Read Tatuaje I. Tatuaje Online
Authors: Javier Peleigrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
Al mirar a su alredor, descubrió horrorizado que se hallaba en medio de un montón de escombros y de ruinas ennegrecidas que apenas se sostenían sobre un esqueleto de metales retorcidos. Entre tanta desolación, reconoció un solo objeto: una larga mesa partida en dos que el fuego había consumido por los bordes yacía entre masas de cemento y cristales rotos, con las patas hacia arriba.
Se trataba de la misma mesa a la que estaban sentados un momento antes, la mesa de la sala de juntas.
—Luchad por lo que Urd os ha mostrado. Esto es lo que obtendréis —dijo la voz de Jana, deformada por un eco que rebotó largamente en todas direcciones.
Álex vio a la muchacha tendida en el suelo, sobre un montón de cristales. Estaba completamente desnuda y tenía los ojos cerrados. De pronto, las cenizas comenzaron a volar hacia su cuerpo, posándose sobre su piel y trenzándose para formar el vestido negro de la muchacha. Mientras el vestido se iba recomponiendo sobre el cuerpo de Jana, los fragmentos de los cristales se reconstruyeron a vertiginosa velocidad y, finalmente, la mesa de reuniones se ensambló nuevamente.
Cuando la visión terminó, todo estaba exactamente igual que al principio, excepto el rostro de Jana, que reflejaba un espantoso agotamiento. Álex miró a los jefes de los clanes, rígidos en sus puestos alredor de Óber. Sus semblantes crispados exhibían una amplia gama de expresiones, que oscilaban entre la confusión y el miedo.
Óber era el único que parecía tranquilo.
—Nada dura para siempre —dijo con voz ronca, rompiendo el impresionante silencio.
Glauco se volvió hacia él con una obsequiosa sonrisa.
—Es cierto. Pero consuela saber que, dentro de ciento de años, cuando todos nosotros hayamos desaparecido, nuestros edificios seguirán ahí, aunque sea transformados en ruinas —comentó, casi alegremente.
Jana se acercó a la mesa tambaleándose y, apoyándose en ella con ambas manos, miró despectivamente a los jefes de los clanes.
—Engañaros si queréis —dijo, temblando de ira—. Ese futuro está mucho más cerca de lo que pensáis… Mucho, muchísimo más cerca.
Erik hizo ademán de levantarse para ir hacia la muchacha, pero un gesto de advertencia de Óber lo detuvo.
—El duelo no ha terminado aun —dijo Pértinax, mirando a su hija Urd, que permanecía totalmente quieta, como en trance, a cierta distancia de la mesa—. Falta lo más importante de todo… El presente.
Al oír aquellas palabras, fue como si algo dentro de Urd se agitase, liberando por un instante los rostros prisioneros de sus hermanas. La joven con aspecto de muñeca sonrió, avanzó tres pasos hacia Jana y, con una voz cantarina, de niña, repitió:
—El presente.
Sin transición alguna, aquella voz infantil se transformó en un aullido grave y monocorde que, gradualmente, fue subiendo de tono. Urd sostenía cada nota el tiempo suficiente para que los rostros de sus hermanas aflorasen por turnos a la superficie, y luego ascendía a la nota siguiente. A medida que su canto se iba volviendo más agudo, la mueca que deformaba sus fracciones se desencajaba un poco más, acrecentando la monstruosidad de su aspecto.
Al cabo de unos segundos, el sonido alcanzó una intensidad insoportable. Álex trató de protegerse tapándose los oídos, pero no le sirvió de nada. Aquel aullido ensordecedor perforaba todas las barreras y retumbaba en su interior, haciendo vibrar cada una de sus vísceras.
Cuando alcanzó el tono más agudo posible, de pronto las tres hermanas se separaron.
Y lo que parecía imposible sucedió: las tres emitieron un espantoso chillido a la vez, triplicando la fuerza del sonido anterior.
El triple alarido hizo temblar la mesa, los cristales y la carne de los presentes. El zafiro que flotaba a media distancia entre Jana y las trillizas estalló en mil pedazos intensamente azules y afilados que de inmediato volaron hacia Jana, como diminutos proyectiles. Entonces el tiempo pareció ralentizarse, y la progresión de los deslumbrantes cristales hacia el rostro de Jana se volvió lentísima, interminable. La muchacha los observaba petrificada, incapaz de reaccionar. Álex dejó escapar un grito de horror: si Jana no se movía, los fragmentos de la piedra la alcanzarían directamente en el rostro. Tardó un instante en darse cuenta de que su grito había sonado muy parecido al aullido inhumano de las trillizas.
Y en ese mismo momento notó que los cristales oscilaban en el aire, indecisos. La vacilación duró unas décimas de segundo, pero fue suficiente para sacar a Jana de su estupor. Bruscamente, el tiempo recobró su velocidad habitual, y Álex vio a Jana dibujar con asombrosa rapidez una línea sinuosa en el aire que permaneció flotando como un trazo de plata. Los fragmentos de zafiro rebotaron en aquel escudo luminoso y cambiaron su trayectoria, dividiéndose en tres chorros que se dirigieron velozmente hacia las trillizas.
