Sombras de Plata (43 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

En cuanto Arilyn le desató el amuleto de la muñeca, Hurón se secó el cabello y se lo envolvió con el turbante. Luego, sacó unos cuantos velos de su bolsa y se cubrió con ellos el cuerpo medio desnudo. Su misión consistía en colocar las velas de Chatarrero en la parte superior del palacio y contaban con que, vestida de cortesana calishita, pudiese hacerlo sin llamar mucho la atención. Ver aparecer un rostro de mujer nuevo entre las que rodeaban a Assante no sería nada extraño; el harén era extenso y las mujeres aparentemente cambiaban con bastante rapidez. ¡Al fin y al cabo, el camarón guardián tenía que ser alimentado!

Mientras Hurón colocaba las velas destructivas de Chatarrero en su lugar, Arilyn tendría que dedicarse a la tarea de robar el cuerpo durmiente de Zoastria de la cámara del tesoro de Assante.

Después de que Hurón se hubo marchado siguiendo el mapa del palacio que Jill le había proporcionado, la Arpista desenvainó su espada y echó a andar en dirección a la primera cámara del tesoro. Como en la ocasión anterior, le barraban el paso tres guardias, pero Arilyn no aflojó el paso sino que se acercó a ellos con mortíferas intenciones.

Dos de los guardias se abalanzaron sobre ella. Arilyn se agazapó para esquivar la primera embestida de cimitarra y enseguida se levantó para arremeter contra el segundo hombre. Éste alzó la espada para contrarrestar el ataque y presionó con tanta fuerza que el empuje de la espada hizo recular a la mujer, de constitución más ligera. Instintivamente, Arilyn levantó la espada por encima de la cabeza, no para resistir el empujón sino para obstaculizar el avance de la otra espada con la suya y desviarlo.

La cimitarra continuó su avance en sentido descendente y se hundió en el hombro del primer guardia. La cimitarra se le escapó de las manos y cayó con estridencia al suelo, mientras la vida le fluía a borbotones por la herida y manchaba de sangre el mármol rosado del suelo.

Arilyn siguió el giro y, mientras avanzaba, segó la garganta del herido, antes de volverse y enfrentarse al espadachín aturdido que la había ayudado a matar a su propio compañero. En tres acometidas, le alcanzó el corazón con el filo de la espada. Tras extraer la espada del cuerpo, avanzó hacia el último hombre.

—Abre la puerta o muere —ordenó secamente.

El guardia no se molestó siquiera en considerar las alternativas que tenía. Cogió un manojo de llaves que tenía atado en el cinturón y se lo lanzó a Arilyn. Ésta lo pilló al vuelo y se lo devolvió de la misma forma.

—No, tú. —Recordaba demasiado bien lo laborioso que había resultado desactivar todos los dispositivos que protegían la puerta. Esta vez no tenía tiempo para tantas precauciones.

Afortunadamente para ella, el guardia no conocía las trampas mágicas. El hombre deslizó la enorme llave de hierro en el pestillo y la giró. Mientras lo hacía, Arilyn dio un paso atrás.

Un fogonazo de luz arcana restalló en la sala. Arilyn se cubrió los ojos, pero no antes de divisar un instante el esqueleto completo del guardia, reluciente a través de la carne, mientras se agitaba preso de enérgicas sacudidas. Al final cayó al suelo como un amasijo de carne quemada que era imposible identificar, y con los huesos de las manos todavía agarrados a la llave, ahora incandescente. La puerta se abrió despacio mientras el cuerpo caía.

Arilyn pasó de un brinco por encima del cuerpo sin prestar atención al crujido que resonó en el aire cuando pisó accidentalmente lo que un instante antes era una mano humana.

Se dirigió directamente hacia el lugar de reposo de Zoastria y levantó la polvorienta cubierta de la tumba de cristal. Mientras cogía entre sus brazos a la diminuta mujer elfa, como habría cogido a una niña dormida, la primera de las explosiones de Chatarrero resonó en el palacio.

—Una hora, quizás un poco menos —murmuró Arilyn en tono sarcástico, remedando las palabras de Chatarrero y deseando que el alquimista tuviese una percepción más fiable del paso del tiempo.

Se encaminó hacia la puerta con Zoastria sujeta contra su pecho, mientras esquivaba a uno y otro lado las pilas de tesoros que empezaban a caer. A su alrededor, se derrumbaban estatuas y los estantes repletos de objetos preciosos se tambaleaban y chocaban contra el suelo. Mientras esquivaba una armadura que amenazaba con aplastarla, estalló la segunda explosión, todavía más intensa que la primera. El temblor hizo caer a Arilyn de rodillas, pero se las arregló para no soltar a la elfa durmiente. Mientras se incorporaba tambaleante, dio gracias al hecho de que Zoastria fuera de estatura pequeña y ligera.

Mientras corría rumbo al pozo, le empezó a caer polvo y piedras sobre la cabeza. Allí la estaba esperando ya Hurón, que sostenía el cuchillo en gesto amenazador sobre un hombre tethyriano de aspecto anciano. Como habían supuesto, Assante se había dado cuenta de que la magnitud de las explosiones acabaría con la mayor parte de sus defensas y había descendido hasta los niveles inferiores del palacio para escabullirse por el túnel.

