Read Sakamura, Corrales y los muertos rientes Online

Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor

Sakamura, Corrales y los muertos rientes (21 page)

A tal fin se convocó también en el despacho de Frederic a uno de los pinches de cocina, portugués, que, según el camarero hondureño, había seguido unos cursos vespertinos de Microchof Windows en la esperanza de trabajar algún día en algún lugar con ventanas.

Comparecido el portugués, adujo que muito obrigado pero que terminaba el turno a las ocho y eran casi las siete y media, a lo que el gerente Frederic, ante la mirada suplicante de Jazmín, le prometió un día de fiesta extra si accedía a ayudarlos. El portugués se avino y se sentó en la butaca del gerente para ponerse manos a la obra ante la pantalla del ordenador.

Lo siguente fue lo más difícil. A saber: entender lo que el inspector quería escribir en el anuncio. Para ello, una vez más, fue de gran ayuda la mímica, lo que obligó a todos los presentes —Jazmín, Corrales,

Frederic, el camarero hondureño y el pinche portugués— a iniciar algo parecido al conocido juego de adivinar el título de una película. Por ejemplo: el inspector bailaba regatón, hacía ademán de beber vodka con Red Bull, y fingía salir del lavabo frunciendo la nariz en todas direcciones.

—¿Discoteca! decía el camarero hondureño, acertando de pleno.

De este modo lento pero seguro, el pinche portugués compuso el siguiente texto con diferentes tipos y tamaños de letra:

DISCOTECA INTERPOL

DÍA 25, FIESTA DE LOS INNOMBRABLES.

VEN A TOMAR UNA COPA GRATIS Y ENTRA EN EL

SORTEO DE UN FABULOSO PORSCHE DESCAPOTABLE

CON 100.000 EUROS EN LA GUANTERA.

C/ SOSPECHOSO IDENTIFICADO S/N,

ANDORRA LA VELLA.

Al margen de las mímicas, cabe aclarar que Jazmín, una vez hubo comprendido la astuta trampa que pretendía tender el inspector, colaboró decisiva mente en la redacción del anuncio, dotándolo del conveniente tono y dobles sentidos. Corrales, sin embargo, no terminó de asimilar la sutileza psicológica de la estrategia y hubo que explicársela varias veces. Se trataba, básicamente, de repartir las octavillas a todo transeúnte que pasara por la acera en las inmediaciones de la Petita Banca Andorrana, incluidos —claro está, puesto que constituían el verdadero objetivo— todos los que salieran de la sucursal. Para las personas no implicadas en el asalto de Calabella el anuncio no llamaría la atención y simplemente iria a parar a alguna de las papeleras que estaban junto a los semáforos; pero para el Innombrable que saliera del banco habiendo cobrado el cheque de Jazmín, sin duda el texto causaría alguna clase de reacción extraña. Un respingo, un titubeo, un apresuramiento, una mirada furtiva escudriñando a su alrededor..., cualquiera de esas reacciones llamaría fácilmente la atención del inspector, que según el plan, se quedaría apostado con Jazmín en la terraza del bar, observando con sus penetrantes ojos invisibles a cada transeúnte que recibiera la octavilla.

Después, una vez identificado el sujeto, habria que seguirlo discretamente y esperar al momento propicio para proceder a su detención.

—Cojonudo —dijo Corrales, poniéndose sus gafas del FBI para ir haciéndose a la acción—. ¿Y quién va a repartir las octavillas?

Jazmín y el inspector se lo quedaron mirando. La camisa travoltera y los pantalones sin cinturilla bien pudieran ser la indumentaria perfecta para un repar tidor de flyers discotequeros. A condición, naturalmente, de que se quitara la gorra de Adidas.

