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Authors: Pablo Tusset

Tags: #humor

Sakamura, Corrales y los muertos rientes (12 page)

Ya vestido, leyó el mensaje que tenía en el móvil. Era de Berto, el Ministro del Interior:

INNBLES ASALTN ACDEMIA D IDOMAS CSTA BRVA. VSTOS CAMARS TRFCO Aasangre DIR MADRIZ.

¿Y eso qué demonios significa? —se dijo en voz alta.

Fue a la cocina, donde la Primera Dama le había preparado su lecitina de soja con Bífidus Cautivo en el tazón de Bambi que debió de dejarse olvidado en el escurreplatos de la Moncloa algún ocupante anterior.

El Presidente conectó la radio de la cocina y escuchó mientras el bebedizo le trabajaba por dentro: «Radio Nacional de Pana: Informativos de la mañana: TINTIRINTINTINTIN. El secretario general del Partido Español por Excelencia, Pepe Luis Fernández Plancha, califica de ridículas e inoperantes las medidas tomadas por el Ministro Pachorra del Cuajo... TINTINTIN. Una célula activa de Innombrables asalta de madrugada una academia de idiomas en la localidad ampurdanesa de Calabella... TINTIRINTINTINTIN. Deportes: El tenista Benito Bola de Set gana por decimosexta vez consecutiva el Open de Calahorra... TINTINTIN. El representante del flamante fichaje del Futbol Club Can Fanga Ricardinho anuncia una lesión que le impedirá jugar los partidos de pretemporada... »

—Será posible, que me tenga yo que enterar de todo por las noticias... —dijo el Presidente Paquito, más para sí mismo que para la Primera Dama, que le estaba preparando la Jalea Real.

Alrededor de las nueve de la mañana, el furgón de los Innombrables se detenía con dos ruedas sobre la acera junto a un portal de la calle Nardos Caballero, en el centro de Madriz.

Rápidamente, los Encapuchados 2 y 3 descargaron el Reconector y entraron con él en el portal que ya había abierto el Encapuchado n.° 4. Los siguió la Encapuchada n.° 1 mientras los números 5 y 6 se ocupaban de abandonar la furgoneta en cualquier parte donde los cuerpos de represión del Estado Invasor español tardaran en encontrarla.

Arriba, en el salón del pequeño apartamento que la célula solía alquilar por semanas como apoyo logístico a sus acciones, sorprendía el original mobiliario minimalista formado por un armario desmontable de loneta, cinco bicicletas de Decathlon y un tándem de la marca Orbea.

Después de alojar el Reconector en el cuartito especialmente acondicionado para él, y sin necesidad de que mediara palabra, el Encapuchado n.° 4 fue extrayendo del armario hasta cuatro camisas —casi todas blancas y azulonas—, cuatro pares de zapatos —con o sin cordones pero siempre oscuros y de suela fina —y por último cuatro trajes sastre de distintas tallas y tonos, cada uno acompañado de una bonita pero discreta corbata y todo ello perfectamente identificado con etiquetas numeradas.

Quedaron en el armario las indumentarias de los números 5 y 6 en espera de que llegaran de un momento a otro. Mientras, los cuatro primeros se aplicaron a vestirse, momento en que el Encapuchado n' 4 casi se queda bizco tratando de echarle un vistazo a la Encapuchada n.° 1, que en sujetador resultaba tener unos ojos aún más tiernos que con sus habituales ropas holgadas.

Una vez perfectamente ataviados con los trajes, se ayudaron mutuamente a colocarse bien los nudos de las corbatas y, con un punto de coquetería, se probaron ante el espejo las grandes gafas de sol con cristales irisados y, por último, las coloridas chichoneras de ciclista que les procurarían un perfecto anonimato.

