Read Sakamura, Corrales y los muertos rientes Online

Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor

Sakamura, Corrales y los muertos rientes (2 page)

—Malas noticias...

—¿Vas a entretenerme con muchos preámbulos?, estaba ya acostado...

—Vale, al grano: te acuerdas del Experimento Catalonia.

—Shhht... Claro que me acuerdo..., qué pasa... —dijo el
President
, bajando ostensiblemente la voz. —Pues pasa que tres de los voluntarios han muerto en circunstancias extrañas...

El
President
guardó un par de segundos de silencio. —¿Circunstancias extrañas?, ¿y eso qué cony quiere decir?

—Todavía no nos han llegado los resultados de las autopsias, pero los tres han aparecido muertos y..., en fin: sonriendo, como si hubieran muerto de felicidad; así mismo me lo ha dicho el director de los
Mossos d'Esquadra
... El último ha aparecido esta tarde: un empresario alemán que suele atracar su yate en Calabella.

El
President
no supo calibrar inmediatamente qué parte de aquella información le parecía más preocupante:

—¿Y has esperado a que hubiera tres muertos para darme noticias?

—Yo me he enterado hace un rato. Todo ha ocurrido en menos de una semana: el primer cadáver apareció el domingo, una inglesa residente en Cala bella; luego el miércoles un holandés también residente, y esta tarde el alemán...

El
President
se mesó las sienes:

—¿Y tú crees que tiene algo que ver con el... Experimento?

—Bueno..., teniendo en cuenta que se han sometido a las sesiones un total de diez extranjeros voluntarios y resulta que en la misma semana han muerto tres de ellos sin causa evidente pero en circunstancias parecidas... Tú dirás, pero a mí me parece demasiada casualidad.

—Vale: vamos a curarnos en salud: detened inmediatamente el Experimento. Busca una excusa convincente..., y no hagas el más mínimo ruido, no quiero ni pensar en que pudieran llegar rumores a
Madrit
.

—Me parece que no va a ser tan sencillo... Resulta que el alemán era uno de los principales accionistas del grupo Volkswagen, así que la noticia va a correr no ya
per Madrit
, sino por media Europa.

Mare de Déu
: ¿y quién fue el genio que pensó en incorporar a un capitoste de la Volkswagen al Experimento Catalonia?

—Bueno, las premisas del experimento eran precisamente ésas: diez personas de distintas nacionalidades, sexos, edades y niveles socioculturales...

—Pues la hemos cagao... —A estas alturas el
President
había puesto ya los pies en el suelo y trataba de organizar algo parecido a un zafarrancho preventivo—. A ver, quiero que nos reunamos inmediatamente con el director de los
Mossos
... Habrá que tratar de mantener la investigación en el estricto ámbito de...

—No te canses, Andreu: demasiado tarde. —¿Demasiado tarde para qué?

—Para mantener el asunto en ningún ámbito controlado.

El
President
suspiró:

—A ver: qué otra cosa hemos hecho mal... —Resulta que el segundo muerto, el holandés, era traductor de no sé qué brigada de investigación que depende de la Interpol, así que la propia Interpol decidió enviar a un investigador a Calabella, por lo visto un japonés que tiene fama de eminencia. Se pusieron directamente en contacto con el Ministerio del Interior y...

—¿Qué?, ¿han hablado con
Madrit
? —Eso parece...

El
President
, sentado en la cama, notó una ligera humedad en el pijama y pensó que quizá no había sido lo bastante rápido al reprimir el final indeseado de la ventosidad:

—¿Un japonés de la Interpol?,
Mare de Déu
... Quiero que alguien de los nuestros se pegue a ese investigador como una lapa. Alguien de máxima con fianza: lo presentaremos en calidad de guía, o de colaborador, o de... anfitrión, lo que se te ocurra... —También demasiado tarde. Los de
Madrit
le han asignado como guía a un cabo de la Guardia Civil, uno de los que quedan en el puerto de Calabella para el control de aduanas...

—¿Un guardia civil del puerto...? Eres un mal parit, Edu: dime ahora mismo que todo esto es una broma... aquí tengo la ficha: Rafael Corrales, 53 años, destinado en Calabella desde 1979...

—Para: para el carro: ¿me llamas a medianoche para decirme que tenemos a un
cony de
policía japonés y a un guardia civil chusquero investigando la muerte de tres voluntarios del Experimento Catalonia?, ¿es eso? Júrame ahora mismo que no te lo estás inventando para ver si me da un ataque al corazón y presentarte como cabeza de lista en las próximas elecciones.

—Te lo juro.

Cuando el
President
colgó, su mujer había vuelto ya a la cama.

—Qué pasa —le preguntó a su marido.

—Que la hemos cagao erijo el
President
, tirándose de la parte de atrás del pantalón del pijama mientras caminaba hacia el baño.