En la intimidad de su habitación de adolescente, la Encapuchada n.° 1 se había vestido alguna vez con ropa de Itziar, su hermana mayor, que recientemente había abandonado el domicilio familiar para irse a Madriz a hacer prácticas de auxiliar de enfermería en el Hospital de La Paz. En estas ocasiones furtivas, siempre con el pestillo de la puerta echado, se atrevía a ponerse un vestido de verano, ligero y volandero, y se miraba al espejo con un sentimiento de culpa no exento de voluptuosidad. Pero al margen de estas raras y secretas ocasiones, la Encapuchada n.° 1 vestía siempre botas militares con hebillas, gruesos jerseys, pantalones llenos de bolsillos y la capucha cuando procedía, de tal modo que nadie que la viera rascarse los fondillos de la entrepierna y soltar gargajos a cinco metros de distancia hubiera podido sospechar sus vergonzantes accesos de coquetería femenino.

Todo ello explica su reacción cuando, de vuelta al hotel, el Encapuchado n.° 6 le dijo que convendría que se pusiera una falda para ir a cobrar el cheque.

_¿Una qué? —preguntó, adelantando la cabeza entre los hombros.

—Y mejor si también te pones tacones y te maquillas un poco... Es importante que parezcas una fascista retrógrada.

—Oye, ¿a ti te han partido alguna vez la cara? —Es por la causa, joder... —intervino n.° 5. —Y no se lo vamos a decir a nadie —apoyó n'4,

. que estaba deseando volver a ver a la Encapuchada n.° 1 sin jersey.

—¿Y si es por la causa, por qué no maquilláis y les ponéis tacones a éstos? —propuso ella, señalando con el pulgar a los chicarrones de Pronosti.

—Porque miden 1,80, calzan el 48 y tienen pelos en las piernas —dijo n.° 6—. Y además los necesito para guardarte las espaldas cuando salgas del banco.

—Pues si tienen pelos que se depilen a la cera y yo les guardo las espaldas, la hostia...

Los aludidos se miraron entre sí con cierta alarma: —A mí no me depila ni san Blas, me cago en tal —dijo n.° 2.

—Y además nosotros no tenemos tetas, joder —opuso n.° 3, haciendo gesto de abultamientos torácicos.

—O sea, que me toca pringar porque tengo tetas, ¿es eso? Sois unos putos machistas, la hostia. Por la misma regla de tres, vosotros que tenéis pelotas po dríais entrar disfrazados de papanuel —argumentó, ya como gato panza arriba.

—No seas tan cabezona, joder... Si nos están vigilando esperarán ver llegar a uno o varios tíos, no a una mujer vestida de Paris Hilton. Toda la operación depende de ti: ¿quieres que le expliquemos a Koldo que hemos perdido tooooo euros para la causa revolucionaria porque no te querías poner unos tacones? Hay que ser patriota, la hostia: Gora Euskal Herria. . . mora —gritaron los demás.

La Encapuchada n.° 1 suspiró y, con evidente resignación, se dejó caer sobre la cama de 1,5o con los brazos abiertos:

—¿Me juráis que no se lo diréis a nadie? dijo, mirando al techo de la suite.

—¿Que no vale la palabra de los camaradas, o qué...? Venga, la hostia, que hay que comprar los trapos antes de que cierren las tiendas.

La Reina Eusebia, sentada en su butaca Imperio y rodeada de Berto, los Presidentes autonómicos con lengua propia y el chambelán, había sido puesta en comunicación telefónica con Andreu, el
President
de la Generalitat.

—Majestad, es un honor recibir su llamada, ¿se encuentran bien su esposo y los Infantes?... —dijo el
President
, que no tenía ni idea de a qué podía deberse la inesperada llamada pero siempre procuraba ser muy polite con la monarquía.

—Déjate de zarandajas: ¿qué habéis hecho con esa máquina de los idiomas? —cortó la Reina para ir directamente al grano.

El
President
, después del sobresalto, movió los ojos a uno y otro lado de su despacho en la Generalitat sin encontrar en las paredes mejor respuesta que ésta:

—¿Qué..., qué máquina, Majestad?

—No te hagas el tonto que nos conocemos: esa que les habéis dejado a los vascos.

—¿A los vascos?... Nosotros no les hemos dejado ninguna máquina a los vascos...

