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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor

Sakamura, Corrales y los muertos rientes (22 page)

Teniendo en cuenta que la mañana siguiente prometía ser movida, aquél parecía el momento oportuno para que todo el mundo se fuera a dormir. Sin embargo, Corrales prefirió ir a tomarse la penúltima al bar y se despidió del inspector haciéndole obscenos gestos de complicidad en un momento en que Jazmín no miraba. El inspector, por su parte, se puso un poco Gouda, sacudió la mano como para desconsiderar las tonterías de Corrales y entró en el ascensor siguiendo a la homenajeada.

No hubo asalto súbito mientras la cabina subía. Los dos ocupantes llegaron al ático.

El inspector acompañó a la dama hasta la puerta de su habitación.

Ella abrió su pequeño bolso de mano y buscó algo.

—Mmmm, por cierto, Maestro, ¿no cree que podríamos repasar algunos puntos que no tuvimos tiempo de tratar anoche en profundidad? erijo, mientras con su mano de largas uñas rojas introducía la tarjeta de apertura en la ranura prevista a tal efecto en la puerta.

—Ah, no posible, ji, ji: Viejo Maestro lanza flecha, Joven Aprendiz sigue dirección —dijo el inspector, dando de esta forma por terminada la interrupción del celibato que se había impuesto con fines estrictamente pedagógicos.

—Mmmm, hace tantotanto tiempo que no cuento con un caballero protector... ¿No ha pensado nunca en dejar la Interpol y dedicarse al cuidado de alguna dama independiente?, estaría usted tantan sexi en un Aston Martin color arena...

—Ah, no, ji, ji: yo lava escudilla friega suelo —dijo el inspector, antes de saludar en gasso y siguir por el corredor con sus pasitos cortos.

—Oh, qué hombre tantan arrebatador —dijo la Agente 69 apoyada en el quicio y aireándose la melena detrás de la nuca.

Antes de acostarse, un poco nerviosa por lo que les esperaba al día siguiente, la Encapuchada n.° 1 quiso ensayar con los zapatos de tacón y los útiles de maquillaje.

Ante el espejo del baño, la sobresaltó el sonido de unos nudillos llamando a la puerta de su suite y se fue de la raya con el perfilador de labios.

Doy yo —se oyó que decía tras la puerta la voz de n.° 4

N.° 1 se puso la capucha antes de abrir y encontrarse a n.° 4 con un cubo plateado del que asomaba una botella de champán, dos copas de sombrilla y una rosa que, a falta de más manos, sostenía entre los dientes.

—Dónde vas con eso, la hostia —dijo n.° 1.

N.° 4, impedido por la rosa, no pudo contestar hasta que ella se la retiró de entre los labios y la plantó entre el hielo del cubo.

—Es que como mañana terminamos la acción y no sé cuándo volveremos a vernos..., había pensado que...

—Habías pensado que qué...

N.° 4 se quedó un momento callado, y durante ese momento juntó todo su valor para decir:

—Que si querrías ser mi pareja de hecho renovable por semestres.

Una oferta de compromiso tan largo sorprendió a la Encapuchada n.° 1, de modo que pasaron tres segundos de silencio en los que miró al solicitante de arriba abajo:

—¿Pero tú tienes estudios, piltrafilla?

—Pues, hice hasta segundo de BUP..., pero mi padre es constructor...

—A buenas horas, en plena crisis inmobiliaria... —Y también he hecho un cursillo de Represión Tántrica de la Eyaculación...

—Eso es fácil: ahora lo hacen hasta los machistas... —Bueno, no hace falta que me contestes ahora, pero quiero que sepas que haría cualquier cosa para procurarte orgasmos múltiples y plenamente satisfactorios —imploró n.° 4.

La oferta era tentadora.

—¿Pasarías el aspirador los sábados mientras yo me voy a tomar el hameiketako con mi cuadrilla? —Todos los sábados del semestre.

Eso era todo lo que la Encapuchada n.° 1 esperaba oírle decir a un pretendiente.

—Bueno, ya hablaremos —dijo de todas formas, para que no se hiciera muchas ilusiones, antes de cerrarle la puerta en las narices.

Tres

A las nueve de la mañana, sin haber apenas pegado ojo, Berto había vuelto a reunirse con parte del Consejo de Ministros en la sede del Partido Socialista Progre Español.

Como era la hora de la filípica radiofónica de don José Domingo de la Cascada, todos los presentes la siguieron atentamente antes de entrar en parlamentos:

«...resulta que estos pinchapompas socialistas nos han metido a los sufridos ciudadanos en la peor crisis económica que se recuerda, y como medida de choque no se le ocurre otra cosa al besamerluzas del Presidente que marcharse a Laponia, nada menos que a buscar níquel... Pues ni que les dieran comisión a los socialistas, señores... Y dicen que es para construir el trazado del AVE en Tenerife, lo que supongo que permitirá viajar de Santa Cruz a La Laguna en 45 segundos... »

—Se lo ha tragado —exclamó el Ministro de Administraciones, empujándose las gafotas con el dedo anular—: ironiza pero se lo ha tragado...

