles de sus puertas.
Mi padre se preguntaba por qué le invitaban a aquella fiesta cuando el resto del tiempo permanecía confinado en su habitación. Dos samaritanos le flanqueaban muy de cerca, haciendo imposible cualquier huida. Todo estaba dispuesto para el sacrificio: el altar, el sacrificador, el cuchillo y el cordero. Sin embargo, había dos altares: uno grande y, a su lado, otro más pequeño. El grande era, sin duda, para los corderos, pero el más pequeño…, ¿para qué animal sería? Todo estaba allí, ciertamente: el altar, el cuchillo, el sacrificador, pero faltaba el objeto del sacrificio.