La Agente 69 estaba tan preocupada por el destino de su preciosa Porsche como por el contenido de la guantera, de modo que decidió desatender durante un rato su misión para acudir cuanto antes al depósito municipal de la grúa. En cualquier caso, supo que el inspector y Corrales se disponían a investigar el incidente de los Innombrables, sucedido aquella misma noche y, por tanto, ajeno al encargo del
President
Andreu.

De modo que, a las ocho en punto, el inspector y Corrales, que apareció afeitado y limpio pero con un chichón enrojecido en la frente —se había golpeado accidentalmente con una sartén, según alegó— acudieron sin dilación a las inmediaciones de la Académia Costa Brava, donde el dispositivo policial de los
Mossos
mantenía todavía algunos efectivos.

—Shst, guapale dijo Corrales a la agente de uniforme con coleta que encontraron custodiando la entrada a la academia—. Cabo Corrales, de la Guardia Civil, Ejército de Tierra; y aquí el inspector Sakamura de la Interpol, que tampoco es manco. —El inspector mostró la placa y saludó en gasso—. Verás, bonita: resulta que en cumplimiento de misión encomendada directamente por el Ministerio del Interior, sabes..., el inspector quiere hablar con el gerente del establecimiento, o, en su defecto, con algún encargado; y a mí mientras tanto me gustaría hablar un rato contigo, si no tienes prisa...

El compañero de patrulla de la agente —dos metros de eslora, otros dos de manga, tara de 0,12 toneladas apareció junto a ella interesándose por lo que pudieran estar diciéndole aquella pareja de tipos raros. El inspector, siempre sonriente, dirigió la placa de la Interpol hacia Mister Propper hasta deslumbrarlo con su reflejo dorado, y Corrales se estiró un poco tratando de sacarle provecho a su 1,75 con los zapatos de alzas puestos:

—Nada: que le decíamos aquí a la compañera de guardia que se presenta el inspector Sakamura de la Interpol, que es este señor de la placa auténtica de la Interpol, y que si podríamos hablar un momento con el encargao, si no es mucha molestia...

Mister Propper se fijó en el chichón de Corrales y perdió la expresión de desconfianza, pero las credenciales que mostraba el inspector parecían, ciertamente, auténticas, así que contestó en tono correcto pero seco:

—Los empleados están prestando declaración en comisaría. Aquí sólo queda personal de la brigada científica.

—Ah, bueno: asi nada... Venga, Maestro, que aquí ya no queda nadie...

—Una cosa sola: yo inspecciona interior —dijo el inspector, escurriéndose con un elegante avance de aikiro entre Mister Propper y su compañera de vigilancia antes de que cualquiera de los dos tuviera tiempo de plantearse si debían dejarlo entrar o no.

—Dónde va, Maestro —dijo Corrales, tratando de pasar por el mismo hueco, que esta vez se cerró a instancias de Mister Propper.

—Aguarde un momento, por favor: sólo tiene acceso el personal debidamente identificado.

De modo que Corrales se quedó fuera mientras el inspector en solitario recopilaba información del más alto interés.

El feng shui del local, sin llegar a ser bueno, tampoco era descabellado, al menos era poco probable que alguien padeciera graves desarreglos emocionales por el simple hecho de estudiar allí. En el mostrador de recepción el orden era el normal, lo que revelaba que los asaltantes no habían revuelto nada y, por tanto, sabían lo que buscaban. Sí había, sin embargo, una puerta brutalmente descerrajada en el Lado de la Tortuga, el más indicado para guardar algo de valor, y el inspector entró en el cuartito al que esa puerta daba acceso. Allí encontró un sillón individual de cuero negro, demasiado cómodo y caro para una academia de idiomas —y en cualquier caso inadecuado para el estudio—, y una mesa que en contraste había sido improvisada con materiales ordinarios: dos caballetes de madera de chopo y un sobre de Tablex sin barnizar. Sobre esa superficie poco resistente a la punción, se detectaban las huellas de cuatro patas, sin duda de algún objeto bastante pesado, quizá de unos treinta kilos, bajo el que se había estado acumulando polvo durante al menos dos semanas hasta delimitar un perfecto rectángulo de ochenta por cincuenta centímetros.

