Sombras de Plata (47 page)

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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #Aventuras, #Fantástico, #Juvenil

La diminuta elfa cogió la poción sin vacilar y, echando la cabeza hacia atrás, depositó dos gotas en la garganta. Arilyn recuperó el frasco vacío y volvió a situarse entre las filas de elfos.

Zoastria se quedó mirando a las fuerzas allí reunidas. Sus ojos resplandecían mientras contemplaba sus líneas y prendía su mirada breve pero intensamente en cada uno de ellos. Luego, desenfundó la hoja de luna con una fioritura lenta y deliberada. Los centauros levantaron sus largas lanzas hasta ponerlas en posición; cada uno parecía una combinación de caballero portador de lanza y caballo dispuesto para la batalla.

El líder elfo se volvió en dirección al campamento y apuntó con la espada mientras daba inicio a la batalla con un grito de guerra que resonó entre las colinas como el rugido de un dragón.

Los centauros salieron de inmediato a la carga, se separaron en dos flancos y descendieron sobre el campamento con gran estrépito de cascos, como si fueran truenos de una tormenta de verano. El suelo temblaba bajo su avance, y el sonido se multiplicaba como si se lanzara a la carga un amplio ejército.

En respuesta, los mercenarios salieron atropelladamente de las tiendas, medio vestidos y rebuscando con torpeza sus armas. Zoastria soltó otro grito, y la primera oleada de elfos salió a la carrera por el suelo devastado en dirección a los desconcertados humanos.

Mientras corría, Foxfire insertó una flecha en su arco y apuntó hacia el blanco que tenía más cercano. Dos monstruosos híbridos de orcos y humanos salieron a la carga para enfrentarse a los elfos, a una velocidad vertiginosa y las hachas levantadas por encima de la cabeza. Foxfire apuntó al que corría con más lentitud; su flecha atravesó la garganta de la criatura y el semiorco se precipitó de bruces al suelo, clavando de paso el hacha en la espalda de su compañero.

—Una flecha, dos semiorcos —lo alabó Arilyn mientras pasaba con las manos vacías salvo por una larga daga.

La semielfa no era bastante hábil con el arco para disparar mientras corría, pero era la única allí que conocía aquella carencia. Todos los miembros de la tribu elmanesa eran cazadores entrenados para disparar con precisión mortal mientras perseguían una presa, y las flechas negras caían como lluvia sobre los mercenarios, obligándolos a buscar cobijo.

Sin embargo, no había escondrijo posible. Los centauros habían rodeado ya el campamento por detrás y presionaban a los humanos hacia adelante. Los alaridos de los hombres que morían por el impacto de las lanzas de los centauros se mezclaban con el entrechocar de las espadas contra las lanzas de roble que producían sus compañeros al enfrentarse a los guerreros centauros.

Un hombre alto, con una capa negra que flotaba a su espalda, caminaba por el campamento armado con una espada larga y de hoja ancha. Golpeó a uno de sus hombres que reculaba con la parte roma de su arma sin dejar de emitir órdenes a gritos hasta que el caos adoptó cierto parecido con el orden. Sus mercenarios formaron hileras y salieron corriendo para enfrentarse cuerpo a cuerpo con los elfos.

Arilyn eligió a su primer oponente, un hombre corpulento equipado con una espada de categoría de Cormyr y poco más. Sin jubón y vestido únicamente con unas calzas de lana, había conseguido ponerse sólo las botas antes de la batalla. Se abalanzó sobre él con la daga sostenida en alto. El hombre vio el ataque y la empuñadura que resplandecía, pero no pudo estimar la longitud del arma porque treinta centímetros de acero, sostenidos según el ángulo adecuado, podían crear la imagen ilusoria de que era una espada.

El hombre se dispuso a contrarrestar con un movimiento en sentido ascendente, pero calculó mal la longitud del arma de Arilyn y no llegó a rozar el filo de su daga. La semielfa incrustó el arma en su estómago con una mano, mientras con la otra le sujetaba la muñeca de la mano que sostenía la espada. Tras extraer la daga, Arilyn giró el cuerpo y empujó la mano que sujetaba al hombre hacia abajo al mismo tiempo que subía la rodilla para golpearle la muñeca. Los huesos del antebrazo se rompieron con un brutal crujido.

Arilyn rodó por el suelo para que no la alcanzara el peso del hombre que caía y cuando se levantó llevaba la espada en la mano. Dio media vuelta y alzó el arma para topar con la descarga en sentido descendente de un hacha de guerra. En el último momento, recordó que el arma que tenía en las manos no estaba construida con acero elfo y se acercó más a su oponente para que su espada topara con el mango de madera en vez de con el filo del hacha.

Fue un impulso acertado porque seguramente el hacha habría reducido a pedazos el delgado filo cormyto. Aun así, la fuerza del ataque le hizo bajar hasta el suelo el filo de su espada prestada. Antes de que su contrincante pudiera levantar de nuevo el hacha para asestar otro ataque, Arilyn soltó por encima de las armas entrelazadas un puntapié que alcanzó a su oponente en el estómago. Cuando el hombre se quedó plegado por el impacto, la semielfa lo rodeó y lo remató con una rápida estocada.

