Qumrán 1 (26 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

—Están prohibidos los matrimonios mixtos.

—¿Eres de los que creen que los matrimonios mixtos realizan lo que Hitler no hizo?

—Creo que los matrimonios mixtos son los sepultureros de nuestra historia.

—Pero ¿qué es un matrimonio mixto? Nada es nunca puro, todo está siempre mezclado, un matrimonio es siempre una alianza, una unión de dos diferencias.

—Quiero que sigas siendo como eres. No te amaría ya si cambiaras…

Me interrumpí mordiéndome la lengua, que se me había desmandado. Me había dejado llevar y había hablado demasiado. ¿Habría caído, una vez más, en su trampa? Su rostro se iluminó.

—¿Me quieres entonces? Si me volviera como tú… ¿Por qué no eres como tu madre? Todo sería muy sencillo. Creo que si me amaras lo bastante (me refiero bastante para librarte de eso, de ti mismo), no habría ningún límite, ninguno, para lo que podría hacer por ti. Pero no creo que se trate exactamente de eso. Creo que, en el fondo de ti mismo, tienes una vocación, como dicen los cristianos. Eres un monje judío, Ary… Eres un religioso.

Capítulo 3

Era cierto, me había convertido en un religioso. Me acercaba a Dios de un modo particular, como nunca había hecho antes. Estaba enamorado. Como un hasid, consideraba que este mundo era un estribo hacia Aquel a quien yo amaba. Intentaba desprenderme de él, para elevarme hasta Él, mi refugio y mi fuerte; un auxilio siempre ofrecido en la angustia. Cuando la tierra temblaba, cuando las montañas se derrumbaban en los mares, era mi consuelo, mi ciudadela; un árbol plantado junto a los arroyos, cuyo follaje nunca se ajaba. Le imaginaba con sus vestiduras de mirra, áloe y canela, más deseable que el oro fino, más sabroso que la miel reciente. Me socorría al clarear el alba, me ungía con óleos de júbilo cuando, en mitad de mis noches en blanco, los espantos caían sobre mí, cuando me asaltaban el temor y los temblores, cuando el corazón se crispaba en mi pecho. Invocaba entonces su nombre con ardientes plegarias y sabía que iba a librarme de la angustia, que sometería a los pueblos y que devolvería el mal a quienes me espían.

En aquellas noches le pedía que me concediera, por un instante, las alas de una paloma, para poder volar hasta el desierto y hallar un refugio para pasar, por fin, una noche en calma, para llegar presurosamente a un abrigo contra el viento de la tormenta. Lejos de aquí; de la violencia y la discordia de la ciudad, de los merodeadores tardíos, de las fechorías y el crimen, de la brutalidad y el engaño que nunca abandonan sus calles.

Pues un hombre me acosa;

combate todo el día, me oprime.

Los espías me acosan todo el día,

pero arriba, una gran tropa combate a mi favor.

El día en que tengo miedo cuento contigo.

Más que Dios, cuya palabra utilizo, ¿qué haría por mí

un ser de carne?

Me hacen sufrir todo el día,

sólo piensan en perjudicarme.

Espían al acecho

y observan mi rastro

para atentar contra mi vida.

Desamparada, mi alma tenía sed de Él, mi carne languidecía por Él; me hallaba en una tierra reseca, agotada, sin agua. Él era una fuente inagotable, un santuario de fuerza y de gloria; era la grasa y el aceite con que me saciaba cuando, huraño y enclenque, dolorido por el hambre y el agotamiento, deletreaba su nombre. «Cuando en mi lecho pienso en ti, paso horas orándote.» Era mi ayuda, me unía a Él con toda mi alma, contra aquella mujer que era una traba. Me hubiera reprochado unirme a la que era un ser de carne, cuyo corazón tal vez estuviera pervertido por Satán, cuya solapada alma era propiedad del demonio, aquella mujer que me seguía, que tal vez hubiera matado, despedazado, crucificado… Pensaba en mi padre; y de nuevo los estremecimientos nerviosos recorrían todo mi cuerpo.

Cierta mañana, la espié sin que lo supiera. Aguardé a que saliera de su casa y la seguí. Se dirigió a la
BAR
, ante la que esperé pacientemente durante más de dos horas. Finalmente, salió y se metió en un taxi. Yo tomé otro inmediatamente después y, una vez más, la seguí durante diez minutos, hasta que se detuvo y descendió del coche. Entró en un café parecía estar aguardando a alguien. La observé discretamente, detrás de los cristales. De pronto, llegó un hombre y se sentó ante ella. Me volvía la espalda. No podía verle; sin embargo, sabía que se trataba de alguien ya de edad pues tenía los cabellos blancos, y su silueta algo gruesa no me era desconocida.

