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Authors: VV.AA.

Reacciona (2 page)

Por desgracia estos soportes de la confianza no garantizan que el llamado desarrollo sostenible sea efectivamente sostenible. Al contrario, con la persistencia en el error empeoran las perspectivas futuras. Volvemos así a nuestra afirmación inicial acerca de la decadencia de Occidente y los serios desajustes de un sistema en el que, pese a los disfraces, la religión permanece anclada en el siglo
XVI,
la economía en el
XVIII
y el sistema parlamentario en el
XIX
.

B
AJO LA ALFOMBRA

En conclusión: debajo de la alfombra aparece un suelo corroído que no va a mejorar remendando el tejido para taparlo mejor. Occidente puede correr la misma suerte de otros imperios extinguidos, dejando un vacío bajo la palabra Europa.

Pero la Historia no admite vacíos: imparable la Vida los llena. Todo ocaso ofrece una ocasión. Así aprovechó Carlomagno el de Roma bajo los bárbaros y erigió su imperio, semillero de Europa. Ha llegado el tiempo del cambio, de un cambio que va más allá de la restauración del Estado del Bienestar en retroceso y de la defensa de los derechos conseguidos por nuestros antecesores. El sistema reclama un cambio profundo que los jóvenes entienden y deberán acometer mejor que los mayores atrapados aún en el pasado.

Este ocaso es el momento de la acción entre todos porque otro mundo no sólo es posible, es seguro. Si mejor o peor, dependerá de nuestra reacción. Mi mensaje a los jóvenes es que ha llegado el momento de cambiar el rumbo de la nave. Aunque sus líderes sigan en el puesto de mando y al timón, aunque desde allí sigan dando órdenes anacrónicas, los jóvenes puestos al remo pueden dirigir la nave. Sólo necesitan unirse y acordar que a una banda boguen hacia delante mientras en la otra cíen hacia atrás y el barco girará en redondo, poniendo proa hacia un desarrollo humano.

II
Traspasar los límites de lo posible
Federico Mayor Zaragoza

Federico Mayor Zaragoza nació en Barcelona, en 1934. Doctor en Farmacia, ha sido catedrático de Bioquímica y rector de la Universidad de Granada y catedrático también en la Universidad Autónoma de Madrid. Cofundador en 1974 del Centro de Biología Molecular Severo Ochoa, de la Universidad Autónoma de Madrid y del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Mayor Zaragoza desempeñó diversos cargos tanto de la política nacional como europea. Director general de la UNESCO desde 1987 hasta 1999. A su regreso a España crea la Fundación para una Cultura de Paz, de la que es presidente. Preside el ERCEG (European Research Council Expert Group) para la «economía basada en el conocimiento», a propuesta de la UE. Fue copresidente del Grupo de Alto Nivel para la Alianza de Civilizaciones de la ONU. Presidente también del ISE (Initiative for Science in Europe) en enero de 2007, y el Consejo Directivo de la agencia de noticias IPS (Inter Press Service). Además de sus numerosas publicaciones científicas, el profesor Federico Mayor ha escrito seis poemarios y varios libros de ensayos:
Un mundo nuevo
(en inglés
The World Ahead: Our Future in the Making)
(1999),
Los nudos gordianos
(1999),
Mañana siempre es tarde
(1987),
La nueva página
(1994),
Memoria del futuro
(1994),
La paix demain?
(1995),
Science and Power
(1995);
UNESCO: un idéal en action
(1996),
La palabra y la espada
(2002),
La fuerza de la palabra
(2005),
Un diálogo ibérico: en el marco europeo y mundial
(2006),
Enfermedades metabólicas
(ed.) (2006),
Tiempo de acción
(2008).

Blog.
La fuerza de la palabra:
http://www.federicomayor.blogspot.com/

«É preciso ter grandes sonhos e perseguí-los. Sonhar e perseguir os sonhos é exatamente romper o limite do possível».

P
RESIDENTA
D
ILMA
R
OUSSEFF

Brasilia, 1 de enero de 2011

H
A LLEGADO EL MOMENTO

Sí, ha llegado el momento de superar los límites de lo «posible» y hacer realidad mañana muchos imposibles hoy. Disponemos del conocimiento y de, por primera vez en la historia, posibilidades de participación no presencial y movilización ciudadana. Podemos superar la inercia, el gran enemigo, que se opone a la evolución, consistente en conservar lo que debe conservarse y transformar y cambiar lo que debe cambiarse. Como he escrito en muchas ocasiones, si no hay evolución a tiempo, hay revolución con el riesgo de violencia que conlleva. La diferencia entre evolución y revolución es la «r» de responsabilidad.