Cerca de ella, uno de los elfos estaba luchando encarnizadamente con un humano de mayor tamaño, un rufián que manejaba dos largos cuchillos. Uno de los filos atravesó las defensas del elfo y le desgarró un hombro. El humano esbozó una sonrisa salvaje y levantó su otro cuchillo para asestar el golpe definitivo.

La arremetida de Arilyn consiguió desviar el golpe. La semielfa empujó el cuerpo herido y mucho más pequeño del elfo para apartarlo de la línea de batalla y poder seguir el combate en su lugar. Se plantó ante el rufián y lo atacó. El tipo cruzó los dos cuchillos ante su rostro para parar el golpe. El filo de la espada prestada de Arilyn se apoyó entre las dos armas entrelazadas y bajo el efecto de su presión, el hombre hizo un movimiento para soltar los cuchillos. Sonó un agudo chirrido de metal contra metal, pero el gesto hizo que el humano dejase su torso desprotegido. La espada de la semielfa se hundió entre sus costillas. Arilyn alzó un pie para separar de un puntapié el cuerpo del hombre del filo de su espada y luego se volvió para enfrentarse a otro contrincante.

No todos los elfos estaban teniendo suerte con sus oponentes. Varios de los humanos habían conseguido atravesar sus filas y estaban formando una línea de combate entre los elfos y la línea protectora del bosque. Según parecía se habían dado cuenta de lo peligroso que resultaba enfrentarse a los elfos del bosque en mitad de los árboles y no deseaban que los acorralaran hasta allí.

Al ver aquello, Foxfire empezó a buscar al capitán de mercenarios y vio de refilón una capa negra en movimiento. El humano estaba luchando con uno de los centauros que, sangrando por numerosas heridas y desprovisto de la mitad de su lanza, todavía contrarrestaba las embestidas de la espada ancha del humano con un pedazo de roble.

El arquero elfo levantó el arco para disparar. El proyectil negro pasó entre los combatientes y rozó el rostro de Bunlap..., justo lo que Foxfire pretendía hacer. El humano soltó un rugido de rabia y dolor mientras se llevaba una mano a la ensangrentada mejilla marcada.

El centauro aprovechó su oportunidad para golpear al hombre en los hombros con la lanza, pero por desgracia, las numerosas heridas le habían mermado las fuerzas. Bunlap se volvió y se acercó balanceando la espada hacia él. El filo se hundió profundamente en el cuerpo del centauro, provocando un tajo hondo y mortal entre su torso humano y su cuerpo de equino. Al ver que aquel combate en particular se había acabado, el mercenario se volvió en busca de su atormentador elfo, una presa largamente anhelada.

Era fácil distinguir a Foxfire entre los elfos del bosque porque se había dejado suelto el cabello y por una vez su color brillante no se veía empañado por los adornos de plumas y de pedazos de caña que normalmente llevaba y que lo ayudaban a confundirse con el bosque.

El elfo cruzó con el humano una mirada fría y furiosa y luego empezó a alejarse hacia el bosque. Siguiendo una señal suya, los guerreros elfos empezaron a apartarse de sus combates particulares y se retiraron hacia la arboleda.

Los mercenarios los presionaron a través del campo devastado, pero se detuvieron en la linde del bosque, como les habían indicado y deseaban hacer. Volvieron la vista hacia su capitán, que permanecía de pie junto al cuerpo del centauro, con la barba negra manchada de su propia sangre y una mirada de odio clavada en el bosque.

Bunlap no necesitó demasiado tiempo para decidirse.

—Perseguidlos —ordenó, y acto seguido salió a la carrera hacia el bosque en busca del elfo que lo había marcado y en busca de su propia venganza.

22

Chatarrero nunca se había considerado un líder de guerra y acababa de descubrir que no le agradaba demasiado el papel. Los elfos que lo acompañaban, una veintena, habían sido instruidos para que obedecieran sus órdenes y lo hacían con rapidez. Eso estaba bien, pero él no sabía avanzar con cautela, ni sentía amor por los insectos, que no prestaban atención a los elfos pero que zumbaban alrededor de sus cabellos cobrizos, y había algo en el aire del bosque que le causaba alergia; le picaba la nariz y se sentía incómodo, como si fuera a estornudar en cualquier momento.

Al menos su pequeña banda contaba con el factor sorpresa. Los mercenarios no los esperarían hasta al cabo de un día o dos y Chatarrero confiaba en que aquello significase que aquel maldito hechicero de Halruaa no tuviese preparada más que una defensa rudimentaria.

Él adorador de Gond ordenó que se hiciera un alto, mató de un palmetazo un insecto y miró de soslayo el lugar donde estaban los elfos cautivos, pero no llegó a ver ninguna señal de que hubiese trampas mecánicas o dispositivos conectados a un detonador. Probablemente, aquel brujo idiota confiaba en sus hechizos de fuego mágico para formar un perímetro defensivo.

