Qumrán 1 (9 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

Me dirigía luego a una de las numerosas yeshiyoth del barrio, para proseguir mis estudios talmúdicos. Pasaba allí toda la jornada, batallando con las páginas de los gruesos volúmenes del Talmud, buscando el argumento definitivo, sabiendo que nunca había argumento definitivo. Y a menudo discutíamos en vano e, indefectiblemente, terminábamos con la fórmula tradicional del
teku
, que significa: «al advenimiento mesiánico, todas las preguntas y todos los problemas hallarán su solución».

Allí fue donde le vi por primera vez. Estaba en un rincón de la estancia; y, sin dirigir una mirada a los jóvenes y ruidosos talmudistas, se balanceaba acariciándose la barba, con un libro abierto ante él. Salmodiaba y prolongaba su lamento con algunas frases sibilinas: «Como la rosa entre las espinas, así es Israel. ¿Qué designa la rosa? La comunidad de Israel, como la rosa, es roja o blanca y vive unas veces el rigor, otras la clemencia».

Pregunté a uno de mis compañeros quién era aquel hombre.

—¿Cómo, no lo sabes? —dijo, asombrado—. Pero si es el rabí.

—¿Qué rabí?

—El rabí —contestó, como si sólo hubiera uno.

Más tarde, tras haber estudiado con él y haber aprendido mucho de él, supe qué gran hombre era. Decía: «llevar a cabo esa tarea no es obligación tuya, pero no eres libre de no hacerlo». Y decía también que hace miles de años, cuando los judíos eran un pequeño pueblo seminómada que se desplazaba de paraje en paraje por la región de Canaán, la idea del estudio judío estaba ya allí. Me enseñó que era esencial desarrollar la inteligencia. Si no estábamos por completo concentrados durante el estudio del Talmud, podía montar en gran cólera; decía que era fácil perder el hilo de los argumentos presentados, y el resultado se hacía insignificante. Era preciso seguir paso a paso el razonamiento, como si se tratara de un estudio policíaco, cuya intriga fuera preciso desentrañar. Intentábamos comprender el sentido oculto de la ley, que sólo se desvelaba a costa de un inmenso esfuerzo. No quería, como algunos maestros que yo había conocido, que sus alumnos tragaran conocimientos como informaciones, sino que creía que debían aprender a pensar por sí mismos. No había celos entre un maestro y su alumno: no era esa independencia lo que le daba miedo.

La mayor parte del tiempo, la cosa comenzaba así. El rabí pedía a uno de nosotros que empezara a leer una página del Talmud. El tema importaba poco; algo insólito o extravagante, un caso específico que tenía pocas posibilidades de producirse, cuyo envite no siempre se comprendía: una torre que flotaba por los aires, un ratón que llevaba migajas de pan a una casa, cierto día de
Pesach
, un feto trasplantado de un útero a otro, un robot que participaba en un minyan. Seis o siete líneas de texto podían acaparar dos horas de discusión. Si se faltaba un solo día, una sola hora, se hacía imposible seguir el razonamiento de tan complicado como era.

A veces, yo me interrogaba: ¿Qué piensa un joven de dieciocho años que quiere pasar diez años de su vida en una yeshiva para estudiar los textos del Talmud, cuando podría hacer otras mil cosas? ¿Qué atracción puede llevarle por ese apartado camino? La mayoría de mis compañeros no eran
baalé teshuva
como yo, que llevaba a cabo un retorno a la tradición. Estaban allí por voluntad de sus padres, para convertirse en sabios. Yo había visto una especie de luz y buscaba su expansión.

De modo que el estudio no era para mí tan satisfactorio como la contemplación pura y simple del fulgor que lo rodeaba. Para nosotros, el conocimiento no era el valor supremo. Como la mayoría de los hasidim, y contra cierta tradición judía racionalista, yo pensaba que la atención por el detalle de un texto, la exégesis minuciosa, las discusiones tortuosas que componen el método talmúdico del
tilpul
eran, aunque necesarias, inferiores y subordinadas al objetivo que las animaba: unirse firmemente a Dios y no apartarse ya de Él.

