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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor

Sakamura, Corrales y los muertos rientes (20 page)

Las últimas anotaciones del inspector informaban de que un grupo de Innombrables vascos —el comisario había oído hablar de ellos en referencia a la apo teosis de los chicles en las cerraduras del Ministerio de Hacienda español— habían robado el Reconector en Calabella y que, por tanto, la investigación se centraba ahora en seguirle la pista a ese comando, a lo cual el inspector se aplicaba de inmediato junto con su colaborador español de la Guardia Civil.

Añadía una lista escrita en letras occidentales con varios individuos sometidos a reconexión lingüística al catalán que, a juicio del inspector, deberían ser examinados médicamente con fines preventivos.

Sentados en la terraza de la plaza Rebes, los Innombrables observaron la fachada reflectante de la Petita Banca Andorrana.

—Joder, estos bancos parecen museos de Gehry —dijo el Encapuchado n.° 2.

—Qué hablas, tú; pues no son poco más modernos, en Bilbo —discrepó la Encapuchada n.° 1. Como todavía no sabían cuál era la bebida típica del lugar, los seis pidieron cerveza y unas aceitunas rellenas, lo que, según les pareció, no podía ofender a nadie. Sin embargo, con vistas a la cena, el Encapuchado n.° 5 había ya captado una señal WiFi y conectado su portátil a la red en busca de información sobre lo que debía comerse en Andorra para ser respetuosos con la cultura local:

—«Tratándose de un pueblo de las cumbres —leyó—, donde abundaron las especies favoritas de la cacería como el ciervo, el sarrio, la ardilla y el conejo, gran parte de los platos característicos andorranos tienen como fuente principal la carne de alguno de estos animales.»

—¿Ardilla? —preguntó n.° 4 con cara de aprensión—. No me digas que los andorranos comen ardilla.

—A la brasa, será —aventuró el Encapuchado n.° 2, empezando a salivar.

El Encapuchado n.° 5 no supo dar razón exacta, así que buscó en el Google alguna receta de ardilla; encontró unas cuantas páginas en respuesta y leyó una al azar:

—... Se recomienda utilizar ardillas grises, ya que las rojas son menos carnosas y por alguna razón tienen más nervios y glándulas. Antes de empezar se le atan las patas a la ardilla para que no arañe. A continuación se le retiran los ojos con una puntilla y, una vez indefensa y ciega sobre una superficie dura, se toma una maza de madera y se le rompen todos los huesos del cuerpo. Debe procurarse, a fin de que no se endurezca la carne, que el animal no muera en el proceso. A continuación, se le socarra el pelo en el fogón y se introduce el animal en una cazuela de agua hirviendo con hinojo y sal, cuidando de haber dispuesto una tapa con cierre porque la ardilla tiende a saltar al contacto con el agua. Espere dos minutos a que la ardilla deje de aullar y... »

—Oye, cacho psicópata, ¿tú de dónde sacas las recetas? —preguntó la Encapuchada n.° 1, que pese a su rudeza era amante de los animales pequeños y peludos (a excepción de la rata).

—¿Yo?, la primera que m'ha dau por pinchar, joder:
www.cocinagore.com
.

—Pues ya puedes buscar algún plato que no aúlle mientras lo cocinan, oyes, porque si no me voy a cenar a un puto McDonald's, por muy capitalistas yankis que sean.

Entretanto, el Encapuchado n.° 6 observaba atentamente la plaza y, en especial, la fachada de la Petita Banca Andorrana. Había algo que no le gustaba de todo aquello: alguien —al menos la propietaria del Porsche donde la Encapuchada n.° 1 había encontrado el cheque— sabia que ellos tenían que ir a cobrarlo justamente allí y exactamente el día 25 por la mañana.

Revisó por enésima vez la documentación que la n.° 1 había sustraído del coche junto con el talón. Aquella tal Enrica Bellmunt 1 Somatent, nacida en Andorra el 17 de mayo de 1967, era, cuando menos, una mujer adinerada. Primero porque conducía un deportivo carísimo, segundo porque abandonaba alegremente en la guantera cheques al portador de 100.000 euros, y tercero porque estaba afincada en Andorra y, a juzgar por las apariencias, administraba una sociedad con el prometedor nombre de La Belle Jazmín.

Cierto que en la foto del pasaporte no parecía persona especialmente peligrosa —todo lo contrario: sus labios henchidos de glucógeno pronunciaban la M in vitando a un franco acercamiento—, pero era posible que hubiera solicitado alguna clase de ayuda para interceptar a los ladrones. Desde luego no a la policía española, que estaba fuera de jurisdicción, pero quién sabe qué colaboradores, contactos y amistades podía tener una mujer de aquellas características, teniendo en cuenta además que estaba en su propio territorio.

Quizá en aquel mismo momento les estuvieran preparando una celada...