Chatarrero esbozó una ladina sonrisa. Perfecto. Aquel tipo de hechizos eran como una puerta, y una puerta que estuviera diseñada para mantener fuera a los intrusos también podía utilizarse para encerrar a los mercenarios.

Cogió un rollo de cuerda de su cinturón, un tipo de cuerda muy delgada, casi transparente, que asemejaba los hilos de una telaraña y que Arilyn había usado en muchas ocasiones con anterioridad puesto que había sido uno de sus primeros inventos. Pensar que podría probarla él mismo le resultaba harto agradable.

—¿Veis ese árbol que está en la linde, ése marcado con pintura amarilla listo para ser talado? Fijad esta cuerda a una flecha y, cuando os dé el aviso, la disparáis sobre aquella rama. Tiene que caer justo en aquella jaula de allí, al lado de los cautivos; pero disparad alto para que el ángulo sea cerrado. ¿Podéis hacerlo? —preguntó a uno de los elfos.

El arquero asintió e hizo lo que le decían. La flecha salió disparada por encima del elevado árbol dejando tras de sí un hilo resplandeciente y después de trazar un arco fue a parar a una de las jaulas de los elfos cautivos; éstos actuaron como si ni siquiera se hubiesen dado cuenta, pero uno de ellos sujetó con sigilo el extremo a uno de los barrotes de la jaula.

—Oh, perfecto. ¡Bien hecho! —exclamó Chatarrero, feliz. Rebuscó en su bolsa hasta sacar varios artilugios de madera y metal y un tarro de crema—. Sabéis qué hacer con esto. Subíos a un árbol, sujetad la rueda con la cuerda y agarraos bien. Os deslizaréis por la cuerda con suma velocidad. El ungüento éste es para el viaje de regreso. Vuelve las manos pegajosas y, de esa forma, es más fácil trepar por la cuerda. Llevadlo con vosotros y haced que los prisioneros suban por la cuerda. Tú, tú y vosotros cuatro, trepad a ese árbol y ayudad a los cautivos a perderse en el bosque. El resto, esperad. Cuando los demás ataquen, atacaremos nosotros.

Los elfos hicieron un gesto de asentimiento. No tuvieron que esperar mucho para la señal. Un sonoro grito de guerra elfo reverberó por el bosque, seguido del estruendo de un asalto de caballería trepidante.

—Esencia de Seta Gritona —musitó el alquimista, pensativo—. Sí, un resultado excelente.

Como habían planeado, su banda se puso de pie y empezó a lanzar proyectiles pequeños y duros que Chatarrero les había dado: misiles diminutos y pestilentes de sulfuro y guano de murciélago mezclados con sustancias que eran particularmente sensibles a la presencia de fuego mágico de Halruaa. Varios de los proyectiles cayeron al suelo tan inofensivos como guijarros, pero otros tropezaron contra barreras invisibles y explotaron contra muros de fuego arcano, muros que se fueron extendiendo hasta envolver al campamento en llamas.

A través de las lenguas de fuego veían las siluetas de los mercenarios que buscaban frenéticamente una salida. Algunos intentaron cruzar a través del muro, pero las paredes se bombearon un poco y acto seguido recuperaron su forma original.

—Oh, espléndido —murmuró Chatarrero, encantado—. Un buen redil. Muy limpio. ¡Un resultado estupendo!

Contempló cómo seis elfos, uno tras otro, se deslizaban con rapidez por la cuerda hasta introducirse en el cercado de llamas. Se oyó un fuerte crujido cuando rompieron el techo de una de las jaulas de madera, y luego resonó el entrechocar de espadas mientras varios de los guerreros elfos mantenían a raya a los guardias.

Al cabo de unos momentos, el primero de los elfos cautivos apareció trepando por la cuerda y desapareció por los árboles. Chatarrero los fue contando a medida que pasaban. Uno tras otro, cuarenta y siete elfos machos harapientos se fueron perdiendo en la seguridad de los árboles. Se oyeron alaridos feroces y se intensificó el sonido de la batalla, lo cual sugería que varios de los elfos Suldusk se habían quedado atrás para ayudar a sus rescatadores y tal vez obtener venganza por su período de cautiverio. Según los cálculos de Chatarrero, la operación habría acabado pronto.

—Oh, sí, por supuesto, un resultado excelente —repitió, satisfecho.

Foxfire se adentró con rapidez por el bosque, saltando con ligereza por encima de árboles caídos y esquivando ramas bajas. Había elegido de antemano el terreno de batalla, un pequeño claro cercano al devastado campamento de tala. Era un lugar adecuado para la batalla porque su gente podría retirarse a los árboles y luchar desde cubierto y él podría por fin enfrentarse al humano que lo perseguía.

Cuando llegó al calvero, se situó detrás de un enorme cedro y se quedó a la espera. Podía oír a Bunlap aproximándose: sus pesadas botas de hierro que aplastaban el follaje, su aliento que emergía a través de sus dientes apretados a ráfagas breves, furiosas y sibilantes. Foxfire se preparó para el ataque. Suya iba a ser la ventaja de actuar por sorpresa.

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