No era fácil. No teníamos derecho a salir de la yeshiva, salvo en caso de absoluta necesidad. Estaba prohibido poseer revistas, diarios e incluso radio. El rabino decía que la yeshiva no era una escuela como las demás. Exigía profundidad, pureza, santidad, y quienes se desviaban de este ideal no tenían en ella su lugar. Por eso estaba prohibido interesarse por lo que ocurría fuera de la casa de estudio, mientras se estuviera en ella. Era una protección, un refugio contra el mundo que cerraba sus puertas para impedir que entraran los intrusos y que salieran sus miembros.

No teníamos así derecho a tratar con las muchachas. El rabí decía que un chico no debía salir con una joven antes del año que precede su boda.

—Pero ¿cómo saber si es un año antes de su boda? Primero tiene que conocer a la muchacha —le objeté un día al rabí.

—Pues bien, si tienes dieciocho años y comienzas la universidad, probablemente no vas a casarte antes de cuatro. Pero ¿qué sucede si encuentras a la persona que te está destinada a los dieciocho años? Salir con la muchacha a la que amas y no hacer más que hablar es muy difícil. Por eso vale más evitar esta situación antes de que la cosa se haga seria.

—Pero los estudiantes dicen que desean conocer a las chicas antes, de lo contrario no tendrán tiempo de aprender cómo comportarse con ellas.

—Una de dos: o se sabe cómo hacerlo o no se sabe. Y no se sabrá por más chicas que se conozcan. Además, los que comienzan tarde tienen tan buena suerte en el matrimonio como los que comienzan pronto.

No tenímamos derecho a tener hornos; en efecto, si perdíamos el tiempo preguntándonos «¿qué voy a comer esta noche?», eso podía afectar a nuestra concentración. No podíamos ir al cine, para no aumentar la tentación de cometer malas acciones. No teníamos derecho a escuchar casetes. Algunos tomaban prestados magnetófonos a los profesores, aduciendo que era para las clases, y lo aprovechaban para poner a Simón y Garfunkel. Consideraban que aquello se parecía a la música yidis. Antes me gustaba ver películas. Pero cuando estuve en la yeshiva, aunque hubiese tenido derecho a hacerlo, no lo habría hecho: me molestaba la mirada de los demás. Si me veían en el cine, con mi shtreimel y mis tirabuzones, ¿qué pensarían? Intentaba no interesarme tampoco por las mujeres. No las miraba por la calle y, cuando trataba con ellas, bajaba los ojos para evitar encontrar su mirada. El rabí decía que era preciso mostrarse más alerta aún en verano, cuando ellas iban más ligeras de ropa.

Creo que cuando se vive en semejante lugar, tan distinto, tan aislado del resto del mundo, no queda más solución que leer y aprender. Era como una escuela destinada a hacernos aguerridos y lo bastante fuertes para combatir cuando nos viéramos confrontados a las fuerzas del mal que devastan el mundo. Y no dejábamos de aprestarnos y armarnos para aquella guerra, y de defendernos, y estábamos dispuestos a resistir, y dispuestos a combatir. Eramos el ejército de los nuevos tiempos. «La sabiduría da más fuerza que diez gobernadores que estuvieran en una ciudad.»

No detestaba al rabí. No sentía la veneración sin límites que otros le dedicaban, pero creía en él como en un profeta, un hombre superior. Por eso no pude guardarle rencor cuando mi mejor amigo, Yehuda, tuvo que aceptar la boda pactada con su hija, aunque me constaba que mi amigo estaba triste: era más joven que yo, tenía sólo veinticuatro años y hasta entonces no había tenido proyecto matrimonial alguno. Pero no me parecía indignante que pudieran imponerle uno, desde el exterior, sin que él lo deseara ni conociera siquiera a la que le destinaban. Así se llevaban a cabo la mayoría de bodas.