—Pues dice Satrústegui que se la habéis prestado a un comando de Innombrables para que secuestraran al Presidente del Gobierno, y ahora está el pobre que sólo habla euskera y quiere convocar un nosequé de independencia...

—Eso es una calumnia, nosotros no hemos prestado nada: los vascos nos la han robado —alegó el
President
, que, sin tiempo para asimilar las noveda des, terminó confesando la propiedad del Reconector a cambio de no ser acusado de connivencia con quién sabe qué fechorías podían haber cometido los Innombrables.

—¿Y a ti te parece bonito, andar con máquinas de esas para lavarle el cerebro a la gente? —recriminó la Reina, en tono severo.

—Pero Majestad, si es para aprender idiomas, y nosotros la compramos, pagando, eh, y sólo la usamos con voluntarios que firmaron un contrato completamente gratuito...

—¿Y no ves que esas cosas las puede robar cualquiera, y estos vascos son como los críos, que basta que les prohíbas una cosa para que se lancen de cabeza a por ella?

—Pero nosotros no tenemos la culpa de... —No tenemos la culpa, no tenemos la culpa... —imitó la Reina con voz meliflua—. No seas acusica, demonio, que está muy feo. Que los vascos son unos botarates ya lo sabemos, pero vosotros tendríais que tener un poco más de conocimiento que ellos, carajo. ¿No dices siempre que España es diversa?, pues los andaluces somos gandules pero graciosos, los aragoneses cazurros pero nobles y a vosotros os toca ser tacaños pero juiciosos, caramba, si no dónde está el hecho diferencial...

Al
President
de la Generalitat no había cosa que le doliera más que le pusieran en duda el seny catalá: —Majestad, yo le juro por la Virgen de Montsecret...

—No me jures y mueve el culo, anda. Tengo aquí al Ministro del Interior que no le llega la camisa al cuello: envíale la maquinita esa al Hospital de La Paz, que le pongan bien el idioma al Presidente y aquí no ha pasado nada.

—Pero si el Reconector no lo tengo yo...

—Pues lo pintas, carajo, o lo buscas, o compras otro. ¿No nos has metido tú en el lío?, pues apechuga.

Cuando la Reina colgó, el
President
se quedó de brazos caídos sobre su butaca. Todo aquello era realmente injusto: un grupo ilegal de independentistas vascos robaban varios vehículos privados, asaltaban una academia de idiomas, sustraían equipamiento propiedad del Departament de Cultura de la Generalitat, secuestraban nada menos que al Presidente del Gobierno, le reconectaban las neuronas contra su voluntad, y resulta que los culpables de todo terminaban siendo ellos, los catalanes, como siempre. Sólo faltaba que alguien relacionara el Reconector con los cuatro cadáveres de Calabella para que José Domingo de la Cascada empezara a llamarlos asesinos por la radio.

Era en ocasiones como ésta cuando el
President
entraba en un estado de melancolía profunda. —No nos quieren —dijo en voz alta, pero sólo para las paredes del Palau de la Generalitat—: en España no nos quieren.

Y se quedó dándole vueltas a la caja de Aeroret como si fuera un cubo de Rubik mientras, callada y pausadamente, atardecía en el Pati deis Tarongers.

El comisario FréreJacques, con su lista de seis ciudadanos extranjeros en peligro inminente de muerte, trataba de comunicarse con las autoridades' españolas.

Asistido de un traductor, primero llamó a la Secretaría de Presidencia, donde le dijeron que el señor Presidente estaba de viaje oficial en Laponia y que debía dirigirse al Ministro del Interior. En el Ministerio del Interior le comunicaron que el señor Ministro se hallaba reunido con la Reina, pero ya que se trataba de un asunto policial le sugirieron comunicarse con la Jefatura Superior de Policía. Allí le informaron de que las competencias en materia de investigación criminal en Cataluña estaban transferidas a cierta institución llamada «Gobierno Autonómico». En la Generalitat le dijeron directamente en francés que, tratándose de ciudadanos extranjeros, las competencias las conservaba cierta otra institución llamada «Gobierno Central», pero que, siendo un caso de investigación policial, le aconsejaban ponerse en contacto con la Interpol en Lyon, France, y, muy amablemente, le facilitaron su propio número de teléfono junto con la recomendación de que preguntara por el comisario FréreJacques.