Naturalmente, el inspector Sakamura había reorganizado el mobiliario de su habitación en el hotel Marina Brava según los preceptos del
feng shui
: el arte de armonizar estancias y enseres para facilitar el flujo de
chi
, o energía vital, y equilibrar de ese modo las tensiones entre el
yin
y el
yang
.

A las cinco de la mañana se hallaba ya vestido con su
kesa
ceremonial y sentado en
za-zen
: las piernas en posición de loto completo, la espalda erguida, las manos apoyadas sobre el regazo... La inmovilidad era absoluta, y sin embargo se intuía una gran tensión en la figura, como en un arco a punto de ser disparado.

Así, en intensa meditación, controlando en todo momento el
iki
o respiración, se mantuvo hasta que en el campanario de Calabella sonaron las seis.

Después, para desentumecer las piernas, caminó por la habitación según la ancestral tradición
kin-hin
: un paso rítmico como el del faisán, que alterna tiempos de tensión y de espera y deja en la arena una huella firme y silenciosa como el rastro de un ladrón...

Tras quince minutos más de
tai chi
y otros quince de
chi kung
, el inspector salió al balcón del hotel para practicar algunas artes de combate al aire libre. Frente a la barandilla del cuarto piso compuso la postura de la grulla, en perfecto equilibrio sobre su pierna derecha, y se mantuvo así en silencio durante tres minutos. Hasta que, con potente voz de ataque que resonó en toda la avenida desierta y oscura, gritó:


Útuuuuú, assaaaaaa, ishoooooo
...

E inició una larga exhibición de
shi-sei
—posición y velocidad— acompañada de sus correspondientes articulaciones guturales y gritos paralizantes. Empezó con una bella danza
aikiro
, el arte de escamotearle el cuerpo al adversario —
úpaaaaaa, úpaaaaaa, úpaaaaaa
—, después vino un recital de piernas volando al estilo
tae kwondo

nisiiiii, nisiiiiiyaaaa
— y de seguido una retahíla de golpes secos de
karate

yóuuu, yóuuuu, utaishooooo
?

Tan concentrado estaba el Maestro que no reparó en que algunos vecinos de las fincas colindantes habían salido a sus balcones y ventanas:

—Que alguien le sacuda una patada en la boca a ese perro, a ver si deja de dar po'1 saco a las siete la mañana —sugirió un huésped del mismo hotel, que salió a la terraza en meros calzoncillos.

Tras el
sipalkido
—o camino de las 18 técnicas de lucha—, el Maestro Sakamura desenfundó su sable imaginario no menos afilado por ser inexistente y, con los ojos cerrados, recorrió furiosamente el balcón dando saltos de
kendo
, la poderosa esgrima japonesa:
icóoo, ya, icóooo, ya, icóooo
...


Per famor de Déu
—imploró una veraneante de Vic envuelta en una toalla de playa—, que hay criaturas durmiendo...

Para cuando el recepcionista del hotel, cuyo teléfono no paraba de sonar desde todas las habitaciones, salió a la calle para ver qué estaba pasando en el balcón del cuarto piso, el venerable Maestro había enfundado ya su sable imaginario y saludaba en gasso, no sólo a sus honorables y fantasmagóricos adversarios, sino también a dos honorables niños de corta edad que aplaudían desde el apartamento de enfrente, y a un honorable borracho que volvía a casa y se detuvo a disfrutar de la exhibición.

El silencio volvió definitivamente a la calle cuando el inspector se retiró al interior. Había llegado el momento de humedecer la bayeta que siempre llevaba en su equipaje y, puesto de rodillas, fregar concienzudamente el suelo de la habitación. Después hizo la cama y, por último, entró en el baño a practicar sus abluciones de antes del desayuno. Generalmente el inspector guardaba ayuno día sí día no —a menos que estuviera en periodo de
sa shin
, en cuyo caso ayunaba siete días seguidos—, pero en previsión del gasto de energía que pudiera depararle la investigación en curso se propuso comer a diario.

Se vistió con una de las dos guayaberas blancas que había comprado en Lyon al enterarse de su viaje a España, bajó al comedor del hotel, y estuvo observando con mucho detenimiento el bufé del desayuno. Desestimó embutidos, pancetas, tostadas, mantequillas y mermeladas de varios sabores para concentrarse en el gran cesto de fruta y, sólo después de profundas deliberaciones, eligió una manzana pequeña y volvió a su habitación para comerla al estilo
Zen
, masticando metódicamente, sin aferrarse a ningún pensamiento que no estuviera relacionado con lo que estaba masticando. De este modo, dejando que cualquier idea que cruzara su mente pasara como una nube que no deja rastro sobre el cielo, llegó el momento en que su reloj interno le informó de que debía acudir a su cita con el cabo Corrales.