Ha llegado, pues, el momento de la acción, de la libertad de expresión, de la responsabilidad. Sí, ha llegado el momento de «los pueblos», como tan lúcidamente se establece en el inicio del Preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas: «Nosotros, los pueblos... hemos resuelto evitar a las generaciones venideras el horror de la guerra». El compromiso supremo lo constituyen las generaciones venideras. Para ofrecerles el legado que merecen de una tierra habitable, sin desgarros sociales y confusión conceptual, debemos llevar a efecto en estos albores de siglo y de milenio la gran transición de la fuerza a la palabra, de la mano alzada y armada a la mano tendida.

Cambiar los fusiles por el diálogo proporcionaría no sólo el nuevo «marco humanizado» que es exigible para la igual dignidad de toda la humanidad, «ojos del Universo», los únicos seres vivos conscientes del misterio de su existencia, sino que representaría una nueva era en la que la economía no debería basarse en la especulación y la guerra (cuatro mil millones de dólares al día en la actualidad) para poder garantizar a todos, sin excepción, la seguridad alimenticia, el acceso al agua y a los servicios sanitarios, la educación, etcétera.

Cada ser humano único, capaz de pensar, de imaginar, de crear. Ésta es la esperanza común y por ello debemos enfrentarnos al fatalismo, al sentimiento de lo inexorable, de lo ineluctable, convencidos de que el futuro debe inventarse, de que el porvenir está por hacer. El pasado ya está escrito y debe describirse de forma fidedigna. Pero tenemos que actuar resueltamente en este sentido: la gran tarea ética de las generaciones presentes es escribir el mañana con otros trazos, con otros signos, en otro lenguaje.

Para cambiar es indispensable conocer la realidad en su conjunto, en profundidad. Si se la conoce superficialmente, el cambio es más de percepciones que de hondo calado. Es imperativo alejarnos de los focos que anuncian la noticia, de las informaciones que, lógicamente, describen tan sólo lo extraordinario, lo insólito. Para conocer con exactitud lo que acontece es preciso saber ver los invisibles, los que no son noticia, la inmensa mayoría que nace, vive y muere en espacios física e intelectualmente reducidos. Todos tienen que ser no sólo vistos sino observados para que de este modo, como dijo Bernard Lown, al conocer los invisibles seamos capaces de hacer lo imposible, ya que al no tenerlos en cuenta normalmente las medidas políticas y las estrategias no los incluyen y permanecen, una vez más, inadvertidos.

Desde el origen de los tiempos el poder —masculino, con sólo episodios fugaces y anecdóticos de la presencia femenina— se ha basado en la imposición, en el dominio. La paz ha sido una pausa entre dos conflictos, haciéndose realidad el perverso adagio de «si quieres la paz, prepara la guerra», instigado siempre por los fabricantes de armas.

A través de los siglos unos cuantos mandando sobre los muchos, que tenían que ofrecer su propia vida sin rechistar a los designios de los mandatarios. Siglos y siglos en que sólo algunos destellos fueron capaces, a pesar de vivir confinados, con desconocimiento de los fenómenos naturales que observaban y de la existencia y las características de los
otros,
de iluminar, por la desmesura de su capacidad reflexiva y creadora, espacios inexplorados del espíritu. El hilo conductor ha sido siempre la fuerza. Ha llegado el momento, en estos albores de siglo y de milenio, de la palabra, grandeza de la condición humana en su totalidad.

Ha llegado el momento, en efecto, de poner claveles en el ánima de los fusiles, en el ánima de las armas, como supieron hacer en Portugal hace unos años, acallando de una vez por todas el disparo y procurar la vida, la vida plena a través de la conversación y el conocimiento recíproco.

A
NTECEDENTES

Ha habido varios intentos de
reconducir
la gobernación mundial a cauces bien distintos de los tradicionales mediante la creación de parlamentos mundiales, unión de naciones, actos globales de paz. En 1918, al término de la Primera Gran Guerra, el presidente Woodrow Wilson, aterrorizado por lo que había sucedido en una guerra de desgaste, de trincheras, de extenuación, llega a Brest desde Nueva York con el Convenio para la Paz Permanente, proclamando que en lo sucesivo los conflictos no deberían solucionarse a través de la barbarie que se acababa de vivir, y así se creó una Sociedad de Naciones, que tomaría las medidas oportunas y arbitraría en los posibles conflictos, de tal modo que el recurso a las armas no fuera irremediable en lo sucesivo.