Parecían conocerse muy bien; hablaron animadamente durante más de una hora. Por fin, él le entregó un sobre y Jane lo abrió: contenía billetes de banco. Luego el hombre se levantó, tomó su abrigo y salió, tras un breve saludo. Se volvió entonces hacia donde yo me encontraba y por fin pude ver su rostro. Era Paul Johnson.

Regresé a mi hotel, anonadado. Tenía la certeza de que Jane era una espía. Era hermosa y fuerte, malvada y cruel, maquiavélica y solapada como Dalila. Yo había caído en la trampa, me había engañado, burlado. Era ponzoñosa. Y yo la había probado. Estaba envenenado. Renegaría de mis padres, de mi familia, de mi patria. Perdería a mis amigos, lo olvidaría todo, incluso la misión que debía cumplir. Olvidaría mi nombre. Ella me arrebataría las últimas fuerzas, mis postreros fulgores de esperanza. ¿Quién era? ¿Qué quería? ¿Cuál era su plan? ¿Quién la enviaba? ¿Había sido Johnson y el Vaticano, o tal vez también los manipulaba a ambos?

Era una delatora que habitaba en el campamento del enemigo; para mejor vigilarlo, le había hecho ir hasta el suyo. Mi padre estaba, sin duda, en el otro extremo del mundo; y yo estaba aquí, sin hacer nada, dejándome engañar. Si le había ocurrido algo… Como Sansón, haría girar la muela en prisión. El diablo estaba presente en aquella mujer; el demonio, por tres veces aborrecido, la había seducido y, a través de ella, se infiltraba en los hombres. A menos que fuera lo contrario. Que ella se hubiera inmiscuido en el demonio y lo manipulara; pues no podía ser más poderoso que ella, porque nadie lo era. Pobres mortales; nada éramos ante la fuerza inexpugnable de la mujer, traidora de aspecto hermoso y admirable, hábil con sus palabras, artera con sus actos. Sobre todo fuerte, ¡tres veces fuerte! Capaz de parir hombres; y mujeres sobre todo. ¡Espantosa concatenación de la mujer que engendra una mujer! ¡Conspiración satánica! ¿Y quién sabía pues, mejor que ella, esparcir la muerte, puesto que daba la vida? Se había apoyado en la barra del lecho de Holofernes, dormido como un niño, embriagado por sus cuidados y que la había acogido en su seno cuando ella le pidió asilo para su debilidad de mujer. Y ella había tomado la cimitarra, y había agarrado la cabellera de su cabeza; y por dos veces le había golpeado el cuello con todo el vigor de su débil brazo. Se había llevado la ensangrentada cabeza en su bolsa para provisiones de mujer de su casa. Sandalias, brazaletes, anillos, aderezos, harina de centeno y pastas secas; palabras de miel, sonrisas cómplices, declaraciones, caricias y amor; armas de mujer. Lo había adormecido con leche; había hundido en su seno la estaca de su tienda; ella que lo había acogido, recibido, albergado, huésped adormecido por sus cuidados. Yael, Judith, Dalila, Jane, deliciosa cabellera rubia que cae hasta los redondeados hombros; yo perdía la cabeza. Manos blancas de dedos afilados que empuñaban venablos, sables, estoques y lenguas mortales; delicioso horror de tenerlos junto a mí, alrededor de mi cuello, clavados en mi corazón abierto, sangrante ya.

Por compasión, un último esfuerzo de voluntad.

Aquella noche, me fue imposible dormir. Buscando un libro, di con un escrito de Qumrán. Era la
Regla de la comunidad
. Lo hojeaba distraídamente cuando me topé con un párrafo titulado «De la reprimenda»: «Se reprendieron el uno al otro en la verdad y la humildad y la caridad afectuosa para cada cual. Que nadie hable de su hermano con cólera o riñendo o con insubordinación o con impaciencia o con espíritu de impiedad. Y que nadie le odie en la perversidad de su corazón; pues aquel mismo día le reprenderán y entonces no cargarán ni con una falta por su causa».

Decidí aclarar las cosas. Que sucediera lo que debiese suceder; me hallaba en plena tortura. Pero si ella tenía la menor responsabilidad en los crímenes o el rapto, al provocarla, podría encontrar el rastro de mi padre. Estaba dispuesto a arriesgar la vida por ello. Así pues, decidí citar a Jane en un café para exigirle que se explicara.

—Basta ya, creo, de hacer comedia. Lo sé todo —anuncié—. Me mentiste desde el comienzo; no sé lo que haces en
la BAR
, pero sé que sólo es una tapadera para ti. No sé tampoco por cuenta de quién actúas de ese modo. Pero sé que no nos encontramos por casualidad en París. Nos seguías desde Nueva York.

Sus ojos se desorbitaron: estaba sorprendida y se preguntaba, sin duda, cómo había podido yo saberlo. Tras un momento de vacilación, confesó:

—Es cierto, os seguía desde Nueva York. Tomé el mismo avión que vosotros y os seguí los pasos. Pero te equivocas en algo, Ary. Nos encontramos efectivamente por casualidad. También yo seguía el rastro de Pierre Michel; y no contaba con que vosotros lo encontrarais tan deprisa.