—Chssst —hizo callar Berto, hasta que don José

Domingo terminó de despotricar y pudo apagar la radio con un suspiro de alivio.

Se hizo el silencio y todos se relajaron visiblemente en sus asientos de respaldo alto.

—Bueno, y qué solución te dio ayer la Reinapreguntó el Ministro de Administraciones.

—La Reina poca, pero parece que a Nicolás el maño le dijo Satrústegui que los catalanes andan detrás de todo, tal como yo sospechaba —contestó Berto.

—Estos catalanes... —dijo Pachorra del Cuajo. —¿Pero qué ha pasado exactamente? guiso entrar en detalles el Ministro de Administraciones. —Oggg, de verdad: siempre les echáis la culpa de todo a los catalanes... erijo la Ministra de Igualdad, que era polaca por parte de abuelo y se sabía lo de los Setze jutges d'un jutjat.

—Si les echamos la culpa de todo por algo será... —adujo Pachorra.

—Pues se ve que compraron hace poco algo asi como una máquina de cambiarle el idioma a la gente y se la dejaron a los vascos... —le contestó Berto al Ministro de Administraciones—; bueno, lo que dicen los catalanes es que se la robaron los Innombrables que secuestraron a Paquito..., pero eso es lo de menos...

—Ah, pues entonces si los caballeros andropáusicos con perilla tienen fama de machistas por algo será también —le espetó la Ministra de Igualdad a Pa chorra del Cuajo, iniciando otra de las tipicas conversaciones cruzadas del Consejo de Ministros. —Y dale Perico al torno... ¿Qué tendrá que ver ahora el machismo? —protestó Pachorra, dejando por un momento de mesarse la perilla.

—Creo que he oido hablar de esas máquinas —intervino el Ministro de Exteriores, que acababa de llegar de un viaje oficial a Estados Unidos—, las empezaron usando los fundamentalistas islámicos para liar a los embajadores norteamericanos en Oriente Próximo... —Es lo mismo: machismo y fobia a los catalanes es exactamente lo mismo: puro resabio fascista... —dijo la Ministra de Igualdad.

—El caso es que el proceso es reversible, pero se necesita disponer de una de esas máquinas —siguió explicando Berto.

—¿Y de dónde vamos a sacarla? —quiso saber el Ministro de Administraciones.

—Yo creo que lo mejor es esperar a que los catalanes la encuentren, o a que compren otra y nos la hagan llegar... —dijo Berto.

—Yo no les tengo fobia a los catalanes —se defendió Pachorra del Cuajo—, son ellos los que se aprovechan electoralmente de nuestras siglas y des pués no paran de saltarse la disciplina de coalición, y discutirnos los presupuestos, y tocar los cojones... —Oggg, eres lo peor: ¿es que no puedes argumentar sin hacer continua mención a esas patéticas glandulillas que os hacen sentir tan orgullosos a los machistas?

—Te vuelves a equivocar, tampoco soy machista: sólo soy partidario de amordazar a algunas mujeres, no a todas guiso zanjar Pachorra mirando malévolamente a su oponente.

—¿Y tú crees que los catalanes van a tener mucho interés en sacarnos del apuro? —preguntó el Ministro de Exteriores.

—Eso es lo que no termino de ver claro —dijo Berto.

—Bueno: si no nos ayudan a que el Presidente del Gobierno vuelva a sus cabales, las próximas elecciones se las lleva Fernández Plancha de calle, y siempre estarán mejor los catalanes con nosotros que con mayoría absoluta del PEPE, ¿no? Después de todo nos presentamos coaligados con ellos —razonó el Ministro de Administraciones.

—Sí, tú fíate: a cambio de cuatro concesiones fiscales estos catalanes son capaces de gobernar en coalición con el mismísimo diablo. ¿No ves que lo único que les interesa es la puta pela? —dijo Pachorra del Cuajo, que trataba de reincorporarse a la conversación importante.

—Perdonad: pero si vais a seguir con vuestro discurso xenófobo y machista contra los catalanes, yo me levanto y me voy de viaje oficial —amenazó la Ministra de Igualdad.

—Y dale con el machismo... —dijo Pachorra.

A las nueve de la mañana, hora de apertura de los bancos en Andorra la Vella, la mayoría de los comercios no habían abierto todavía, pero el tráfico de automóviles y transeúntes era intenso.

El inspector y Jazmín estaban en sus puestos, sentados en la terraza de la plaza Rebes, y Corrales había empezado a repartir octavillas en la acera, sin la gorra de Adidas y con algo de resaca.

El primer cliente del banco entró sobre las nueve y cuarto: un cincuentón bastante orondo con una vestimenta extemporáneamente juvenil, en especial los vaqueros de última moda, que se compraban ya con la cremallera rota y salpicaduras de vómito en los bajos.

