Pierre Michel cayó al suelo.
Era un minúsculo animal tomado del rebaño, que todavía mamaba bajo su madre. En el último instante, antes de inmolar a mi padre, le habían liberado y lo habían sacrificado en su lugar, en el altar pequeño. Mi padre comprendió entonces lo que había ocurrido: habían representado la escena del sacrificio de Isaac, cuando Abraham, tras haber atado a su hijo, lo liberó por orden divina y sacrificó un cordero en su lugar. Al tiempo que lo comprendía, sus nervios cedieron y perdió el conocimiento.
Una agitada muchedumbre se apretujaba en todas direcciones. Algunos intentaban salir, otros acercarse al lugar del drama. Todos querían saber lo que ocurría.
Lo que ocurría era muy simple: Paul Johnson había disparado contra Pierre Michel y había dejado caer luego su arma. Ahora, flanqueado por el servicio de orden que había salido de entre bastidores, estaba por completo atónito, pasmado ante el acto que había llevado a cabo.
«Pensé en mi corazón en el estado de los hombres que Dios les hará conocer, y verán que son sólo bestias. Pues el accidente que sucede a los hombres y el accidente que sucede a las bestias es el mismo accidente: así es la muerte del uno, así es la muerte de la otra y ambos tienen el mismo aliento, y el hombre no tiene ventaja sobre la bestia, pues todo es vanidad.»
Jane y yo intentamos llegar a la tribuna, pero el cordón de seguridad apartaba a todo el mundo. Unos minutos más tarde, llegaron los camilleros para llevarse el cuerpo. La vigilancia se relajó unos instantes y Jane se metió por aquella brecha. Pero pronto volvió a mi lado pues, sin duda, no había podido llegar muy lejos. Vimos pasar el cadáver de Pierre Michel, muerto en el acto, y luego a Johnson, esposado y escoltado por la policía. A nuestro alrededor, en la sala, reinaba un pánico sin precedentes.
Nos marchamos, desesperados ante la idea de haber perdido a Pierre Michel, y tristes, pues teníamos la sensación de haber sido, en mayor o menor grado, la causa involuntaria de su muerte. Una oscura melancolía me invadió, y no me abandonó ya durante los días siguientes. Me parecía que, en mi agitación, no sólo no había progresado en mis investigaciones sino que, además, era responsable de la pérdida de un justo. Existe un enojoso mal que he visto bajo el sol y es que las riquezas se conservan para desgracia de quien las posee. Y las riquezas perecen tras un mal trabajo, de modo que se habrá traído al mundo a un niño que nada heredará. Semejante hombre regresará desnudo, como salió del vientre de su madre, y se marchará tal como vino. Aquí existe también un enojoso mal, que como vino así se irá; ¿y qué ventaja tendrá por haber corrido tras el viento?
Yo había querido tender una trampa, Pierre Michel había sido el cebo principal. El cerco se cerraba ahora a mi alrededor, y todo sucedía como si yo recorriera el mundo para extender la mala nueva, como si yo fuera un sacerdote impío. Sembraba a mi paso la turbación, el tormento y el horror. Todas las personas con las que me encontraba, que me indicaban el camino o, sencillamente me hablaban, aunque sólo fuera un momento, desaparecían salvajemente asesinadas. Acababa preguntándome si todo aquello no tendría relación conmigo, o tal vez Johnson tenía razón: los pergaminos irradiaban ondas maléficas y arrojaban la mala suerte sobre quienes se aproximaban a ellos.
Tenía que ir a verle para saber algo más sobre las razones ocultas o racionales de su acto.
Johnson había cometido un crimen en directo, ante miles de testigos. Era la única acusación por la que le habían procesado, aunque se sospechaba también que había crucificado al sacerdote Oseas, a Almond y a Millet, y había matado a Matti, cuyo cuerpo había sido encontrado por fin, horrendamente mutilado. Johnson negaba ser el autor de los demás crímenes y sólo confesaba el de Pierre Michel. Por su lado, Jane creía que decía la verdad.
