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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor

Sakamura, Corrales y los muertos rientes (15 page)

—Los que tendrían que pedir perdón son los invasores imperialistas, desde el Decreto de Nueva Planta en adelante —se opuso la Morirse, que, ade más de dominar la jerga callejera republicana, había cursado História de l'Opressió Hispánica en la universidad Pompeu Barrera 1 Rovira.

—Calma —pidió Rentafigues, que como democristiano votado por cincuentones solía usar un lenguaje más moderado—: lo importante es no perder la calma... Yo creo que en Manel tiene razón: si no se nos puede enjuiciar porque no hay trasgresión de la ley, lo que pueda decir el PEPE no nos interesa: esos fascistas no necesitan mayores excusas para meterse con Cataluña, ya estamos acostumbrados...

A todo esto, el
President
había terminado su conversación telefónica con la Agente 69:

—Bueno, algo es algo: buenas noticias —dijo en voz alta tras colgar, aunque sin dirigirse a nadie en especial.

Alabat sia Déu —suspiró mosén Recaredo. —Acabo de hablar con una..., con un colaborador... Parece que podemos mantener alejado de Calabella al policía de la Interpol, al menos por unos días... Las palabras del
President
fueron interrumpidas por un estornudo mal reprimido procedente del otro lado de la puerta, y fue él mismo quien se levantó del montoncito de papel DIN A4 para abrirla de par en par.

En el quicio, con toda la pinta del que ha sido sorprendido escuchando a hurtadillas, apareció la figura escuálida y encorvada de Gollum:

—Vengo a... hacer unas fotocopias, ¿os importa? —dijo con su voz aguda y su fétido aliento. Ateniéndose a esa declaración de intenciones, entró en el cuartito portando un montoncito de folios de los que sin duda se había provisto a modo de subterfugio. Dio la espalda a todos para ponerse a los mandos de la máquina y un airecillo a alcanfor y ropa sobada fue llegando a las narices de los presentes, momento señalado por la Montse pinzándose la nariz con los dedos y haciendo mueca de asco.

Enseguida, el silencio se hizo ominoso. —Bueno, pues a ver qué tal nos sale este Ricardinho dijo Rentafigues, tratando de simular que se habían reunido en el cuartito de la fotocopiadora con un monje capuchino para hablar de fútbol. —Oye, ¿y Benito Bola de Set, que ha vuelto a ganar el Open de Calahorra? —dijo presto al quite el
President
, mientras le hacía señas a Rentafigues para indicarle que cuanto menos se mencionara a Ricardinho mejor.

Cuatro horas después de que el Presidente Paquito fuera secuestrado por seis ciclistas y dos después de que apareciera tan pancho saliendo del metro de Moncloa, la Primera Dama fue informada de la peripecia.

Inmediatamente, se dirigió en taxi al Hospital de La Paz, único lugar donde se encontraban los artefactos diagnósticos necesarios para corroborar la aparente indemnidad del Presidente, que había ingresado por su propio pie aunque de muy mala gana.

En la recepción del hospital esperaban el Ministro Berto, un médico con bata y una psicóloga con chaleco reflectante que fue requerida por si la Primera Dama no encajaba bien las novedades.

—¿Qué ha pasado, está bien? —preguntó la Primera Dama dirigiéndose a Berto.

—Sí, sólo lo hemos ingresado para hacerle un chequeo a fondo, estate tranquila...

Ese anuncio habria sido suficiente para tranquilizar a la Primera Dama, en efecto, pero a la Primera Dama le dio muy mala espina que la hicieran pasar a un despachito para informarla con más detalle.

Una vez sentados, la psicóloga se sintió en la obligación de intervenir antes que el médico con bata: —Sobre todo tienes que estar tranquila, Pilar —le dijo, llamándola por el nombre de pila y tuteándola, tal como suele hacer el personal sanitario a fin de humillar a sus pacientes.

—¿Por qué me decís tantas veces que tengo que estar tranquila? ¿No dice Berto que está bien? —Cruzó la mirada con éste, en busca de confirmación.

—Está perfectamente, enseguida subimos a verlo a la habitación, ¿vale? ... Vamos a ver, Pilar, ¿cuánto tiempo hace que estáis casados? —siguió la psicó loga, alargando una mano para apoyarla en el antebrazo de la Primera Dama, que con tanto preámbulo estaba empezando a perder la paciencia.

—Siete años, ¿por qué?

—Ajá... Tenéis hijos, verdad, dos niñas... —ignoró la pregunta la psicóloga.

—Sí..., están en el colegio...

—Ajá, muy bien, Pilar..., ¿y dirías que en la familia hay una comunicación fluida?, ¿habláis?... —Pues claro que hablamos...

—Ajá... Y dime, Pilar, ¿alcanzas habitualmente el orgasmo?

—Y a usted qué coño le importa —terminó contestando la Primera Dama, ya enojada más que intranquila—, ¿quiere alguien decirme de una vez qué le ha pasado a mi marido?