Me miraba con aspecto serio, casi implorante.

—¿Desde cuándo nos sigues y para quién trabajas? ¿Sabes dónde está mi padre?

—Os sigo desde el momento en que fuisteis a ver a Paul Johnson. Soy su estudiante. Hice con él mi tesis. Él me pidió que os siguiera.

—¿Pero por qué?

—No debía perder vuestra pista; tenía que intentar infiltrarme en todas partes adonde fuerais, y darle cuenta de todo lo que supieseis. Decía que erais peligrosos, que ibais a poner en cuestión los fundamentos del dogma cristiano; que era absolutamente necesario impediros actuar,

—¿Por todos los medios? —pregunté.

—Claro que no. No sé quién ha raptado a tu padre, te lo juro. Cuando aquellos hombres fueron a casa de Pierre Michel, me sorprendí tanto como tú.

—Pero si Johnson ha hecho que nos siguieran, también puede haber ordenado que le raptaran.

—Me hice la misma pregunta, inmediatamente; y se la hice a él. Pero la respuesta es negativa. No ha sido él, tienes que creerme —suplicó—. No es un hombre malo; sólo es un hombre que teme por su fe.

—¿Cómo puedo creerte con todas tus mentiras? ¿Por qué no me lo dijiste, después…?

—No quería perder tu confianza —contestó con voz alterada—. Tenía miedo… Con tu intransigencia, tenía miedo de perderte. Pero he procurado reparar mi falta. El coloquio va a celebrarse, es cierto, y haré lo que esté en mi mano para encontrar al asesino y la pista de tu padre. Tienes que creerme, Ary… —insistió con aire suplicante.

Parecía sincera. Lo había confesado todo, inmediatamente, como si se sintiera aliviada de poder decir, por fin, la verdad… Y sin embargo había mentido. Era una mujer peligrosa, una mujer dispuesta a todo, a seguir a los hombres por las calles y los aviones, a disfrazarse para infiltrarse en lugares donde no debiera hacerlo.

—Pero —exclamé—, tomaste y aceptaste su dinero. ¡Me has vendido! ¡Te has vendido!

Y mientras ardía de cólera contra ella, advertí que me sentía más despechado que realmente enojado. Su rostro se había tensado, sus ojos húmedos estaban bajos y vi la vergüenza y el dolor que desfiguraban su noble expresión.

—¿Pero cómo podría hacerte daño?

«¿No tenemos acaso el mismo padre?» Entonces Jane me habló mucho rato de su pasado como investigadora teológica y de sus relaciones con Paul Johnson. Al comienzo, la habían impresionado su saber y su aparente apertura a las demás religiones, y en especial al judaismo. Pero había advertido que, tras aquel humanismo, se ocultaba una intransigencia que no estaba lejos del fanatismo. En fin le debía mucho en su carrera y le había prometido que le sucedería cuando él se jubilara. Johnson apreciaba su discreción, y el conocimiento que Jane tenía de varias lenguas antiguas le servía mucho en sus investigaciones. En resumen, cuando él le había exigido esa curiosa tarea, ella no había podido negarse. Pero lamentaba amargamente lo que había hecho. Me suplicó que la perdonara. Durante los días que precedieron al coloquio, nos sentimos por eso mucho más próximos.

Reanudamos nuestras discusiones, que nos mantenían despiertos hasta bien entrada la noche, tras una jornada de trabajo. Yo le hablaba del hasidismo, de la Cabala. Le confié algunos de nuestros secretos. Le desvelaba el misterio de las letras del alfabeto que sólo los sabios conocen, sólo quienes penetran hasta el fondo del saber postrero. Le enseñaba
, el álef, el símbolo del universo, cuya barra central es mediadora entre el lazo de arriba, que representa el mundo superior, y el lazo de abajo que es el mundo inferior. Le enseñé el
, bet, letra de la creación que, a imagen de la casa, acoge, alberga y protege;
, guimel, a cuyo alrededor forman cortejo miríadas de ángeles, cubriéndola con sus alas opalescentes;
, vav, orgullosa y derecha en su rectitud, como el hombre justo cuando está de pie, reflejo de su exigencia, su tensión moral, su respeto por los valores;
, yod, el punto sagrado;
, zain, letra de la liberación y de la libertad, cuya misión es abrir todo lo cerrado, el seno de la mujer estéril, la tumba de los hombres enterrados, la puerta del infierno.
, Hé, letra divina, por dos veces presente en el Nombre, palabra de todas las palabras, signo absoluto formado por las cuatro letras consonantes, vacía de vocales humanas, por siempre abiertas en su absoluto para encarnar el tetragrama impronunciable, inefable, nuestro Dios,
YHWH
.

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