El Encapuchado n.° 6 escudriñó la plaza en redondo bajo la sospecha de que alguien podía estar observándolos. Tuvo entonces la sensación de estar jugando una especie de partida de ajedrez a un solo movimiento, y ese movimiento tendria que ejecutarse con mano maestra a la mañana siguiente. Lo peor era que el enemigo resultaba, por el momento, invisible: podía ser cualquiera de los que andaban por la plaza con aire inocente. En cambio ellos, seis individuos con barbas postizas sentados frente a la fachada de la Petita Banca Andorrana, eran muy fácilmente relacionables con el robo del cheque.

—Apaga y vámonos, no me gusta esto —le ordenó a n.° 5, que había empezado a buscar en Internet recetas de ciervo.

—¿Qué pasa? —dijo la Encapuchada n.° 1, que se había hecho a la idea de pedir otra ración de aceitunas rellenas.

El Encapuchado n.° 6 no contestó, sólo se frotó las sienes y dijo para sí mismo:

—Tengo que pensar...

Con la misma afición con que los Ministros del Gobierno aprovechaban cualquier ocasión para salir pitando de viaje oficial, los Presidentes autonómicos gustaban de escaparse improvisadamente a Madriz con alguna excusa institucional —excepto Satrústegui el vasco y Andreu el catalán, que como eran los más diferenciales solían irse directamente al extranjero para hacer política exterior por su cuenta—. La razón de tan singular querencia se hallaba en el anonimato que la capital otorgaba a los políticos periféricos, lo que invitaba al copeo y la deambulación noctámbula sin riesgo de ulteriores reproches conyugales.

Eso explicaba que, en menos de veinticuatro horas, se hubiera convocado una delegación de varios Presidentes autonómicos con lengua propia para protestar ante la Reina. En concreto habían acudido Nicolás el de Aragón, Vicentet el valenciano, Xosé el gallego y Pelayo el asturiano —el canario y el balear alegaron problemas para reservar vuelo, y tampoco nadie representaba los intereses del aranés, quizá debido a que eran responsabilidad del
President
de la Generalitat catalana, quien ya tenía otra lengua propia más elegante y cosmopolita de la que ocuparse.

Naturalmente, los cuatro que habían acudido traían unos presentes regionales: longaniza y morcillas de arroz, varios kilos de naranjas, queso de Cabrales y un centollo gallego que todavía movía las pinzas frenéticamente.

Cargados con ellos llegaron al salón donde la Reina y el Ministro del Interior habían estado departiendo. Hubo saludos verbales y, a indicación de la soberana, que señaló repetidamente con el abanico sin acercarse, los Presidentes depositaron sus ofrendas sobre una mesa Chippendale del Patrimonio Nacional. Acto seguido, tomó la palabra Nicolás:

—Majestad, venimos a denunciar un atropello. —Para eso hay que ir a la jefatura de tráfico, queridodijo la Reina.

—Perdone Su Majestad: quería decir una injusticia.

—Para eso al juzgado de guardia...

A Nicolás, que había estudiado FP Electrónica, se le terminaron los sinónimos. Pero acudió en su ayuda el asturiano, que era licenciado en derecho:

—En realidad, lo que venimos a denunciar exactamente es un agravio comparativo, Majestad —matizó Pelayo.

—A ver, qué agravio comparativo es ése —preguntó la Reina, sentándose pesadamente en su butaca Imperio al comprender que no tendría más remedio que escuchar a aquella panda de débiles mentales.

—Mi señora: hemos sabido que el Presidente del Gobierno ha aprendido a hablar en vasco, y nos parece que eso no es justo dijo Nicolás.

El Ministro del Interior, con perfecto aplomo de

Ministro del Interior, no dijo nada, pero un sobresalto traicionó su sorpresa por lo rápido que corrían las noticias.

—Ya —dijo la Reina—. ¿Y qué es lo que os parecería justo exactamente?

—Pues... si habla vasco debería también hablar fabla aragonesa —dijo Nicolás, pero enseguida los otros tres carraspearon y añadió—: Bueno, y gallego, bable y valenciano...

—Che: que no es lo mismo lo valenciá que lo catalá, eh —puntualizó Vicentet, alzando un índice para dejar constancia también iconográfica de su apostilla.

—Ah: y guanche —añadió Nicolás, que estaba repasando de memoria las distintas lenguas propias de la España inexistente.

—¿Y silbo canario? —preguntó la Reina, con una ironía que no todos captaron—, ¿no estaría bien que aprendiera también silbo canario?

—Bueno, y menorquín... —completó el asturiano, que consideró justo y noble hablar por su amigo el Presidente balear, con el que cada Semana Santa cambiaba una cabaña en Cangas de Onís por una casita en Binibeca.

Entretanto, sobre la mesa Chippendale, el centollo estaba atacando al queso de Cabrales a pellizcos, y el Presidente gallego, enrojeciendo hasta las orejas, tuvo que reconvenirlo a manotazos.

—Si es que está fresquiño, fresquiño —se disculpó por él ante la Reina.

Pero la Loles se había llevado las manos a la cara para tapársela y no ver lo que tenía delante.

—Anda, diles tú algo, que eres el Presidente en funciones —le dijo a Berto, que había asistido a la escena sin intervenir.