La pregunta iba dirigida al médico con bata, que, tras la preparación animica, fue autorizado por la mirada de la psicóloga para hacer un informe preciso:

—Ejeeeem: en las pruebas de exploración que se le han practicado al Presidente hemos constatado un ligero aumento del nivel de radiación normal, en ab soluto alarmante; transaminasas también un poco altas..., y en realidad nada más: el resto de pruebas han dado resultados normales. Desde que cursó ingreso presenta un comportamiento algo irritado —miró un momento a la psicóloga en busca de su aquiescencia—, pero eso es sin duda explicable dadas las circunstancias; también manifiesta un considerable apetito, al extremo de haber insistido de no muy buenos modos en que le subiéramos unos. pinchos del bar, y, por lo demás, quizá lo más destacable es que sólo habla y entiende euskera.

Así de pronto, a la Primera Dama le había parecido escuchar una bobada sin sentido.

—Que sólo habla y entiende qué...

—Euskera —repitió el médico—: lengua vasca. Se hizo un breve silencio.

—Pero está perfecto, oye dijo Berto, para llenarlo con algo tranquilizador—, lo único es que hay que hablar con él por mediación de un traductor, pero te acostumbras enseguida...

Pepe Luis Fernández Plancha se hallaba apoltronado en el Trono Oscuro de la central del PEPE en Madriz, donde se extienden las sombras.

Con gran regocijo, hojeaba la revista Tetas y Culos, donde, entre un reportaje acerca del tráfico de reliquias marianas durante la posguerra y una extensa entrevista a Bono de Uz fue se había convertido al chamanismo de los indios mapuche—, venían unas fotos de la Ministra de Sanidad exponiendo sus partes pudendas ante el ginecólogo sin apercibirse de la cámara de rz megapíxeles que arteramente ocultaba en el estetoscopio.

Lo sobresaltó el politono de su móvil:

Mi querida España, esa España mía, esa España nuestraaa.. .

«Gargamel», decía la pantalla, que era la manera como se conocía a Gollum entre los miembros de su propio partido. Fernández Plancha llevaba varios años tratando de encontrarle un sustituto, pero escaseaban los aspirantes al puesto por bien que se remunerara. —Qué: aya le has visto las lorzas del potorro a la Ministra de Sanidad? —saludó alegremente el secretario nacional.

—No, pero tengo..., noticias mucho más interesantes —dijo Gollum, y a Fernández Plancha le pareció que hasta podía oler su aliento de hiena a través del teléfono.

El inspector Sakamura y Corrales llegaron al depósito de la grúa municipal de Calabella justo cuando jazmín trataba de convencer a la encargada de que necesitaba llevarse su coche inmediatamente. Por desgracia, la encargada no era un atento caballero sino una vulgar mujer y, con funcionarial desprecio, se obstinaba en que ni el Porsche ni tampoco cierto Jaguar que a jazmín no le importaba lo más mínimo, podían salir de allí sin que alguien de la policía diera conformidad.

Todo se arregló en cuanto el inspector Sakamura sacó su placa de ninguna parte y la encargada, aunque a regañadientes, le dio a firmar unos papeles de recogida a jazmín.

Pero antes de llegar al Porsche, el inspector se detuvo a considerar el Jaguar azul marino, cuya portezuela maltrecha permanecía abierta.

Pese al olor a basura procedente de los detritus que habían salpicado toda la carrocería en el choque con los contenedores, era evidente para cualquier olfato que el propietario del vehículo era fumador. Y también su acompañante habitual, que probablemente era mujer, según se deducía de la marca de algunas colillas que había en el cenicero, muy popular entre las fumadoras. Pero dos personas más habían ocupado aquellos asientos, porque el total de marcas de tabaco de las colillas eran cuatro, si bien de dos de ellas había exactamente quince colillas y de las otras sólo tres.

Descartadas las quince, que sin duda pertenecían a la pareja propietaria del vehículo, las otras eran de Marlboro y de Camel, marcas ambas al extremo comunes, ubicuas y unisex.

En las alfombrillas delanteras encontró abundante barro, lo que no encajaba con los hábitos del propietario de una berlina grande, cara y seria, y mu cho menos con el de su acompañante femenina que, a juzgar por las profundas huellas en el tapizado, usaba zapatos de fino tacón. De modo que podía suponerse razonablemente que el barro provenía de los fumadores de Marlboro y Camel, quienes se revelaban ahora con toda seguridad varones, probablemente de gran envergadura —a juzgar por el tamaño de las huellas— y calzados con idénticas botas de suela gruesa —lo que sugería el uso de alguna clase de uniforme.

Tomó muestras de las dos alfombrillas y las metió en unas bolsitas que sacó de algún sitio.

En la guantera no faltaba nada de lo que suele llevarse: documentación, gafas de sol, etcétera. Sólo desconcertaba la presencia de seis latas de atún que el inspector, ignorante de si quizá era costumbre entre la clase acomodada española obsequiarse con cucharaditas de pescado en conserva durante los viajes en coche, no supo si relacionar con los propietarios o con los Innombrables. En cualquier caso, les hizo unas cuantas fotos mentales a las latas y salió del habitáculo.