Ya sabemos lo que ocurrió: tanto los europeos como los norteamericanos reaccionaron vehementemente ante las propuestas del presidente norteamericano, diciendo que ello pondría en riesgo la seguridad de sus naciones, que se hallarían en inferioridad ante el posible rearme de la Alemania vencida. La propia opinión de los Estados Unidos fue enormemente crítica con el presidente Wilson, que regresó a su país convencido de que el mundo discurriría de nuevo por los caminos de la confrontación violenta, ya que bajo la presión de los colosales consorcios de la industria bélica los senderos de la paz aparecían impracticables.

Y así fue. Alemania se armó y Hitler ya advirtió en 1933 que «La raza aria es incompatible con la raza judía», ante la ineficiencia de la diplomacia y de la Liga de Naciones, que desde el principio la falta de voluntad política de los Estados que la integraban había hecho inoperante.

Y de nuevo en 1945, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, ante el horrendo espectáculo de destrucción masiva, de holocausto y genocidio, de uso de terribles armas de exterminio, el presidente Franklin Delano Roosevelt, adopta una serie de medidas para asegurar que, en lo sucesivo, la convivencia pacífica fuera posible. Y no sólo se concibe el Plan Marshall para la recuperación de Alemania y Japón, sino que ya en 1944 se crea la FAO para la alimentación, la medida más urgente para todos los ciudadanos, y las instituciones de Bretton Woods para regular los flujos financieros y promover, a través del Banco Mundial para la «reconstrucción y el desarrollo», el progreso en todos los países. Como ya he indicado, la Carta de las Naciones Unidas es un documento audaz e imaginativo, que basa la seguridad en unas Naciones Unidas en las que son «los pueblos» quienes asumen la responsabilidad de garantizar, en adelante, la «construcción de la paz en la mente de los hombres», como figura en la Constitución de la UNESCO, organización creada en 1945, unos meses después de la fundación de la ONU en San Francisco, a través de la educación, la ciencia, la cultura y la comunicación. El diseño de Roosevelt incluye los grandes pilares de la paz a escala planetaria: el trabajo (OIT), la salud (OMS), el desarrollo (PNUD), la infancia (UNICEF)... Pero, además, para orientar el comportamiento a todos los niveles desde la decisión política a la vida cotidiana de todos los seres humanos, establece la referencia luminosa de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por la Asamblea General el 10 de diciembre de 1948.

Todo estaba, pues, bien pensado y configurado: sobre la base esencial de la «igual dignidad de todos los seres humanos» se evitaría el horror de la guerra siguiendo los «principios democráticos» de justicia, libertad y solidaridad «intelectual y moral», que el Acta Constitutiva de la UNESCO proclama como único camino para la convivencia armoniosa y los cambios radicales que desde tanto tiempo atrás se consideraban imprescindibles.

A través de una educación que debe formar a personas «libres y responsables», para no dejarse manipular, para actuar en virtud de sus propias reflexiones y no al dictado de nadie, para ser realmente independientes y diversos hasta el límite de la unicidad, y alcanzar la emancipación personal y colectiva... sólo era necesario encontrar la palabra clave que, entonces como ahora, sigue siendo insustituible:
compartir
, distribuir mejor los bienes materiales, repartir de manera adecuada responsabilidades y beneficios. Compartir, partir con, a través del fomento del desarrollo, que debe ser no sólo económico sino social y cultural, endógeno, sostenible y, sobre todo, humano. Tan importante se consideraba el desarrollo para el otro mundo posible que se perfilaba con el entusiasmo de personas lúcidas y con capacidad de anticipación como René Cassin, Jean Monnet, Archibald MacLeish, Eleanor Roosevelt... que el papa Pablo VI exclama: «El desarrollo es el nuevo nombre de la paz», y se fomenta la cooperación internacional al tiempo que se sientan las bases, con la complicidad de Robert Schuman y Konrad Adenauer, de la Unión Europea, y así se firma el Tratado del Carbón y del Acero como paso inicial. Era el año 1950.

Pero de nuevo —«si quieres la paz, prepara la guerra»— se establece la carrera armamentística entre las dos superpotencias, Norteamérica y la URSS, y al socaire de una competición que exacerba hasta límites indescriptibles la producción del más sofisticado material de guerra se oculta la progresiva sustitución de las ayudas al desarrollo por préstamos concedidos en condiciones draconianas que beneficiaban siempre más a los prestamistas que a los prestatarios; la cooperación se convierte de forma generalizada en explotación; el colonialismo financiero y tecnológico empobrece a los países en lugar de fomentar su progreso y capacidad para el uso de sus, con frecuencia, cuantiosos recursos naturales; de tal manera que se llega a la década de 1980 con el sentimiento de que el bienestar generalizado era imposible en un mundo fracturado entre dos grandes sistemas: capitalismo y comunismo.

