Sakamura, un japonés de la Brigada de Investigaciones Especiales. El inspector Corrales, el guardia civil más incorrecto e inolvidable que haya conocido la literatura. Y la perturbadora Agente 69... En un laberinto de misterios y disparates en los que se mezcla la pesquisa crimina con el carnaval político... Una novela absolutamente delirante, en la línea de
Lo mejor que le puede pasar a un cruasán
.
La pareja de investigadores más desternillante de la literatura. Tres extranjeros muertos en la costa Brava; los tres con una sonrisa en la boca, los tres colorados como cangrejos... La cosa parece estar clara para el cabo de la Guardia Civil Rafael Corrales: tiene que haber sido cosas de medusas, cuyo veneno no afecta al producto nacional. Pero el maestro Zen e inspector Sakamura, enviado por la Interpol, prefiere cuidadosamente antes de pronunciarse sobre el asunto. Corrale conoce el terreno y la idiosincrasia del paisaje; Sakamura utiliza talentos que provienen de una cultura milenaria, y los dos conforman una pareja de investigadores más desternillante de la literatura. Pero la entrada de Sakamura en el caso parece que pone nerviosos a los estamentos más importantes del país: el
President
intenta desentrañar qué sabe el Presidente de esto, y el Lenhendakari no quiere ser menos, al tiempo que una célula de los Innombrables desembarca en Cataluña con intenciones ocultas. Lo que no tiene nada de oculto son los atributos de la agente 69, y en ellos confía planamente el
President
para que Sakamura baje la guardia, pierda su concentración zen, y deje de acercarse peligrosamente a la máquina del Reconector Neuronal.
Una mirada irónica pero nada displiciente a la España actual y a sus protagonistas, totalmente absorbente,
Tusset
despliega un talento magistral en los diálogos, en la caraterización de los personajes, que nos llegan con voluntad de dar mucha guerra.
Pablo Tusset
Sakamura, Corrales y los muertos rientes
ePUB v1.0
GONZALEZ29.10.11
© Pablo Tusset, 2009
© Ediciones Destino, S. A., 2009
Diagonal, 662-664. 08034 Barcelona
www.edestino.es
© de la ilustración de cubierta,
Bernat Lliteras para Bravo Factory, 2009
Primera edición: febrero de 2009
ISBN: 978-84-233-4129-0
El tercer cadáver apareció en la cubierta de su propio yate y resultó ser bastante feo.
No sólo por el bigote, adherido a una de esas caras redondas y dentonas que no admiten ornamentos pilosos. Ni tampoco por el voluminoso cuerpo desnudo, que habría podido confundirse con el de un cetáceo de no ser por el champiñón que le remataba el abdomen a modo de genital externo —exactamente como el pitorro de un flotador en forma de manatí—. El tercer cadáver era feo, sobre todo, porque parecía respirar; ése era el efecto que causaba el movimiento de la marea al mecerle la panza en un vaivén gelatinoso. Sin embargo, a cambio de esa turbadora apariencia de jadeo
post mortem
, no se percibía rastro de sangre o heridas y la expresión de la cara bigotuda era sonriente, placentera, diríase que de una felicidad emparentada con la estulticia.
El inspector y Maestro Sakamura se había detenido a unos metros de la tumbona de teca en la que yacía aquel muerto feo y feliz. Permaneció inmóvil unos segundos: los diminutos pies ligeramente separados las manos a la espalda, escudriñando con sus ojillos rasgados que destellaban en la penumbra de la cubierta entoldada como dos cabezas de alfiler. Cualquiera de sus colegas de la Brigada de Investigaciones Especiales con sede permanente en Lyon, Francia, habría sabido que el inspector estaba fotografiando mentalmente la escena. Ciertamente, el fotógrafo de los
Mossos d'Esquadra
ya había tomado varias docenas de instantáneas desde todos los ángulos imaginables, pero ni las más avanzadas cámaras digitales de la policía autonómica catalana podían competir con los retratos en 3D que registraba la memoria visual del venerable Maestro
Zen
enviado por la Interpol.