Antes de que pudiesen hacer ni decir nada, todo había terminado. Los cristales se habían reunido mágicamente, recomponiendo el zafiro de Sarasvati. Pero, en su camino, había absorbido a las tres hermanas, dejándolas atrapadas para siempre en el interior de la piedra.
El zafiro flotó en el aire durante un largo rato, más azul y transparente que nunca. En la sala de juntas solo se oían los sollozos apagados de Pértinax, derrumbado sobre la mesa.
—Tal vez haya sido lo mejor para ellas —murmuró Lenya suavemente, mirando con piedad al anciano.
—Si… tal vez —repuso Pértinax, luchando por refrenar su llanto.
—El desafío ha terminado —dijo Óber, poniéndose en pie. Su rostro había adquirido un tinte ceniciento, y sus ojos parecían muertos, incapaces de expresión—. La hija de Alma ha resultado vencedora.
Todos los rostros se volvieron hacia Jana, y ella intentó esbozar una sonrisa, pero sus piernas temblaron y cayó al suelo desvanecida.
Alex se levantó de su asiento y se abalanzó hacia el cuerpo inconsciente de Jana, pero antes de que pudiera llegar hasta ella, un brazo largo y musculoso lo detuvo, asiéndolo por el codo.
—Déjala, se pondrá bien —dijo Erik, sin soltarle—. Ya la has ayudado bastante.
Álex miró a la cara a su amigo, que aflojó la presión sobre su brazo.
—¿Lo he hecho yo? —preguntó, incrédulo—. Ni siquiera sé cómo ocurrió, grite por instinto…
—Había algo en tu voz, un poder extraño que actuó sobre Jana, o tal vez sobre la piedra. En fin, mejor así. Todo ha terminado.
Lenya y Eilat habían acudido a ayudar a Jana. Entre los dos la habían sentado contra una pared, y Lenya soplaba repetidamente sobre sus labios.
—Solo quiero asegurarme de que está bien —dijo Álex en tono casi suplicante—.
Vamos…
—Ahora no —le cortó Erik—. Mi padre quiere hablar contigo, y tiene que ser ahora mismo. Ya que te dije que tenia algo que proponerte.
Álex alzó la mirada hacia Óber, que esperaba al extremo de la mesa, completamente tranquilo, aunque algo pálido.
—Pero ese trato ya no sirve —objetó Alex—. Jana se ha ganado por derecho propio la herencia de su madre. Lo ha hecho delante de todos los jefes de los clanes… Ahora ya no necesita la protección de Óber, nadie se atreverá a desafiarla.
—Quizás la necesite más que nunca —replicó Erik, impaciente—. Vamos, no se hace esperar al señor de los drakul… Ven conmigo, te llevaré a un lugar discreto donde podréis hablar sin testigos.
Álex se dejó conducir hasta el límite de oscuridad donde comenzaba aquella abertura al vacío que contenía el estrado de los hechiceros salmodiantes. Erik tiró de él, y ambos se internaron en aquella negrura durante unos segundos, para emerger finalmente en una pequeña estancia rectangular que no parecía tener ni puertas ni ventanas.
—Mi padre vendrá ahora —dijo Erik; y, antes de que su amigo pudiera preguntar nada, atravesó una de las paredes aparentemente sólidas del cuarto y desapareció de su vista.
Álex observó el lugar donde se encontraba mientras una sensación de nauseas crecía en su interior desde la boca del estomago. Las paredes, el techo y el suelo de aquella habitación parecían tallados en el rubí más puro y deslumbrante que pueda imaginarse. Aquel rojo perfecto y transparente, que se quebraba aquí y allá en múltiples cascadas de brillo y fluorescencias, mareaba a todo el que intentase fijar la vista en él, produciéndole una insoportable sensación de vértigo. Era como estar dentro de un acuario de sangre…
La entrada de Óber distrajo a Álex de aquellos pensamientos.
—Buena actuación —le saludó el padre de su amigo, sonriéndole con sus atractivos ojos azules—. Jana tendrá que estarte agradecida toda su vida.
—Yo no ha hecho nada —repuso Álex sin mucha convicción—. No creo que haya hecho nada…
Los ojos de Óber dejaron de sonreír, y en sus pupilas brilló un destello amenazador.
—Déjate de juegos conmigo, muchacho. No tengo tiempo para jugar al ratón y al gato. Sé quien eres, y sé que tú también los sabes. Elath y algunos otros creen todavía que podrías convertirte en el Último, pero tú y yo sabemos que eso no es más que tonterías. Tu padre hizo algo muy sabio antes de morir, no sé si estás al corriente.
Habló conmigo, decidió confiar en mí… Fue su forma de protegerte.
—Por lo visto, no le sirvió para protegerse a sí mismo —replicó Álex, luchando por controlar su ira—. Al fin lo mataste.
Óber arqueó las cejas.