Todo había comenzado a causa de su hermana, que estaba en edad de casarse. Su padre había ido a ver al casamentero para encontrarle un esposo. Y éste conocía a un hermano y una hermana que estaban disponibles y, como sabía que Yehuda seguía sin tener mujer, había propuesto hacer un doble arreglo y que los hermanos y hermanas se desposaran recíprocamente. El padre de Yehuda al principio se había negado, pues creía que su hijo podía esperar todavía un poco. Pero pasaba el tiempo, y el casamentero volvió varias veces a la carga, y habló con la madre, cuya opinión, en esta materia, era primordial. Al oír el nombre de la familia a la que el casamentero les destinaba, ésta sólo pudo asentir: se trataba, ni más ni menos, que de los hijos del rabí. Entonces se arreglaron los asuntos financieros. Luego, Yehuda fue recibido por el rabí. Como era preciso mantener cierta distancia mientras el asunto no estuviera concluido, se encontraron en la yeshiva. El objetivo de la entrevista era juzgar la capacidad talmúdica del muchacho. Yehuda había preparado una lección, y la recitó sin vacilar. De vez en cuando, el rabí le interrumpía para aclarar un punto o solicitar una precisión. Tras diez minutos de entrevista, inclinó la cabeza para mostrar que estaba satisfecho. La muchacha destinada a Yehuda se llamaba Raquel y tenía dieciocho años. Sabía llevar una casa y cocinar, y quería ser modista.

—Compréndelo —me dijo Yehuda poco después—, casarse con la hija del rabí es un gran honor. ¿Te das cuenta? Mis padres están locos de alegría.

—Pero ¿y ella, tu mujer? ¿Qué te parece? —pregunté.

—La he visto una vez; no lo sé. ¡Pero gracias a ella podré entrar en su círculo más íntimo!

El rabí y Yehuda se encontraron por última vez, antes de la boda. Caminaron juntos por las avenidas de Mea Shearim, hablaron de la yeshiva, de eso y de aquello.

Cuando se separaron, el rabí esbozó una sonrisa y se despidió:
«gute Nacht»
.

Unas semanas más tarde, se quebró el vaso en recuerdo del Templo destruido. Miles de hasidim llegados del mundo entero asistieron a las festividades. Fue una boda suntuosa durante la que la novia, siguiendo la costumbre, dio siete vueltas alrededor del esposo.

De hecho, siendo yerno del rabí, Yehuda tenía acceso privilegiado a sus palabras y a sus menores hechos y gestos. Para un hasid, era una suerte inestimable.

Yo conocía perfectamente la costumbre de la boda convenida y, sin embargo, no podía evitar cierta tristeza. Pues sentía que otra vida comenzaba para mi amigo, y para mí
a fortiori
: aquello significaba que pronto debería prepararme para mi propia boda. Naturalmente, había recibido ya varias proposiciones. Mis padres no eran religiosos y, por lo tanto, yo no era el mejor partido, pero había hecho teshuva, aprendía deprisa, era uno de los mejores alumnos de la yeshiva y tenía buena reputación: «la buena reputación vale más que el buen perfume y el día de la muerte vale más que el día del nacimiento». Varios padres, varias madres habían venido para ponderarme los méritos de sus hijas. Sin embargo, no me había acercado a ellas pues hablarles hubiera supuesto sellar una unión. ¿Y qué podía hacer yo si, para mí, la hora no había llegado todavía?

Pensaba confiar en el azar y acudir, un día u otro, a casa del casamentero. Pero la boda de Yehuda precipitaba algo las cosas. En el Talmud se dice que no es bueno que un hombre esté solo.