—No podría cometer un crimen a sangre fría —aseguró.
—Y sin embargo, había premeditado éste. Hacía mucho tiempo que amenazaba a Pierre Michel. Vino al coloquio llevando un arma encima.
—Deberíamos interrogarle.
Nos dirigimos a la cárcel donde estaba encerrado. Cuando le vi, no reconocí ya al hombre al que había visto con mi padre, arrogante y seguro de sí mismo. Debilitado, parecía haber perdido toda su compostura. Las arrugas que recorrían sus sienes se habían hecho más profundas y palpitaban debido a su nerviosismo. Todos nos sentamos alrededor de la mesa del locutorio acristalado donde nos habían dejado solos.
Jane le explicó, con voz suave y tranquila, por qué habíamos ido allí y le preguntó cuáles habían sido las razones de su acto.
—Maté a Fierre Michel porque nos traicionó y porque abandonó la fe cristiana —confesó.
—¿Le había amenazado usted? —preguntó Jane.
—Había robado el pergamino. Le busqué y le amenacé varias veces. Aquel manuscrito me pertenecía, ¿comprenden? No tenía derecho a robármelo.
—Fue usted el que nos lo robó —exclamé—. Pertenecía a Matti.
—¿Pero quién le ayudó a obtenerlo? Yo hice el trato con Oseas. Era yo quien estaba constantemente en relación con él.
—Utilizó usted a Matti para comprar el pergamino, porque carecía de los fondos necesarios, y luego se lo arrebató.
—Sí, porque ese pergamino me correspondía. A pesar de todo lo que había hecho por él, Oseas no quería cedérmelo; pedía demasiado dinero, se había vuelto voraz. Utilicé entonces a Matti para adquirirlo. Pero, tras haberlo tomado del museo, cometí un inmenso error. Lo confié a Pierre Michel para que lo estudiara y tradujera. Se lo di porque era el mejor y tenía absoluta confianza en él. Pero había albergado una víbora en mi seno. Me traicionó.
—Pero ¿qué tiene ese pergamino para que haya usted atentado contra la vida de un hombre?
No respondió a mi pregunta. Se la repetí. Seguí sin obtener respuesta. Entonces pregunté:
—¿Sabe usted algo de la desaparición de mi padre?
—No… No sabía que hubiera desaparecido.
—Le han raptado, Johnson —contesté con voz que temblaba de cólera—. De modo que si sabe usted algo referente a los manuscritos, mejor haría diciéndomelo.
No me contestó. Me miró irónicamente de arriba abajo, con la misma mirada que tenía en nuestra primera entrevista. Incapaz de reprimirme, me incliné por encima de la mesa y le agarré del cuello.
—¡Ary! —exclamó Jane—. ¿Qué estás haciendo?
—Se lo aviso —advertí mirando a Johnson a los ojos—, si está usted implicado en este asunto, de un modo u otro, se lo haré pagar con mis propias manos.
—¡Ary! —repitió Jane.
—Se considera cristiano —proseguí—, pero es un estafador y un asesino. Robó el pergamino que nos pertenecía y, no contento con ello, acosó y ha matado a Pierre Michel; y todo a causa de su antisemitismo.
—¡Ary! —gritó Jane.
—¿Y a Oseas, Almond y Millet? ¿Y a Matti? ¿Responderás de una vez? —grité, cada vez más fuera de mí.
—¡Ary! ¡Suelta a este hombre!
—No tengo nada que ver —insistió Johnson en un susurro, cuando aflojé mi presa—. Apenas conocía a Matti. Ignoro quién ha podido hacerlo e ignoro quién raptó a su padre. Maté a Pierre Michel, pero no a los demás. Almond no era cristiano, y su testimonio me era indiferente. De todos modos, no tenía el manuscrito esencial. He matado a Pierre Michel porque era mi amigo y me había traicionado, y porque él quería revelar el contenido del pergamino; volvería a hacerlo si fuera necesario.
—Ven, marchémonos —dijo Jane tomándome del brazo y arrastrándome hacia la puerta—, no obtendremos ya nada de él.