—El palacio se está derrumbando —mintió Hurón en tono arisco—. Estas explosiones son las primeras de una larga lista. Condúcenos por la salida más rápida y llévanos contigo y tendrás una oportunidad de salir con vida de ésta. Cuando estemos fuera del palacio, te liberaremos. Si pides ayuda o intentas atacarnos, te mataremos de inmediato y nos arriesgaremos a salir sin rehén. ¿Comprendido?

El antiguo asesino asintió levemente y el gesto, aunque insignificante, provocó que le resbalara por la garganta hasta manchar la camisa un hilillo de sangre. Assante echó a andar por los pasillos y subió por escalinatas de mármol en curva. El estrépito que les alcanzó en el momento en que se introdujeron en el vestíbulo principal recordó a Arilyn el sonido de un batallón de caballería en plena carga.

Unos chillando, otros arrastrando amigos heridos o recogiendo sus posesiones en lo que podían abarcar los brazos, los criados de Assante buscaban frenéticamente una salida del edificio en llamas. Como se había puesto tanto empeño en mantener fuera a los visitantes no deseados, había pocas puertas en el palacio. En la avalancha que se había sucedido en busca de esas salidas, mucha gente había caído al suelo y estaba siendo pisoteada. Los que mantenían el equilibrio se apiñaban junto a las puertas, demasiado histéricos para darse cuenta de que su temido dueño estaba entre ellos.

Hurón hincó un poco más el cuchillo en la garganta de Assante y el maestro de asesinos se abrió paso entre el caos y la confusión. Para disgusto de Arilyn, el asesino no vacilaba en utilizar su propio cuchillo contra su gente. Además, Assante se abría paso a cuchilladas entre la muchedumbre enloquecida con brutal eficacia y no dudaba en pasar luego por encima de los cadáveres con total frialdad. Sin dudar habría levantado su espada contra sus captores, por anciano que fuese, si no llega a ser por una precaución que había insistido Arilyn en tomar: tanto ella como Hurón lucían abiertamente sus fajines de Sombra, que mostraban a todas luces su rango entre las filas de asesinos profesionales de Espolón de Zazes. Sólo un loco se atrevería a enfrentarse a dos profesionales experimentados, y Assante no estaba loco. Esperaría a tener una oportunidad y luego atacaría. La única esperanza de Arilyn era que Hurón hubiese ganado suficiente experiencia para darse cuenta de ese momento y ser la primera en atacar.

Una vez en el exterior, se acercaron a uno de los puentes que cruzaban el estanque reflectante, pero por desgracia, no eran los únicos supervivientes. A instancias de Hurón, Assante gritó una y otra vez a su gente que le abrieran paso y eso hicieron. Ahora que estaban fuera del tambaleante palacio, su pánico era menor que el profundo terror que tenían por su dueño.

Pero el peligro para las mujeres elfas que escapaban era cada vez mayor. En el interior de los muros del palacio, los alaridos y chillidos resonaban y provocaban una ensordecedora algarabía. Ahora que Assante podía hacerse oír y que la multitud se había reducido en gran medida, no pasaría desapercibido el apuro por el que estaba pasando su dueño. Sin duda, alguno de los guardias acudiría en su rescate y ni Arilyn ni Hurón tenían las manos libres para hacerles frente.

Parecía que Hurón había llegado a la misma conclusión porque, en cuanto se acercaron al estanque, apartó de un empujón a Assante, hundiéndole el cuchillo en el cuello, y lo dejó caer. El cuerpo se precipitó al «agua» y, al rozar la superficie, resonó un siseo enfermizo y una bocanada de burbujas rosadas borbotó en la superficie del estanque repleto de ácido.

Arilyn esbozó una mueca porque la acción de Hurón era poco inteligente. Sin Assante de escudo, estaban prácticamente indefensas.

La Arpista dio media vuelta para contemplar el palacio justo a tiempo de ver cómo un guardia se abalanzaba sobre ellas con la cimitarra levantada por encima de la cabeza. Dio un salto hacia adelante, girando al mismo tiempo hacia un costado, y le lanzó un puntapié con todas las fuerzas que fue capaz de reunir considerando el precioso fardo que llevaba en las manos. La patada impactó en el pecho del vigilante y, aunque no le hizo demasiado daño, fue suficiente para detener su impulso y permitir que Hurón se incorporase a la refriega.

La elfa verde saltó hacia adelante y clavó el cuchillo en la garganta del guardia. Luego, hizo girar el filo, lo sacó y se abalanzó sobre el segundo vigilante.

—¡Corre! —gritó, mientras le quitaba la espada de las manos al hombre muerto.

Arilyn obedeció. Hurón se plantó con la espada curva en actitud de defensa, balanceándola con gesto amenazador en dirección a los guardias que se habían detenido en el otro extremo del puente. Luego, sostuvo la espada en alto y la lanzó, no hacia los vigilantes sino hacia el mortífero estanque. Un baño de ácido se desparramó por la multitud, gotas que horadarían carne, tendones y huesos, provocando una agonía terrible y dejando a su paso cicatrices indelebles, ceguera o muerte.

