Qumrán 1 (5 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

—Ve a Belén y tráeme otras muestras. Mientras, me haré con un salvoconducto para ir a tu tienda cuando sea preciso —propuso al armenio.

La semana siguiente el armenio le telefoneó: había obtenido otros fragmentos de cuero. Entonces, el profesor Ferenkz corrió a la tienda. Examinó atentamente los fragmentos. Los tuvo en la mano durante una hora. Los examinó con la ayuda de una lupa, los descifró y decidió que eran, efectivamente, auténticos. Estaba dispuesto a ir a Belén para comprar todo el rollo. Pero parecía que iba a estallar la guerra; la tensión era fuerte en el país. Para un judío, el trayecto de Jerusalén a Belén, en un autobús árabe, cruzando territorio árabe, era muy peligroso. Por eso su mujer le dijo que no debía partir.

Al día siguiente, estaba todavía en su casa, infinitamente triste pensando en los manuscritos que se le escapaban. Al anochecer, la radio anunció que la decisión de las Naciones Unidas sobre la división sólo se votaría la noche siguiente. Recordó entonces lo que su hijo le había dicho. Élie era el jefe de operaciones de la Haganah, el ejército clandestino judío, y su nombre de código era Matti, nombre que acabó adoptando definitivamente después de que se creara el estado de Israel. Pues bien, Matti había dicho a su padre que deberían temer ataques árabes en cuanto las Naciones Unidas se hubieran pronunciado. El aplazamiento de la votación, pensó Ferenkz, le daba un día entero para intentar proteger los manuscritos. Al alba, salió de su casa. Con su salvoconducto, atravesó el cordón de vigilancia británico, despertó a su amigo armenio. Ambos partieron hacia Belén. Encontraron allí al comerciante árabe. Este reveló lo que los beduinos habían dicho.

—Son beduinos de la tribu de los taamireh —dijo—, la que suele apacentar sus cabras en la ribera noroeste del mar Muerto. Cierto día, un animal del rebaño se extravió. Corrieron entonces tras él, pero se escapó. Llegaron a la gruta donde se había metido el animal y, cuando tiraban piedras a la pared rocosa, el ruido producido les pareció el de una cerámica. Entraron entonces en la caverna. Descubrieron unas jarras de barro que contenían legajos de cuero cubiertos de una pequeña caligrafía hebraica. Me los trajeron para que los vendiese.

El mercader les mostró las dos jarras. Eran antiguas vasijas, lisas y duras como la roca de Qumrán, en las que se habían aglomerado, con el transcurso de los siglos o los milenios, varias capas de polvo amarillo anaranjado, veteadas de gris. Una, pequeña y ancha, tenía dos asas a cada lado. La segunda, oblonga, era más estrecha. Ambas tenían tapaderas destinadas a aislar el contenido. Ferenkz las abrió y retiró con precaución unos cilindros extremadamente vetustos y polvorientos. Sacados a la luz del día tras dos milenios de reclusión, se sacudieron la ceniza fuliginosa de su sepulcro y se levantaron, solemnes y frágiles, para iniciar la cadenciosa marcha de los resucitados. Ferenkz los abrió con delicadeza, pues estaban enroscados, plegados sobre sí mismos como botones de flor en primavera, como párpados humanos por la mañana, pegados por una larga noche de profundo sueño, como viscosos capullos de gusanos de seda justo antes de abrirse. Reconoció en aquellos cadáveres palpitantes la misma escritura de la Biblia, como si hubiera sido escrita por los hebreos hacía milenios, siglos o la misma víspera. Y hacía más de dos mil años que no habían sido leídos. Ferenkz regresó, con el tesoro junto a su corazón, y se dirigió, por la puerta de Jaffa al hogar judío de la ciudad de oro. Aquellos pergaminos recién exhumados iban pronto a conocerse en el mundo entero con el nombre de «pergaminos del mar Muerto».

De regreso a su casa, se puso sin tardanza a estudiar el manuscrito, hasta que su familia le interrumpió para anunciarle lo que todo el mundo había escuchado por radio: se había adoptado la decisión de dividir Palestina. Lágrimas de felicidad y emoción resbalaron por sus mejillas. «Te das cuenta —le dijo su mujer—, ¡habrá un estado judío!»

Al día siguiente, Ferenkz, a pesar de los ataques de los árabes, llevó a cabo otra vez el mismo periplo para comprar los rollos. Uno de los manuscritos resultó ser el
Libro del profeta Isaías
. Por lo que se refería a los demás, que él no conocía, estaba seguro de que eran también unos mil años anteriores a todos los que había visto hasta entonces. Ferenkz comprendió que las implicaciones de aquel descubrimiento iban a ser considerables para los estudios bíblicos. Los demás manuscritos que examinó eran igualmente importantes: uno era el relato profético, en hebreo bíblico, de una guerra final en la que el bien triunfaría sobre el mal. Aquel rollo fue denominado
La guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas
. Otro rollo, un poemario hebraico que se parecía al
Libro de los salmos
, fue conocido más tarde con el nombre de
Rollo de los himnos
.