En verdad yo no creía que Johnson pudiera ser el autor de los demás asesinatos. Pero si él no sabía nada del secuestro de mi padre, entonces resultaba cada vez más claro que éste estaba relacionado con los demás crímenes.
—Pero bueno, Ary, ¿qué te ha pasado? —me preguntó Jane cuando hubimos salido de la cárcel.
—He pensado que ese hombre sabe cosas y que no quiere decírnoslas.
—Pero esa violencia…
Parecía estupefacta.
—¿Sabes lo que significa Ary, mi nombre? —le dije.
—No.
—Significa «el león»… Escucha, no puedo seguir aquí. Debo marcharme a Israel. Siento que allí se encuentra la solución del misterio.
—Deja que te acompañe.
—No, al lugar donde iré, tú no puedes entrar. Te quedarás aquí. En Nueva York, y lejos de mí, correrás menos peligro.
Al día siguiente, víspera de mi partida, cenamos en un restaurante kosher de Manhattan. Era una pizzería del barrio de los diamanteros, donde se apretujaba una muchedumbre de hasidim, los hombres con traje y sombrero y las mujeres muy elegantes, con pelucas que imitaban todo tipo, de cabellos, cortos o largos, desde los más lisos y los más rubios hasta los más oscuros y rizados.
—¿Estás seguro, Ary, de que no quieres que te acompañe? —insistió Jane.
—Sí.
—¿Sabes?, las revelaciones de Pierre Michel me afectaron realmente, y su muerte también. Ahora me gustaría saber más. Me gustaría ayudarte. Es importante para mí, digamos que para mi fe cristiana.
—Ya has hecho mucho…
—Pero debes marcharte —prosiguió ella—, lo sé: ya no estarás conmigo mucho tiempo…
Después de la cena, la acompañé a su casa. Permanecimos largo rato silenciosos ante el umbral de la puerta.
—Puesto que debemos separarnos, ¿no es cierto? —acabó diciendo—, deja que te dé una cosa.
Metió la mano en su bolso y sacó un objeto oblongo, cuidadosamente envuelto en tela blanca, lo abrió delicadamente y me lo tendió. No pude contener un grito de sorpresa. Se trataba de un viejo rollo, un pergamino antiguo muy arrugado, cubierto por una pequeña caligrafía negra y prieta,
—Conseguí escabullirme por detrás de los camilleros y llegar a la tribuna. Lo cogí de la mesa. En el tumulto general, nadie lo advirtió.
Los acontecimientos se habían precipitado y ni siquiera había pensado ya en el pergamino, creyéndolo en manos de la policía.
Pero no tuve tiempo de expresar mi sorpresa. Un hombre apareció a nuestra espalda, agarró el brazo de Jane y la obligó a soltar el pergamino. Le asestó un violento porrazo que la hizo caer, golpeándose la cabeza en la calzada. Cuando el hombre se agachaba para coger el manuscrito, le agarré el brazo. Se dio media vuelta y sacó un cuchillo. Luchamos cuerpo a cuerpo, rodando por la acera. Aplastado por su robusta masa, sentí su aliento en el rostro. Era menos fuerte que él y mis amplias ropas de hasid no me facilitaban la tarea, pero conseguí propinarle varios ganchos en el estómago y el pecho. Peleé con todas las fuerzas que nunca había utilizado desde que dejé el ejército, pero que, con un supremo esfuerzo, recuperé para la ocasión. Le arañé la piel, le golpeé órganos con el puño, le quebré dientes. Le propiné un violento codazo en la mandíbula. Pero, de pronto, sentí la hoja penetrando en mi cadera. Sorprendido por el dolor, solté la presa. Él me martilleaba, decidido a soltarse. Sentí que mis huesos crujían como si se rompieran en varios fragmentos, y mi estómago se contrajo ante la fuerza de sus puños. Comprendí que mi última oportunidad era él revólver de Shimon. Metí la mano en el bolsillo. Pero sólo saqué la pequeña redoma de aceite de bálsamo. Mi adversario se apoderó de ella y me la rompió en la cabeza. Un líquido rojo, espeso y nauseabundo me empapó los cabellos y corrió por mi rostro. Finalmente, saqué mi arma y se la hundí en las costillas. La lucha cesó en seco.