—Qué, Maestro, ¿ya sabe dónde tenemos que ir a buscarlos? —dijo Corrales, que ya se había acostumbrado a los alardes deductivos del inspector. —Aaaah, no: Salcamura limpia escudilla friega suelo, ji, ji erijo el Maestro dándose puñadas en el occipital sin que ni Corrales ni Jazmín entendieran el significado de tal gesto acompañado de risa.

El Porsche ofreció menos posibilidades a la conjetura: como había sido tomado prestado en el parquin del hotel, las botas de los Encapuchados 1 y 4 no habían dejado huellas, y tampoco habían fumado en el coche. Sí habían dejado, sin embargo, una marca olfativa clara: perfume de mujer, sin duda, y no era el que usaba Jazmín y que el inspector Sakamura conocía tan bien que se puso de color Gouda al recordarlo.

—Mmmm, sí, yo también lo he notado dijo Jazmín, cuyo olfato no tenía mucho que envidiar al del inspector: huele exactamente a J'adore, de Chistian Dior.

—Aaaah, tú sabe mucho perfume —dijo el inspector.

—Oh: lo compré yo misma ayer tarde, junto con una monada de Victoria's Secret que también ha desaparecido. Pero si le interesa a usted el paradero de esos Innombrables tan... poco caballeros, yo puedo decirle exactamente dónde van a estar mañana por la mañana.

—¿Dónde? —preguntó asombrado Corrales, que por mucho que olisqueaba por encima del Porsche no lograba deducir un pimiento.

—Mmmmmm, haciendo efectivo un cheque de 100.000 euros en Andorra la Vella. Estamos a unas cuatro horas en coche desde aquí, o lo que es lo mismo: a unas dos horas en Porsche.

La única persona que aquella mañana en el Hospital de La Paz hablaba euskera resultó ser una auxiliar de enfermería natural de Santurzi, y sólo a regañadientes y ante los ruegos del director del hospital, se prestó a hacer de traductora del Presidente.

En aquel momento, el convaleciente, sentado en la cama con el respaldo alzado y la mesita de comer sobrevolándole el regazo, no hablaba con nadie por que estaba masticando, de modo que la auxiliar Itziar pudo tomarse un descanso para sentarse en el sofá y abrir una revista de trasplantes de páncreas que encontró por allí.

—Joder, a zer zikinkerta ematen duten jateko ospitaletan, langileek ere zabor hau jaten duzue? (
Joder, vaya mierda de comida que dan en los hospitales, ¿los empleados coméis también de esta bazofia?
) dijo el Presidente, entre bocado y bocado.

Ezta aipatu ere. Hemen, Madrilen, ikaragarria da. Hori Santurtziko ospitalean jarri, y eta jendeak aurpegira botako liguke.(
No me hable, aquí en Madriz es horroroso. Eso lo pones en el hospital de Santurzi y te lo echan por los morros.
)

Unos nudillos golpearon la puerta, pero el médico con bata al que pertenecían, siempre en la línea de socavar la autoestima de los pacientes, no esperó a obtener permiso y abrió directamente.

—Qué tal, Paquito, te traigo una visita —le dijo al Presidente de la nación, como si lo conociera de toda la vida.

—Zer dio txepel mantaldunak? (
¿Qué dice el capullo de la bata?
) —le preguntó Paquito a la auxiliar Itziar.

—Bisitaria dakarrela. —tradujo la auxiliar, pero no habría hecho falta porque en aquel momento, el Presidente vio que su mujer entraba en la habitación, delante de Berto y de la psicóloga.

—Ondo nago, laztana, ez kezkatu —le dijo Paquito a su mujer, retirando la mesita de comer.

La Primera Dama no supo si sonreír o no y se quedó a medio camino, mirando a la auxiliar Itziar. —Dice que está muy bien, que no tiene usted que preocuparse —tradujo Itziar, un poco conmovida por el desconcierto de la Primera Dama.

—Hurbildu zaitez, emakumea, eta emadazu muxu bat. Ez dut hozkarik egiten... —añadió el Presidente incorporándose un poco.

La Primera Dama no entendió el gesto y volvió la vista hacia la auxiliar Itziar.

—Dice que quiere darle un beso... —tradujo. La Primera Dama dudó un momento y pareció volver a consultar con la mirada a Itziar, que a su vez miró al médico con bata, que a su vez miró a la psicóloga.

—No pasa nada, Pilar, con naturalidad dijo esta última.

—Tranquila: dice el doctor que no es contagioso —añadió Berto, antes de darse cuenta de lo impertinente del comentario.

La Primera Dama besó a su marido, primero en las mejillas y luego en los labios, cuando él pareció reclamarlo haciendo morritos.

—¿No..., no me entiendes, Paco? —preguntó la Primera Dama, con una cara de pasmo que daba pena verla.

—Zer dio? —preguntó Paquito volviéndose a la auxiliar Itziar.

—Ulertzen ez al diozun galdetzen du —tradujo Itziar.

Así, traductora y traducido iniciaron un largo diálogo en euskera, hasta que Itziar se volvió hacia los demás, que los miraban como quien mira un partido de tenis, y trató de resumir lo hablado:

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