A su lado en la cubierta del yate, el cabo de la Guardia Civil Rafael Corrales aseguró en un gesto inconsciente la banderita española adhesiva que ador naba el broche de su reloj del Real Madriz. Mientras tanto, aventuró una explicación para aquella inaudita proliferación de cadáveres risueños:
—Esto va a ser de las medusas, lo que yo le diga. Pero el inspector Sakamura pidió silencio moviendo los brazos en un lento y elástico giro, que parecía haber sido perfeccionado durante años, y, a fin de completar su análisis organoléptico, olfateó el aire con leves movimientos de sus aletas nasales.
Al poco, con su voz ligeramente aflautada y su peculiar acento de Kyoto, dijo:
—Pimienta... Tomate... Apio... No tanto limón... Sake puro...
—Eso va a ser el blodimeri —dijo el cabo Corrales, señalando un vaso que reposaba en una mesita cercana a la tumbona junto con un periódico doblado.
—Aaaah... —exclamó el inspector Sakamura, como si la luz se hubiera hecho de pronto en su mente—. ¿Qué cosa es Blodi Meri?
—Eso colorao que se iba a tomar el muerto.
—Aaaah... ¿Bebida picante española?
—Pues va a ser que sí —dijo Corrales muy convencido, como siempre que era interpelado sobre algo sobre lo que no tenía una idea demasiado precisa—. Es una bebida mayormente andaluza: parecida al gazpacho pero sin ajo...
—Aaaah... —dijo el Maestro Sakamura, de nuevo en el mismo tono de descubrimiento triunfal—. ¿Qué cosa es Ga Pacho?
—Pues..., pa comer en verano, en vez de sopa... —¿Blodi Meri también sopa de verano?
—No, el blodimeri se bebe sin cuchara, y es mayormente pa la resaca...
—Aaaah, Re Saka... ¿plato comida española?
—Nada de comida: resaca es cuando te cueces a cubatas y por la mañana te duele la perola... —Corrales acompañó la explicación de un gesto de empinar el codo y otro de agarrarse la frente.
—Aaaah... —exclamó una vez más el inspector, y esta vez compuso una mueca de inteligencia que redobló el brillo de sus ojos casi invisibles tras las delgadas ranuras de los párpados.
—Y qué: usté cómo lo ve... —preguntó Corrales, que sentía un vago respeto hacia japoneses, alemanes e italianos, y además había sido advertido por sus superiores de que el inspector Sakamura era una eminencia en investigaciones de alcance internacional.
—Oh: muerto va a nadar por el mar —dijo el inspector, haciendo un elegante gesto de brazada
Zen
—. Cabello mojado de sal... —Se señaló sus propios cabellos, mucho más escasos y canos que los del cetáceo de la tumbona, que efectivamente parecían húmedos y apelmazados—. Después muerto sale del mar para beber sopa picante española... Sopa sin cuchara: para resaca... —Hizo esta puntualización muy serio, como si fuera de suma importancia—. Entonces, zas: muerto muere muy misterioso.
—Joder: cojonuda, la explicación... ¿Y de qué se ríe el muerto misterioso? —insistió Corrales, que ahora contemplaba el rostro del cadáver con las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones de tergal azul, siempre un poco caídos.
—Aaaah... Gran
koan
... Gran enigma para meditar silencioso...
Corrales, que iba relajando su dicción a medida que le iba tomando confianza al inspector, se encogió de hombros:
—Pues yo pa mí que la cosa está clara. Tres guiris muertos y los tres riéndose: una inglesa el domingo en la playa, un holandés el miércoles en un banco del paseo, y ahora un alemán en su yate..., los tres coloraos como cangrejos. Eso han sido las medusas, fijo; deben de tener un veneno que sólo ataca a los guiris porque nosotros ya estamos inmunizaos, o tenemos mejor piel... Pero esto es caso resuelto en cuanto nos llegue la autopsia de la inglesa: veneno de medusa que afecta al músculo de reírse. —Se pellizcó el irrisorio derecho hasta componer un rictus sardónico en su propia cara—. Lo que se llama mayormente una into'sicación de to'sinas: al tiempo.