De nuevo en la recepción, el inspector se aplicó a leer el tablón de anuncios, lleno de notas superpuestas prendidas con chinchetas.

Una cuartilla impresa por ordenador llamó especialmente su atención:

CURS ESPECIAL INTENSIU CATALÁ

Decía el encabezado de lo que parecía una parrilla de horarios; pero no fue eso lo que llamó la atención del inspector, sino algunos de los nombres que vio apuntados en la cuadrícula, cada uno de ellos asociado a un día de la semana. Concretamente, los nombres de interés eran cuatro: Elizabeth Gordon viernes 12 de julio—, Marco Krasten —lunes 15, Günter Dorsérlwaten —martes 16— y Henri Distel —miércoles 18.

Eran los nombres de los cuatro muertos encontrados hasta el momento en Calabella, y su orden de aparición en la lista coincidía con el orden de su muerte.

El resto de los alumnos apuntados al curso eran Alejandro Sanz, Isabela Morales, Fabritzia Fiorella, Alain Montnoire y Ricardo Betancourt, todos ellos dignos de ser recordados junto con las fechas correspondientes, de modo que el Inspector le hizo a foto mental al horario entero y salió de la academia satisfecho por la plena confirmación de su primera hipótesis de trabajo.

El presidente Paquito se dirigía al Congreso de los diputados en el Audi blindado tratando, como siempre, de descifrar las pintorescas diatribas que José Domingo de la Cascada divulgaba desde su emisora:

«... los españoles nos hemos desayunado esta mañana con dos sapos a cuál más feo. Sapo primero: el pocasnalgas de Fernández Plancha nos sale ahora con gestos de jefe de la oposición cuando lleva veinticinco capítulos plantando tulipanes... Sapo segundo: nuestro más desafortunado Ministro del Interior, el mismo Truchaloca que nos prometió acabar con los Innombrables vascos en el plazo de seis meses, va a tener que explicarles a sus socios catalanes qué demonios hacía un comando de estos delincuentes la pasada madrugada en un pueblo turístico de la Costa Brava, donde, dicho sea de paso, sabemos por El Globo que han finado últimamente cuatro extranjeros en circunstancias extrañas, por si no teníamos las relaciones internacionales bastante complicadas...»

Cuando, ya detenido el Audi en el habitual atasco de la Gran Vía, sonó el móvil del Presidente y comprobó en la pantalla que era Berto, contestó diciendo:

—Te acaban de llamar «Truchaloca», que lo sepas...

—Quién, ¿el idiota de la radio...? Que le den po'I saco. ¿Has recibido mi mensaje?

—He recibido tu mensaje, sí, pero no se entiende una mierda.

—Como me dijiste que mantuviera a los Innombrables bajo vigilancia...

—Sí, ya he oído por la radio lo bien que los vigilabas... Supongo que no tendrás ni idea de dónde paran ahora hasta que lo publique el Marca, ¿no?

—Joder, Paquito, estamos en ello... A las cinco de la mañana los han grabado en el peaje de Bujaraloz en dirección Madriz, pero como luego no han aparecido en el peaje de la A68 dirección Logroño, pensábamos que...

Aquí el Presidente dejó de atender porque algo raro estaba pasando en el exterior de las ventanillas tintadas. Un grupito de seis ciclistas vestidos con traje y corbata había dejado sus monturas tiradas en el suelo y parecían estar extrayendo alguna clase de tela de las mochilas que llevaban a la espalda.

Siguiendo movimientos largamente ensayados que recordaban a los de los equipos mecánicos de Fórmula i, las parejas de Encapuchados 2 3 y 1 4 desplegaron sendas fundas de lona impermeable reforzada de las que se venden en cualquier tienda de accesorios del automóvil para cubrir turismos compactos. Mientras, los Encapuchados 5 6, que habían llegado montados en la quinta bicicleta y el tándem, hacían lo propio con otra funda, igualmente común aunque dimensionada para cubrir berlinas grandes.