—¿Presidente en funciones? —preguntó Vicentet, que como era del PEPE valenciano estaba deseando encontrar evidencias de desgobierno para correr a decírselo a Fernández Plancha.

—Sí, eh..., estaba a punto de convocarlos a todos ustedes para darles noticias sobre lo ocurrido al Presidente —mintió Berto con gran talante socialista—. Pero veo que ya han tenido noticias, no sé exactamente por qué conducto...

—Por el gord..., por Satrústegui dijo Nicolás, que aunque también era socialista, era maño y le costaba más mentir con naturalidad, incluso callarse por si acaso.

—¿Satrústegui? —repitió el Ministro Berto, mientras le parecía ver una lejana luz en aquel embrollo.

—Sí, y dice que los catalanes tienen una máquina para aprender idiomas y que se la han prestado a los vascos para que le enseñen euskera al Presidente —re pitió Nicolás la versión edulcorada que le había sido dada desde Bilbao—. Y digo yo que si el presidente va a salir hablando euskera por la tele, tenemos derecho a que fable habla..., o sea..., a que hable fabla —nuevos carraspeos de sus colegas—. Bueno, y gallego, y eso...

—¿Los catalanes! exclamó Berto, recordando las sospechas del Presidente sobre algo cociéndose en Cataluña—. Así que todo esto es culpa de los catalanes...

—Che: eso ya lo sabía yo... Si son unos imperialistas —dijo Vicentet.

—Cómo se ve que aquí hay autonomías de primera y de segunda... —se quejó Nicolás—. Yo digo que si los catalanes tienen una máquina de aprender idiomas, nosotros también tenemos derecho a una, ¿o no?

—¿Y de dónde han sacado los catalanes una máquina semejante? —preguntó Berto.

—Dice Satrústegui que las venden en Oriente Medio, pero a precios para autonomías ricas —informó Nicolás—. Y como aquí los que manejan dinero son los de siempre...

En la mesa Chippendale, el centollo hacía pompas y salivillas con sus diminutas piezas bucales mientras la conversación pasaba desde el mero intercambio de in formación y rumores sobre lo sucedido con el Reconector hasta el conocido entretenimiento de sobremesa de criticar a los catalanes. Incluso el Presidente asturiano, que no era especialmente dado al juego, se dejó llevar por el clima de tertulia y relató una reveladora anécdota de sus últimas vacaciones, cuando una estanquera de Calabella le respondió en catalán a pesar de que él le habló en castellano. Los demás Presidentes, por su parte, aportaron abundantes testimonios de segunda o tercera mano que avalaban la fama de malcarados, sosos, tacaños y poco solidarios que tenían los catalanes. Por último, más allá de la casuística, el Ministro de Interior Berto aportó un valioso dato antropológico al afirmar que, por influencia de la cultura y tradición judía, los catalanes eran gente dada a tirar la piedra y esconder la mano, y que ya hacía tiempo que el gabinete de gobierno estaba investigando ciertos movimientos sospechosos en la región.

Fue entonces cuando el intrépido centollo se lanzó hacia el queso con tal furia que hizo rodar varias naranjas valencianas y cayó él mismo sobre la alfom bra del Patrimonio, a cuyo cálido y musgoso contacto desovó abundantemente.

El chambelán se acercó para retirar el marisco entre las disculpas del Presidente gallego:

—Si es que la criaturiña está recién sacada de la mar...

—Vamos a ver —trató la Reina de poner un poco de orden—, ¿pero lo que habla el Presidente no es euskera?

—Euskera total dijo Berto, tratando de darle énfasis a la tragedia.

_¿Entonces qué demonios tienen que ver los catalanes?

—Bueno..., el Reconector de hablar idiomas es de ellos —argumentó Berto—. Y, no sé..., a lo mejor si se lo volviéramos a conectar pero al revés recobraría sus cabales...

La Reina suspiró resignadamente. —A ver, chambelán, tráete el teléfono.

Pero el chambelán se las estaba viendo en aquel momento con el centollo, que sintiéndose atrapado por el abdomen, trataba de recobrar su libertad a alicatazos.

Ya de vuelta en el Gran Hotel dels Pirineus, concretamente en el despacho del tantan amable Frederic fue resultó ser el gerente del establecimiento—, el inspector Sakamura se vio en la tesitura de pedir lo que necesitaba para pergeñar su plan:

—Persona de computadora. Mucho anuncio andorrano. Papel de verde amarillo, escribe letra española —dijo, haciendo pantomimas con la octavilla que le había tomado al repartidor en la plaza Rebes. —Si papel de wáter ya tienen las habitaciones, Maestro —explicó Corrales, que confundió cierta parte de la mímica del inspector.

Después de muchos esfuerzos y la intervención de un camarero hondureño del bar del hotel —que no hablaba japonés pero al menos era bajito y de le jos, como el inspector—, se supo que éste requería un ordenador con procesador de textos y alguien que supiera manejarlo para componer e imprimir una octavilla parecida a la que agitaba tan vehementemente.

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