El inspector Sakamura escuchaba a Corrales tratando de entender algo más de la mitad de lo que estaba diciendo, pero su mente privilegiada andaba ya haciendo cálculos complejos.
—¿Mucho asesinato en Calabella? —preguntó. —¿Asesinatos?, ¿aquí? —Corrales chasqueó la lengua en forma negativa—. Aquí los peces gordos del pueblo no dejan ni abrir discotecas, pa que no haiga peleas... Estos catalanes del Ampurdán son mu listos, ya lo verá... ¿Usté se cree que si hubiera asesinatos en la Costa Brava iban a venir los guiris a dejarse los cuartos? Si me dijera usté en Lloré, o en Caster'defés, no le diría yo que no, ¿pero en Calabella...? —Ahora tres asesinatos en semana, ji, ji —dijo el Maestro Sakamura, alzando tres dedos y riendo extemporáneamente, como si eso mismo dicho en japonés fuera un chiste buenísimo.
Corrales, que pese a sus simpatías no hablaba ni japonés ni alemán ni italiano, chasqueó la lengua una vez más:
—Na: medusas... Se lo digo yo, que llevo aquí destinao treinta años y he estao más aburrido que un perro con una flauta.
—Aaaah... —dijo el Maestro Sakamura, como siempre que un enigma se esclarecía en su mente—. ¿Tú no nacimiento en Calabella?
—Yo qué va... Yo soy madrileño de pura cepa: de Carabanchel nada menos, que es el barrio más cojonudo de todo Madriz.
—Aaaah... dijo el inspector—: yo come sardinas de Carabanchel...
El cabo Corrales tardó varios segundos en entender qué remota asociación de ideas había hilvanado el venerable Maestro:
—Qué sardinas de Carabanchel ni qué niño muerto: «escabeche»: se dice «sardinas en escabeche»... —corrigió, un poco picado en su orgullo castizo.
—Ah sí: mucha comida picante española —dijo el maestro sonriendo.
Acto seguido se volvió hacia los dos
Mossos d'Esquadra
que hacían guardia en la cubierta del yate, saludó en
gasso
—manos juntas, leve inclinación de cabeza—, y se retiró hacia la escalerilla de popa.
El
Honorable President de la Generalitat de Catalunya
aprovechó que su mujer había entrado en el baño para liberar bajo las sábanas un molesto cúmulo de gas que le hinchaba el vientre. Con gran placer, escuchó su estertor largo y regular, pero tuvo que reprimirlo en sus postrimerías en previsión de un indeseado final húmedo. Después, temiendo la inminente vuelta al lecho de su esposa —el chorrito sobre el agua del inodoro había dejado ya de sonar—, aireó enérgicamente las sábanas para eliminar cualquier rastro de metano embolsado.
En eso estaba cuando sonó un politono en el móvil que el
President
dejaba siempre en la mesilla:
Segur que tomba, tomba, tomba, l ens podrem alliberar...
Era el timbre escogido para distinguir las llamadas de su equipo de gobierno. En la pantalla leyó la palabra Edu, diminutivo del nombre de pila del
Conseller de Presidéncia
.
Desde luego no era buena señal que un
Conseller
llamara al
President
a pocos minutos de la medianoche.
—
Qué collons passa
... dijo el
President
después de pulsar el botoncito verde de responder.
—¿Te pillo durmiendo? dijo la versión traducida de la voz del
Conseller
.
—Casi; qué quieres... —se impacientó la versión traducida de la voz del
President
.