Es entonces cuando Estados Unidos, acompañados indefectiblemente por el Reino Unido, deciden acaparar el poder y establecer una hegemonía integrada por los países más ricos de la Tierra, encabezados, desde luego, por Norteamérica. Entonces se produce lo que podríamos denominar el «gran antecedente» de la crisis actual: los valores democráticos, los principios éticos por los que tantos habían luchado, hasta dar su propia vida, la justicia social en primer lugar, se sustituyen por el mercado. De acuerdo con el presidente Reagan y la primera ministra Thatcher, la economía sería libre y autorregulada, sin más pautas y objetivos que los propios de las transacciones mercantiles. «Sustituir los valores por los precios», ya lo advirtió don Antonio Machado, «es de necio». Fueron necios al proponerlo, pero sobre todo fueron necios todos aquellos que, líderes socialistas incluidos, deslumbrados por la globalización neoliberal cayeron en la trampa y aceptaron la marginación progresiva de las Naciones Unidas, y trasladaron la gobernación mundial a los seis países más prósperos de la Tierra (G6). Al poco tiempo se unió Canadá (G7) y, al término de la Guerra Fría, la Federación Rusa (G8).

Al cumplirse el bicentenario de la Revolución Francesa, en 1989, tuvieron lugar acontecimientos que reavivaron las esperanzas en los cambios tan anhelados por la mayor parte de los habitantes de la Tierra. En efecto, en el barrio próspero de la aldea global sólo vivía el 20 por ciento de la población mundial. El resto, en un gradiente progresivamente más menesteroso, vivían en condiciones precarias o simplemente sobrevivían. Confiaban en los «dividendos de la paz» al cese de la carrera armamentista. Por el genio de Mikhail Sergeyevich Gorbachev, sin una gota de sangre, se desmorona el Muro de Berlín, como símbolo de Unión Soviética, y se produce la conversión de la Unión Soviética en la Federación Rusa y la Commonwealth de Estados Independientes, que inician su larga marcha hacia sistemas de libertades públicas.

Importantes sucesos contribuyen a hacer pensar que el principio de la década de 1990 puede ser el ansiado momento de la inflexión: otro genio, Nelson Mandela, después de veintisiete años de prisión, logra con la complicidad del presidente Frederik de Klerk la supresión del
apartheid
racial en Sudáfrica; se firma la paz de Chapultepec, con lo que se da fin al conflicto armado en El Salvador; se consigue un acuerdo de paz, con la intermediación de la Comunidad de San Egidio, en Mozambique; se inician los diálogos de paz en Guatemala...

Todos esperábamos los «dividendos de la paz» porque podía desacelerarse —¡ya era hora!— el ritmo de la producción de armas en todo el mundo. Vana ilusión: los
globalizadores
redoblaron sus esfuerzos y los grupos plutocráticos sustituyeron de forma sucesiva las funciones del Sistema de las Naciones Unidas, deslocalizando, además, con gran «codicia e irresponsabilidad», utilizando las palabras del presidente Obama, la producción hacia China y otros Estados del Este, cuyas condiciones laborales y respeto de los Derechos Humanos, obcecados por el dinero, nunca se han tenido en cuenta.

A pesar de su progresivo aislamiento las Naciones Unidas siguieron facilitando al conjunto de la humanidad directrices en distintos ámbitos: en 1990 educación para todos a lo largo de toda la vida; en 1992 en la Cumbre de la Tierra, la Agenda 21 para contrarrestar el deterioro ecológico; en 1993 «educación para la democracia y los Derechos Humanos; en 1994 diálogo inter e intrarreligioso; en 1995 quincuagésimo aniversario del Sistema, se adoptan los compromisos de la Cumbre de Desarrollo Social, en Copenhague; se celebra la reunión sobre la Mujer y el Desarrollo en Beijing, y se aprueba la Declaración sobre la Tolerancia para facilitar la integración y la convivencia; en 1998 la Declaración sobre el Diálogo de Civilizaciones; en 1999 la Declaración y Plan de Acción sobre una Cultura de Paz; en el año 2000 los Objetivos del Milenio y la Carta de la Tierra; en el año 2001 la Declaración sobre la Diversidad Cultural...

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