Sin prestar atención a los gritos, Hurón dio media vuelta y salió corriendo tras Arilyn.

No fue difícil salir del recinto de los jardines pues la puerta había sido aplastada por la primera avalancha de gente que deseaba escapar y el pánico no era nada comparado con la confusión que reinaba en el exterior de la propiedad de Assante. Parecía como si todo Espolón de Zazes hubiese acudido a contemplar el caos.

Arilyn se abrió paso entre la muchedumbre hasta el carruaje que Hasheth había preparado para ellos y que esperaba a tres calles de distancia, lejos del tumulto. Kendel Hojaenrama estaba sentado en el pescante del conductor, oculto bajo una capa y una capucha para ocultar su naturaleza elfa.

Jill asomó por la ventanilla y cogió a la elfa durmiente de brazos de Arilyn. La Arpista agarró otra capa, se envolvió en ella y subió para situarse junto a Kendel. Cogió las riendas de sus manos y espoleó con brusquedad a los caballos en el lomo.

El enano, mientras tanto, había depositado a Zoastria con suavidad en el asiento del carruaje y alargaba un brazo musculoso para ayudar a Hurón. La elfa salvaje titubeó un instante, pero al final aceptó la mano que le ofrecía, en el preciso instante en que el carruaje se ponía en marcha. Jill estiró a la elfa hacia adentro con tanto ímpetu que a punto estuvo de dislocarle el hombro y por el impulso quedó sentada en su regazo.

—Bien, ya sabía yo que tarde o temprano me harías caso —comentó el enano.

Era sumamente pintoresco el grupo de seis viajeros que se dirigía al bosque de Tethir. Estaba compuesto por un sacerdote de Gond, que había aceptado a regañadientes abandonar su túnica amarilla tradicional y vestirse con el atuendo marrón y verde propio de los elfos del bosque; un varón elfo de la luna, que caminaba más sigiloso que las sombras, y un enano cuyas diminutas botas retumbaban y crujían a cada paso. Después había dos hembras elfas, una de la raza de los elfos del bosque, y la otra elfa de la luna, y por último la elfa durmiente que llevaban entre las dos tumbada en una litera.

Cuatro días de viaje los separaban de Árboles Altos y Arilyn aprovechaba el tiempo haciendo planes sobre la batalla que se avecinaba. Todos tenían un papel en el combate, hasta el enano. A Arilyn no le preocupaba qué pensarían los elfos del bosque de aliados tan extraños. Lo único que tenía importancia era conseguir la libertad, para ellos, y también para Danilo. Cómo podría alcanzar ambos objetivos era algo que todavía no tenía claro la Arpista, y los pensamientos la abrumaban mientras avanzaban rumbo hacia el este.

Al final se aproximaron al asentamiento elfo. Arilyn y Hurón dejaron la camilla en el suelo para descansar un momento, pero Hurón se detuvo de repente y soltó un grito ahogado, antes de salir a la carrera hacia la aldea.

—Quedaos aquí —pidió Arilyn a los demás mientras salía en persecución de la enloquecida elfa.

No tardó mucho tiempo en ver lo que la elfa verde había vislumbrado. En el lugar donde había estado la comunidad elfa no quedaba más que un círculo arrasado e incendiado, cuyos límites eran tan precisos que sólo podían ser obra del fuego mágico de un hechicero. La destrucción había sido brutal. Aunque la mayor parte del círculo era polvo y cenizas, aquí y allí se veían pedazos de árboles quemados y restos de viviendas elfas desmoronadas, convertidas en incandescentes brasas que Arilyn sabía que no se apagarían hasta que no hubiesen convertido en olvido todo lo que tocaban. Aquí y allí se alzaban todavía volutas de humo de los restos mientras el fuego del hechicero completaba su sombrío trabajo.

Árboles Altos había dejado de existir.

20

Durante varios instantes angustiosos, las hembras elfas contemplaron las humeantes ruinas de lo que había sido la fortaleza del bosque.

—Mi clan no está todo muerto —murmuró Hurón, aturdida—. Sobrevivió la mayoría, no sé cómo, y están cerca.

Arilyn no tenía necesidad de preguntar por qué lo sabía. En momentos de gran tensión, incluso aquellos elfos que no estaban unidos a ningún otro por lazos místicos percibían cosas que no les transmitían sus ojos y sus oídos.

La elfa verde se llevó las manos a la boca a modo de bocina y lanzó una aguda llamada en dirección al bosque devastado.

Los supervivientes del clan de Árboles Altos acudieron con rapidez, pero sus ojos se veían empañados por el dolor que les había provocado semejante pérdida, y se movían como si les pesaran los miembros y los tuviesen entumecidos por el pesar y el cansancio.

Hurón corrió hacia su hermano y cayó en sus brazos. Rhothomir le devolvió el abrazo mientras por encima de su cabeza buscaba con la mirada a Arilyn.

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