Tras haber comprado los tres manuscritos, Ferenkz supo que existía un cuarto. A finales del mes de enero de 1948, recibió una carta de un tal Kair Benyair que deseaba verle para hablarle de un pergamino. Aquel hombre, un judío converso que pertenecía a la comunidad siria ortodoxa, era un emisario del obispo Oseas, el señor sirio del monasterio de San Marcos situado en la ciudad vieja de Jerusalén. Tras complicados intercambios epistolares, Ferenkz y Kair Benyair acabaron por encontrarse en el sector árabe de la ciudad. El emisario del obispo Oseas mostró a Ferenkz un viejo manuscrito, le explicó que había sido comprado a la tribu de los taamireh y le preguntó si quería adquirirlo. El profesor Ferenkz advirtió enseguida que, como los demás, éste tenía también más de dos mil años. El 6 de febrero de 1948 Ferenkz y Kair Benyair tenían una cita para la transacción final. Pero el emisario de Oseas, tras haber obtenido la promesa de una suma importante, pareció cambiar de opinión e hizo ademán de marcharse con el rollo. Ferenkz intentó retenerle, regateó, imploró en vano y sólo pudo obtener una hipotética cita para la semana siguiente. Benyair, claro, no acudió, y Ferenkz nunca volvió a ver el manuscrito.

De hecho, el emisario del obispo no había sido enviado para vender sino para obtener una evaluación de la antigüedad y el valor del objeto. Oseas había comprado el rollo del mismo modo que Ferenkz. Se lo había mostrado a varios sabios. Un monje, bibliotecario adjunto en el Museo Arqueológico de Palestina, declaró, tras haberlo descifrado rápidamente, que era falso. El obispo se dirigió a un sacerdote griego erudito, que se hallaba en Jerusalén para estudiar durante un año y solía acudir a la biblioteca San Marcos; éste identificó el rollo como una copia del libro de Isaías, sin especial interés. Un tercer investigador pensó que se trataba de una colección de citas proféticas, pero no estaba seguro de que fueran antiguas. En el mes de agosto de aquel mismo año, un experto de la universidad hebraica fechó el rollo en la Edad Media.

—Vale la pena estudiarlo, claro —había dicho—, pero no es nada extraordinario.

Sin embargo, Oseas tenía la firme intuición de que el manuscrito podía ser mucho más antiguo.

—¿No cree que pueda datar de la Antigüedad? —había preguntado.

El experto respondió negativamente y añadió que la hipótesis era absurda. Como su interlocutor insistiera, explicó:

—Haga un experimento. Llene una caja de papeles manuscritos, olvídela durante dos mil años, ocúltela, entiérrela incluso si lo desea, le aseguro que ni siquiera podrá hacerse preguntas sobre el valor de los manuscritos.

Como último recurso, Oseas había llevado el manuscrito a su superior eclesiástico que le aconsejó no perseverar y olvidar aquella historia. Pero el obispo persistió íntimamente convencido del valor del rollo, quería verlo confirmado por un experto que lo autentificara sin equívocos.

Oseas envió pues algunos hombres a una expedición hacia las grutas, para que buscaran otros rollos. Regresaron con numerosos manuscritos, algunos muy deteriorados y podridos, otros en mejor estado. Compró también las dos grandes jarras en las que habían permanecido ocultos los documentos. Esperaba vender a buen precio todas aquellas adquisiciones. Con este fin, se había asociado con un amigo que afirmaba poder obtener en Estados Unidos una suma mucho más elevada y le sugirió que hiciera evaluar el pergamino por la Escuela Americana de Investigaciones Orientales de Jerusalén y que, luego, abandonara el país, pues probablemente, cuando expirara el mandato británico, Israel sería arrasado.

En aquella época, la Escuela Americana de Investigaciones Orientales de Jerusalén acogía a dos seminaristas que, más tarde, se harían célebres entre los investigadores por sus trabajos sobre Qumrán. El primero era Paul Johnson, un doctorando de la Yale Divinity School que había acudido a Tierra Santa para investigar, un ferviente católico que poco después recibió las órdenes sagradas; y el padre Pierre Michel, un francés que se había especializado en arqueología de Oriente Próximo.

Paul Johnson era un hombre poco corpulento, de rostro demacrado y tez clara, pelirrojo como Esaú y como David. Pero aunque a veces se mostraba colérico, no era un animal salvaje como Esaú. Y aunque ambicioso y conquistador, no era belicoso y apasionado como David. Era reservado y metódico como Jacob; lo que le convertía en un buen arqueólogo; piadoso como Abraham, Isaac y Jacob, ferviente en algunas ocasiones como Isaías, y en otras pesimista y desengañado en su devoción, como Jeremías, pero sobre todo autoritario e intransigente como el profeta Elias.