Corrales, según las precisas instrucciones del inspector, no le dio la octavilla al entrar, sino que esperó para entregársela a la salida. Pero antes de que saliera el gordo, entró también en el banco una pareja de mediana edad con aspecto de extranjeros del norte, a juzgar por su estatura y rubicundez. Luego pasaron diez minutos sin que entrara ni saliera nadie y Corrales empezó a cansarse, a tal punto que dejó de repartir a todo el que pasaba y empezó a entregar una octavilla sólo de vez en cuando, en especial a las mujeres, sobre todo a las menores de cuarenta, y con clara preferencia por las que lucían escote.

Cuando salió el gordo de los pantalones vomitados, jazmín y el inspector se incorporaron un poco en sus asientos de la terraza, quizá por temor a que Corrales no estuviera lo bastante atento para salirle al paso. Pero lo estuvo: le entregó la octavilla y el gordo la tomó en un acto reflejo, sin llegar a detenerse.

Ése era el momento de escudriñar sus movimientos. El gordo le echó un vistazo al papel enlenteciendo un poco el paso; le dio la vuelta para mirarlo por detrás y, ya caminando a velocidad normal, lo arrugó con una sola mano y lo catapultó hacia la papelera del semáforo con supina indiferencia.

Sin duda, ése no era el sujeto a seguir.

Pero justo unos segundos antes de que el gordo arrugara el papel, había entrado en el banco una muchacha de menuda y esbelta figura, alzada sobre unos zapatos de tacón sobre los que no parecía andar muy segura. El inspector, con un ojo puesto todavía en el recién salido, la vio con el otro ojo entrando en la sucursal: vestía falda de tubo color gris, chaqueta torera y un bolso negro. Jazmin —que era incapaz de mover los ojos como los camaleones— no se apercibió de su entrada, y Corrales estaba en ese momento haciendo contorsiones para hurgarse el paquete genital desde el bolsillo de sus ajustados pantalones, de manera que también se la perdió.

Transcurrieron otros cinco minutos sin más entradas ni salidas, hasta que la pareja de extranjeros rubicundos salió también del banco y el hombre reci bió la octavilla de Corrales. Jazmín y el inspector centraron la atención sobre ellos. El hombre miró la octavilla un momento y se volvió hacia su acompañante haciendo una mueca de incomprensión. Dobló el papel, se lo guardó en el bolsillo de la camisa y siguió caminando pasándole la mano sobre el hombro a la mujer.

Jazmín no creyó haber detectado ningún signo de alarma en ellos, pero lo mismo miró al inspector buscando confirmación.

—Ah, no: persona roja de carne no entiende lengua españoladijo el Maestro.

Corrales, entretanto, encendió un Ducados con cierto disimulo, mirando en dirección a la mesa en la que estaba el inspector en busca de algún signo de desaprobación por su parte. Cuando el cigarrillo andaba mediado, la muchacha esbelta de los zapatos de tacón salió del banco. El fino instinto de Corrales la detectó de inmediato y dio un respingo ante lo que vio entre las solapas de la chaqueta torera. Lo que fuera que llevaba debajo a modo de sostén era blanco y con puntillas, como un papel de pasteleria que apenas recogía aquellos deliciosos profiteroles.

El inspector desde su silla supo que Corrales estaba a punto de estropearlo todo cuando lo vio tirar el cigarrillo al suelo y, en un arrebato de inspiración lírica, tender la octavilla hacia la muchacha adelantando todo el cuerpo hacia ella:

—Menuda repostería tenéis en Andorra, morena, que te iba a comer hasta las blondas...

A la muchacha de los tacones le salió entonces la encapuchada que llevaba dentro. Adelantó la cabeza sobre los hombros y, arremangándose un poco la falda de tubo para facilitarse el movimiento, le espetó al repartidor:

—Quita de'ay o te reviento la cabeza, desgraciao... Y, trastabillando un poco sobre los tacones, siguió su camino evitando tanto la octavilla como aquel fantoche vestido como su padre en las fotos de joven.

Entretanto, el inspector se daba varias puñadas en el occipital derecho, no se supo si para lamentar la debilidad de su plan o para expresar que los desig nios del chi son inescrutables; pero Jazmin le tomó el antebrazo con su larga mano de uñas rojas y le dijo: —Oh: ésa tiene que ser la horrible joven que andamos buscando, inspector: es inadmisible que mi Victoria's Secret le siente tantan bien.

El inspector no entendió del todo cuál era la prueba de convicción de Jazmín, pero como de todos modos ya había notado algo sospechoso en una jovencita que se arremanga la falda para encararse a un repartidor de octavillas, se levantó e hizo el gesto previsto para indicarle a Corrales que, terminada la fase A del plan, procedía a iniciar la fase B, a saber: seguir discretamente al sujeto señalado.

De modo que el inspector se puso en camino tras la muchacha de los tacones, Corrales tiró todo el fajo de octavillas a la papelera y siguió al inspector, y Jazmín permaneció sentada en la terraza de la plaza.

Desde ese puesto de observación privilegiado, la Agente 69 vio cómo dos individuos que estaban sentados en la misma terraza se ponían también en pie y seguían a Corrales, quien a su vez seguía al inspector, quien a su vez seguía a la muchacha de los tacones. De modo que supuso a la cola siguiendo a aquellos dos armarios roperos que parecían llevar una ridícula barba postiza.

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