Llegados a esta primera vuelta al círculo, el comisario comprendió que se las había con españoles, gente sin duda simpática pero un tanto desordenada, así que decidió salir de la brigada a tomarse otro café au lait para hacer acopio de paciencia.

La dependienta ucraniana de los almacenes Pyrénées quedó bastante sorprendida ante la aparición a última hora de la tarde de aquellos seis individuos en la sección de boutique femenina.

No era infrecuente que una muchacha acudiera a comprar ropa en compañía de su novio o pareja, y tampoco que le pidiera opinión acerca de cómo le sentaban las prendas que se iba probando —lo cual solía confundir sobremanera a los novios o parejas—.

Pero que una mujer apareciera acompañada de cinco hombres malos de ellos de tamaño armario ropero—, y que los cinco, hablando entre ellos en una lengua incomprensible, se tomaran tan en serio su papel de asesores e hicieran toda clase de gestos y comentarios sobre las redondeces que la muchacha exhibía, era desde luego bastante raro. Sólo uno de los hombres, el que parecía más tímido —y también el más guapo—, se mostraba un poco retraído y hasta se diría que molesto por los comentarios de sus amigos, al extremo que la dependienta ucraniana creyó adivinar en sus bonitos ojos de largas pestañas el monstruo verde de los celos.

Finalmente la muchacha, que bajo el holgado jersey y los pantalones militares resultó que estaba más que bien formada, se había quedado una falda de tubo de color gris, una chaqueta torera fue según explicó se pondría sobre un body de Victoria's Secret que tenía en el hotel—, medias finas, zapatos negros de aguja y un bolso a juego. Durante un rato, mientras ella pagaba en metálico, los cinco hombres parecieron discutir sobre el peinado que debía llevar —los dos más grandes preferían la melena suelta, otros dos que se la recogiera en un peinado alto, y el guapo proponía encasquetarle un gorro—. Después preguntaron en español por el departamento de cosmética y se fueron mostrándole a la muchacha cómo debía hacer gestos feminoides y contonear las caderas al caminar, lo cual dio lugar a una acalorada reacción de ella en aquella extraña lengua de la que sólo se entendían las palabrotas.

Eran las once de la noche cuando, impresas las octavillas y acordado el plan de acción para la mañana, el inspector, Corrales, Jazmín y Frederic terminaban de cenar en el restaurante del hotel.

Corrales, excitado y verborreico como un niño en su primera noche de excursión, había amenizado la velada detallando algunas de sus trepidantes aventu ras en la oficina de mercancías del puerto de Calabella —como cuando recibieron unos huesos de neanderthal para el Museu d'História de Catalunya y el pastor alemán de la aduana los estuvo royendo hasta que el cabo de guardia se dio cuenta—. Llegados al momento de cafés y copas, había deleitado también a sus compañeros de mesa con algunas anécdotas de su servicio militar, con tan creciente emotividad, que al segundo Napoleón se puso en pie para entonar el himno de Infantería —«Ardor guerreeero vibra en nuestras voooces / Y de amor patrio henchido el corazoón... »—. El inspector, conmovido por la apostura
Zen
de Corrales —la mirada al cielo, la diestra sobre el corazón y la siniestra alzando la copa de coñac—, se levantó también para ensayar una vigorosa danza samurái; que le venía que ni pintada al cántico. Frederic le buscó entonces los ojos a Jazmín, quizá para ver si estaba tan atónita como él y el resto de los comensales del restaurante, pero los ojos de jazmín, así como su sonrisa zalamera, eran en aquel momento sólo para el inspector, que daba saltitos en posición de luchador de sumo con el rostro hierático de un guerrero de terracota. Así que Frederic aprovechó el final sincronizado del himno y la danza para alegar que la compañía era muy grata, pero ahora recordaba que se había dejado el grifo de la piscina abierto y tenía que retirarse.

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