Por lo que a Pierre Michel se refiere, era un hombre más bien bajo y rechoncho, y una incipiente calvicie redonda se dibujaba en lo alto de su cráneo. De natural espontáneo, era en exceso de una pieza y demasiado nervioso para poder ocultar sus emociones y sus secretos. Buscaba el equilibrio; entre justicia y amor, entre fe y razón, entre esperanza y desolación. Quería respuestas, sin que nunca le satisficieran, lo que le hacía débil y vulnerable. Pero estaba muy lejos de ser tonto e influenciable como Sansón. Su alma parecía un mar calmo en la superficie, pero agitado en sus profundidades por fuerzas ardientes y devastadoras, corrientes contrarias que, a veces, chocaban entre sí como aceradas hojas contra los cortantes arrecifes.

En ausencia del profesor de arqueología de la escuela, que estaba de viaje, Paul Johnson era el único que podía recibir a Oseas. Este se vio finalmente recompensado por sus esfuerzos. En efecto, tras haber consultado varios libros de arqueología, el joven estudiante de teología reconoció que el rollo era antiguo. Pierre Michel compartía su opinión. Juntos comenzaron a estudiar el documento del que, con permiso del sumo sacerdote, hicieron algunas fotografías. Luego, identificaron por primera vez los demás fragmentos sacados de las grutas, como el
Rollo de Isaías
, el
Manual de disciplina
y el
Comentario de Habacuc
. Supieron entonces que lo que tenían entre las manos era, sencillamente, el mayor descubrimiento arqueológico de los tiempos modernos.

Inmediatamente después de la proclamación de la independencia, los árabes declararon la guerra al estado de Israel. Llovieron las balas sobre Jerusalén, sitiada por todas partes, que perecía de hambre y de sed. En la ciudad vieja, el barrio judío fue consumido por las llamas. Ninguno de los tres santuarios protegidos consiguió hacer callar los mortíferos cañonazos; ni el Santo Sepulcro, ni el Muro occidental, ni la bóveda del roquedal. Hubiérase dicho que, a través de la guerra final, Judea fomentaba el apocalipsis. En aquellas condiciones, Paul Johnson y Pierre Michel consideraron más prudente marcharse a Estados Unidos. Antes de su partida, convencieron a Oseas de que firmara un papel que les garantizara la exclusiva de las publicaciones; a cambio, prometían encontrarle rápidamente un comprador. El obispo aceptó. El 11 de abril de 1948 se marchó, a su vez, a Estados Unidos y así fue revelada al mundo entero la existencia de los pergaminos del mar Muerto.

Cuando el profesor Ferenkz supo la noticia montó en terrible cólera. Sospechó que los americanos habían saboteado sus negociaciones con Oseas. Envió numerosas cartas para proclamar que los rollos eran propiedad del nuevo estado de Israel, pero fue inútil. Era demasiado tarde. Oseas había abandonado Jerusalén, con los pergaminos en su equipaje, decidido a venderlos al mejor postor; y a predicar por todo el mundo la palabra de la Iglesia ortodoxa.

En Nueva York, se encontró con Paul Johnson y Pierre Michel. Hicieron un pacto y, durante dos años, acompañaron a Oseas para promocionar los pergaminos, en la biblioteca del Congreso, en la Universidad de Chicago o, también, en las galerías de arte de las grandes ciudades. En 1950, aparecieron las primeras publicaciones, acompañadas de fotografías del
Rollo de Isaías
. Un año más tarde, se publicaron íntegramente el
Manual de disciplina
y el
Comentario de Habacuc
.

Ferenkz, por su lado, inició la edición de los tres rollos que había comprado. Trabajó también sobre las transcripciones que, a toda prisa, había hecho del rollo de Oseas cuando lo examinó. Convencido de que el precioso documento pertenecía a Israel, se marchó a Estados Unidos para ver a Paul Johnson. La entrevista se inició tranquilamente, pero cuando Johnson afirmó con orgullo haber sido el origen del descubrimiento de los pergaminos, Ferenkz no pudo contener su enojo.

—Creo que sabe usted dónde está el último rollo, el que Oseas quiso venderme antes de cambiar de opinión —acabó diciendo.

—No sé de lo que me está hablando —repuso Johnson—. Todos los rollos que tenemos están ya publicados o en vías de publicación.

—Miente —contestó Ferenkz—. Tiene que devolverme ese rollo. No le pertenece y no tiene derecho alguno a intervenir en este asunto.

—Son los judíos quienes nada tienen que ver —replicó el sacerdote católico.

Se había declarado la guerra. Pero Ferenkz no pudo luchar hasta el final. Murió en 1953 con el amargo pensamiento de que «su» rollo, aquel que había podido ver unos instantes, estaba perdido para siempre. Ignoraba que su propio hijo iba a recuperarlo un año más tarde.

Matti había dimitido de su puesto de jefe del estado mayor del ejército israelí, para proseguir las investigaciones de su padre. Se había encargado de la publicación del libro de éste sobre los tres manuscritos que había descubierto, y él mismo había escrito un detallado comentario sobre uno de ellos,
La guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas
. En 1954, estando de paso en Estados Unidos para dar una conferencia, recibió una carta que le ofrecía la compra de un manuscrito del mar Muerto.

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