En menos de diez segundos, las tres parejas habían ya cubierto con las fundas los tres vehículos objetivo ante la perplejidad de sus sorprendidos ocupantes: los dos en los que viajaban los guardaespaldas del Presidente —inmediatamente delante y detrás de coche—, y el Audi blindado que iban custodiando. Con ello habían conseguido, primero, que ni los guardaespaldas ni el Presidente pudieran salir de sus respectivos vehículos ya que la fuerte lona bien ceñida impedía la abertura de las puertas; y, segundo, que ninguno de ellos, sumidos repentinamente en la oscuridad más absoluta, pudiera ver qué estaba pasando afuera y, en su caso, hacer uso de las armas de fuego.

Acto seguido, el Encapuchado n.° 5 empuñó un cortador bien afilado y, con precisión de cirujano, practicó en la lona que cubría al Audi un corte que reseguía las juntas de la puerta trasera derecha. De este modo, aquella puerta pudo abrirse y por ella salió el Presidente, bastante sobresaltado pero casi del todo convencido de que lo estaban rescatando sus propios guardaespaldas.

—Abra la boca, señor Presidente: aaaaaah —le dijo la Encapuchada n.° 1.

El Presidente, completamente desorientado, obedeció con la misma fe de quien es requerido por su médico de cabecera para enseñar las amígdalas, doci lidad que la Encapuchada n.° 1 aprovechó para introducirle entre los dientes una pelota de golf. Inmediatamente, el Encapuchado n.° 2 le selló la boca con una gruesa tira de cinta americana que le cruzó la cara de oreja a oreja, y el n.° 3 disimuló el resultado con una braga para la garganta con la que le tapó el embozo al Presidente. Siempre en perfecta combinación, el Encapuchado n.° 4 le puso unas grandes gafas de cristal irisado y el n.° 5 le encasquetó una colorida chichonera aerodinámica, momento en que el Presidente se convirtió en un ciclista indistinguible de los otros seis que pululaban a su alrededor.

El resto fue fácil: 1 y 2 le hicieron pasar una pierna por encima de la rueda trasera del tándem, 5 le puso unas esposas que le ligaban las manos al manillar, de nuevo l y a le sujetaron los pies a los pedales con más cinta americana, 3 pintaba con espray un orinal maloliente sobre la lona del Audi, y por último 6, al gobierno del tándem, inició el pedaleo tras 4, que ya abría camino buscando huecos en el tráfico congelado en la Gran Vía.

De esta sencilla manera, el Presidente del Gobierno de España fue secuestrado en bicicleta.

SEGUNDA PARTE
Uno

Pocos sabían que Su Majestad la Reina doña Eusebia se llamaba en realidad María Dolores, Loles para sus escasos amigos.

Ocurrió que, reunidos en conciliábulo escasas horas antes de la coronación, sus consejeros concluyeron que María Dolores 1 y no digamos Loles 1 sonaba muy poco regio, así que alguien propuso la denominación de Eusebia 1, que, por alguna misteriosa razón, otorgaba más empaque. La culpa de este Apaño de última hora, sin duda, era de la imprevisión del padre de la Loles, don Fernando de Ogilvy y Cinco Sicilias, descendiente bastardo de Rigoberto el Bilioso, quien murió al caerse de un ciervo dejando varios bastardos pero ningún heredero legítimo; y como las posibilidades que don Fernando tenía de recuperar los derechos dinásticos que su antepasado había perdido tan tontamente en el siglo IX eran ínfimas, no observó la elemental precaución de proveer a su única hija de una onomástica ajustada a los requerimientos del trono —aunque sí le enseñó a disimular su fuerte acento de Jerez de la Frontera por si alguna vez tenía que trabajar en la tele.

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