Mientras tanto, Jane había vuelto en sí. La ayudé a levantarse. Titubeante todavía, recogió el pergamino y lo metió en su bolso. Luego, con una mano, abrió la puerta de su apartamento, apoyando la otra en su dolorida frente.
Con un ademán, le indiqué al hombre que entrara.
«¡Eterno! Debate contra quienes debaten contra mí, haz la guerra a quienes me hacen la guerra. Toma la rodela y el escudo; y levántate para venir en mi ayuda. Apresta la alabarda y cierra el paso a quienes me persiguen. Dile a mi alma: "Yo soy tu liberación".»
Le pedí a Jane que sostuviera un momento el revólver y até al prisionero a un radiador, con unos cordones de las cortinas. Manteniendo el arma al alcance de la mano, Jane y yo nos dedicamos por turnos a restañar nuestras heridas. Jane se limpió las despellejadas rodillas y se puso hielo en la herida de su frente. Yo coloqué un aposito en mi ensangrentada cadera y metí la cabeza bajo el agua para quitarme el líquido viscoso y maloliente que empapaba mi piel y se pegaba a mis cabellos.
Me miré en el espejo. Mi rostro tumefacto estaba lleno de rojeces y moretones.
Mi adversario no se hallaba en mejor estado, pero parecía más despierto. Sin embargo, debía de tener unos cincuenta años. Sus cabellos grises y rizados habían sido muy negros, y su piel era oscura. Sus ojos castaños expresaban una viva agitación. Le pregunté en inglés quién era. Me respondió en hebreo que se llamaba Kair. Kair Benyair.
Por fin, pensé, nos era dado hablar con alguien, aunque fuese nuestro peor enemigo. La trampa que habíamos tendido con el coloquio tal vez no hubiera resultado inútil.
—¿Por qué quieres el pergamino? —pregunté.
—Por la misma razón que tú.
—¿Cuál? —insistí.
—Porque indica dónde está oculto el tesoro de los esenios.
—¿Pero cómo lo sabes? ¿Has descifrado el rollo?
—No, no lo he leído. Oseas me lo dijo. Había recuperado ya algunas porciones del fabuloso tesoro del Templo gracias a ciertos pergaminos; una verdadera fortuna en objetos preciosos. Todo está todavía en su casa, en su piso.
En efecto, recordé los centenares de objetos de valor, la vajilla y las antigüedades que había visto. Ahora sabía de dónde procedían.
—Pero —prosiguió Kair—, le faltaba el último escondrijo del tesoro, y, según decía, era el más importante.
—¿Sabes dónde está mi padre? ¿Sabes quién le ha raptado?
—No. No sé quién es tu padre.
—¿Y sabes quién mató a Oseas?
—Les vi, sí. Estaba en la habitación de al lado cuando llegaron. Oseas parecía conocerles. Mantuvieron una violenta discusión acerca del tesoro. Le decían a Oseas que no lo descubriría. El respondió que nada le impediría hacerlo. Luego fue atroz. Huí. Pero tengo miedo. Saben que yo trabajaba con Oseas y estoy seguro de que ahora me buscan. Por eso huí de Israel.
Me dije entonces que, para encontrar la pista de mi padre, era necesario encontrar la del tesoro y saber por fin lo que aquel pergamino contenía. Así pues, lo cogí, lo abrí delicadamente y comencé a desenrollarlo con manos temblorosas. Sentí que la agrietada piel cedía como por arte de magia. Apareció por fin la prieta y fina caligrafía. Se trataba, efectivamente, del manuscrito perdido: como el profesor Matti había dicho, las letras se habían trazado de izquierda a derecha, al revés que en el hebreo normal, lo que impedía hacer una lectura cursiva o, al menos, convertía la tarea en singularmente complicada.