Para mis padres, mi marcha a la yeshiva había sido como una muerte. No podía ya compartir sus comidas. Al principio, aceptaba un vaso de té, un pastel. Luego y poco apoco, dejé de ir a verles. ¿Cómo podía entrar en una casa cuyos niezuzoth en los dinteles de las puertas no eran kosher; en una cocina donde todo era
teref
, donde se mezclaba la carne y la leche, donde se comían crustáceos y animales prohibidos y, Dios me perdone, incluso cerdo? ¿Cómo cenar con los que no se lavan las manos antes de las comidas y no bendicen la mesa antes de comer, y no recitan las acciones de gracias tras haberse saciado? ¿Cómo vivir con quienes cocinaban, encendían la luz y cogían el coche el día de Sabbath? ¿Cómo ver a una mujer casada que no se cubría la cabeza? Mis propios padres eran unos impíos, mi madre una renegada que no comprendía cómo su hijo había podido hacerse hasid. Para ella, era retroceder siglos y siglos, hacia la prisión del gueto. ¿Acaso no había acudido a Israel para liberarse de todas esas cadenas? Decía que yo era demasiado joven para vivir como un asceta, rigiéndome por leyes antiguas y antañonas, y demasiado libre para creer en todas aquellas supersticiones, aquellas reglas implacables que me impedían gozar de la vida.

Las prohibiciones no eran restricciones, sino el camino del buen sentido. Por encima de todo, estaba prohibido ser viejo, incluso para los viejos, e incluso para los jóvenes. Tras mi austero shtreimel y mi abrigo negro, sabía que era preciso permanecer joven; y era joven, con toda la ingenuidad y toda la despreocupación que eso supone. Aquellas ropas eran sólo una armadura contra la vejez del mundo, y me protegían contra el barniz social, la hipocresía, el estupro, la mezquindad, la búsqueda del dinero por el dinero, en resumen, contra todo lo que afea el mundo y hace tan viejos a los jóvenes, es decir tristes y desengañados. Como decía el rabí, la juventud se ignora a sí misma como la felicidad y, como ella, se pierde cuando se busca. «Joven, alégrate de tu juventud, y que tu corazón te llene de contento en los días de tu juventud, y camina como tu corazón quiera y de acuerdo con la mirada de tus ojos, pero sabe que, para todo, Dios te hará acudir a juicio.»

Yo había estado en el ejército, al revés que la mayoría de mis compañeros de la yeshiva que lo rechazaban por razones tanto religiosas como ideológicas, pues no eran sionistas. Mis padres deseaban que yo hiciera el servicio militar; y yo compartía su voluntad. Este país nos había dado mucho y suponía muy poca cosa defender durante tres años su seguridad, es decir la nuestra, y por consiguiente la de los hasidim. Había estado en el Líbano. Sabía lo que eran días, semanas sin sueño velando en un tanque, acechando al enemigo; y el miedo era el compañero de fatigas con quien aprendíamos a vivir familiarmente. No pasaba semana sin que fuera a un entierro militar; sin que oyera el cañón lanzar hacia el cielo su ronco jadeo, de sufrimiento e impotencia: un joven de mi misma edad había muerto en combate. La guerra para mí no era un juego, una construcción del espíritu, sino algo muy real, que me había revelado hasta qué punto eran duros nuestros tiempos, precaria y amenazada nuestra vida, y una guerra feroz nuestra existencia en esta tierra. Era David contra Goliat; Jericó reconquistada y vuelta a perder; el Golán invadido por los cuatro mesopotámicos, expulsados a su vez por Abraham; Massada sitiada, símbolo de este país fortaleza, pequeño pedazo de tierra tomado por asalto desde todas partes, discutido en sus fronteras y que mediante el combate aplaza la terrible cuenta atrás de los atacantes que lo aguardan y le tienden celadas; las mismas ciudades, las mismas luchas, las mismas esperanzas. Aquel soldado que era yo, con uniforme verde y metralleta, no dejó sin embargo de acercarse al muro occidental e inclinar la cabeza contra la pared rocosa, de orar ardientemente para que aquella guerra fuese la última, para que el terrible exilio y el regreso no fueran vanos y pudiéramos seguir resucitando una lengua, haciendo que el desierto floreciera de nuevo y contemplando, algunos anocheceres de estío, la luz cobriza y dorada que aureola nuestra ciudad con un suave fulgor. «Pues Gaza será abandonada, Asquelón quedará devastada, Ashdod será abandonada en pleno mediodía y será desarraigada Eqron.»

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