El encuentro se habría producido con la exactitud de un mecanismo de precisión de no ser porque Corrales entró en la recepción del hotel Marina Brava a las ocho y veinticuatro, es decir, veinticuatro minutos más tarde de la hora acordada. La explicación a tan acusado desajuste se hallaba en que, en cierta ocasión remota, el cabo Corrales había oído decir que la puntualidad era la cortesía de los reyes, de modo que, siendo él plebeyo, se consideró exento para siempre de tal obligación para con sus semejantes.

—Qué pasa, Maestro —saludó al entrar y encontrar al inspector esperando de pie como solía, con las manos cruzadas a la espalda.

El inspector se movió para saludar en gasso e inmediatamente, sin pronunciar palabra, volvió a su posición de espera.

—Qué: nos vamos ya... —dijo Corrales.

—Tú espera ahora —fue la respuesta del inspector. No fue hasta veinticuatro minutos después, para desesperación de Corrales, que ni pudo fumar ni encontró una triste silla donde sentarse en aquella inhóspita recepción, que salieron a la calle.

El Presidente del Gobierno de España se dirigía al Congreso de los Diputados en un Audi A8 oficial: una enorme caja fuerte azul marino con los cristales tintados y blindado hasta el tubo de escape, pero sin banderas ni distintivos que dieran a los Innombrables más pistas de las necesarias.

Como de costumbre, iba escuchando el programa matinal de radio más popular entre los taxistas de Madriz, en el que el viperino periodista y martillo de herejes don José Domingo de la Cascada estaba poniendo a caer de un burro al Ministro de Economía, quien había comparecido la tarde anterior ante los medios de comunicación para anunciar un paquete de medidas urgentes para acelerar la salida de la crisis.

«Este robamigas venido a más se ha creído que los españoles somos tontos decía la voz radiofónica—; pues mire usted, don Ministro de Calderillas: nos hemos dado perfecta cuenta de que es usted un saltacharcos... »

El Presidente se prometió a sí mismo buscar la palabra «saltacharcos» en el diccionario de la RAE que tenía en su despacho y, aprovechando que el chófer estaba ocupado peleándose con el tráfico de primera hora de la mañana, se hurgó la nariz con el meñique en busca de una postilla profunda que le estorbaba la respiración. La batida dio resultado y al extraer la uña se encontró prendida a ella algo parecido a un brote de soja, de cabeza costrosa y larga cola translúcida que se le quedó adherida a lo largo del dedo.

Justo en ese momento empezó a sonar el teléfono móvil que el Presidente solía llevar en el portafolios.

Saliste a la arena del
night club,
y yo te recibí con mi quite mejor. / Estabas sudadita, pues era una noche que hacía calo-or
...

El Presidente pudo bajar el volumen de la radio desde un control instalado en la puerta, pero comprendió que necesitaba usar las dos manos para abrir la cerradura de seguridad del portafolios y empezó a preocuparle el destino de aquello que tenía pegado a la mano.

Y yo bolinga, bolinga, bolinga / haciendo frente a la situación /con torería y valor...

Probó en la parte baja del asiento de cuero, pero aquella lombriz pegajosa se resistía a abandonar el cuerpo que le había dado cobijo para iniciar una vida adulta e independiente. Entretanto, el politono del teléfono había ido subiendo de volumen hasta alcanzar su máximo:

La culpa fue del cha cha cha /que tú me invitaste a bailar...

Por fin aquella tierna criatura se avino a quedarse pegada a la tapicería y el Presidente abrió el portafolios y sacó el móvil. «Andreu», decía la pantalla, nombre de pila de su joven compañero de partido en tiempos de Felipe González y, desde hacía tres años,
President
de la Generalitat.

—Hombre, Andreu, ahora mismo estaba pensando en lo tuyo... —mintió el Presidente con todo su talante socialista.

—Paquito, cómo estás dijo el
President
, usando el diminutivo cariñoso con el que llamaban al Presidente sus amigos y allegados.

—Me pillas en el coche, escuchando al imbécil de la radio... Oye, tú sabes qué es un «saltacharcos»: le ha llamado «saltacharcos» a José Miguel.

—Cualquiera sabe, a mí me llamó el otro día «partepiñones periférico».

—Yo no sé de dónde saca este tío los adjetivos... —Los aprendería cuando era monaguillo...

El Presidente emitió una risita de complicidad anticlerical, gemela de la del
President
al otro lado del teléfono, pero inmediatamente se hizo un silencio demasiado largo.

—Pues te llamaba precisamente por la rueda de prensa de José Miguel —dijo al fin el
President
—. Muy bien, eh..., aquí al menos ha causado muy buena impresión: la estuve viendo con el Oriol de
La Caixa
y le pareció muy sensato. ¿Has leído el editorial de
La Vanguardia
?

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