—¿Crees que fui yo? —preguntó alegremente—. Vamos, no seas estúpido… ¿Por qué iba querer yo matar a tu padre? Lo necesitaba. No sabes cuanto lo necesitaba.
—Pero yo lo vi —insistió Álex—. Vi al monstruo que lo mató. Tenía alas… Es un demonio que está al servicio de los drakul desde hace mucho tiempo, Jana me lo dijo.
—Te equivocas, Álex, te equivocas por completo —dijo Óber con un acento de sinceridad que sorprendió al muchacho—. No sé qué fue lo que viste o creíste ver, pero te aseguro que no fuimos nosotros. ¿No lo entiendes? Él era el último de los kuriles, conocía el arte de cabalgar en el viento… Solo él podía leer el libro.
Álex recordó lo que su padre le había contado, y se preguntó qué parte de aquella historia conocería Óber.
—El libro desapareció después de su muerte —aventuró, jugándoselo todo—. Yo no lo tengo… Si era eso lo que querías preguntarme, ya tienes la respuesta.
Óber dio un puñetazo el la pared roja, desencadenando bajo la cristalina superficie un flujo de ondas concéntricas.
—Sé que no tienes el libro, ¿crees que soy idiota? Pero si tu padre podía leerlo…, quizás tú también puedas. Eso es lo que necesito averiguar cuanto antes.
—Para eso, antes tendríamos que encontrarlo —dijo Álex con cautela—. Y no creo que sea fácil…
—¿Tienes sus poderes? —insistió Óber con brusquedad.
Álex le miró directamente a los ojos.
—No lo sé —dijo—. Es posible que sí.
—¿No lo sabes? —Óber parecía a punto de estallar de impaciencia—. ¿Esperas que me trague eso? Si pudieras cabalgar en el viento, lo sabrías. Habrías visto los posibles futuros, habrías aprendido a navegar por ellos… Si nunca has tenido una de esas visiones, es poco probable que vayas a tenerlas a ahora.
—El arte de cabalgar en el viento se aprende, y mi padre no tuvo tiempo de enseñármelo. Pero también hace falta unas cualidades innatas…, y yo creo que las tengo.
—¿En serio? ¿Qué te hace pensar en eso?
Álex pensó por un momento en hablarle a Óber de su encuentro con Hugo en la torre de los vientos, pero enseguida desechó la idea. Ya tendría tiempo de contárselo más tarde, si no le quedaba otra opción… Por el momento, le pareció más juicioso guardarse aquella carta en la manga.
—No lo sé —replicó, encogiéndose de hombros—. Es solo una intuición… Además, piensa en lo que acaba de ocurrir en el combate entre Jana y las hijas de Pértinax. Tú mismo piensas que fui yo quien detuvo la piedra azul al gritar… Si eso es cierto, significa que tengo alguna capacidad para la magia, ¿no?
Óber arqueó las cejas, sonriendo.
—Es una posibilidad, lo admito —reconoció—. Pero, de todas formas, necesito esta seguro. Quiero someterte a una prueba, Álex. Una prueba definitiva, para averiguar si has heredado el poder de los kuriles.
—Ya… Supongo que es el precio que tendré que pagar a cambio de que me liberes del maldito tatuaje.
Óber lo miró con una sonrisa de incredulidad.
—¿Librarte del tatuaje? ¿Para qué? ¿Para que puedas divertirte un poco con esa encantadora criatura que acaba de destruir a sus tres enemigas? Te advierto que puede ser una diversión muy peligrosa.
—¿Eso significa que no me los vas a quitar, o que no me lo vas a quitar?
Óber esbozó una mueca de desden.
—Podría engañarte, pero no voy a hacerlo. ¿Para qué? Si realmente has heredado el arte de tu padre, averiguaras la verdad de todas formas… Y si no lo has heredado, nada de lo que puedas pensar me interesa. Ni yo ni ningún otro miembro de los clanes tiene el poder suficiente para romper el hechizo de David. Ese muchacho es una rareza, un… ¿Cómo lo llamaríais vosotros, los humanos? Un artista. Lo malo de los artistas es que sus obras son únicas. Se les puede imitar, pero no igualar. Y cuando su obra, en lugar de ser un cuadrito o una escultura, es un hechizo, lo que hacen es complicar absurdamente las cosas… No es la primera vez que surge alguien así entre los agmar. Son decididamente incómodos.
Álex trató de ordenar sus ideas.
—Entonces, si no puedes ayudarme a liberarme del tatuaje, ¿cómo piensas convencerme de que te ayude? Porque lo que tú quieres es que te ayude a encontrar el libro, ¿no es así?
Óber asintió después de un momento.
—Lo que quiero es que lo leas. Que leas en el libro. Solo si conseguimos leer los futuros posibles, encontraremos la forma de derrotar al Último… Pero para eso necesitamos actuar unidos. ¿Has visto la primera visión invocada por Jana? ¿Has entendido su significado?
—He visto a Drakul con la espada, a Agmar con la piedra y a Céfiro con el último de los libros de los kuriles. Los tres objetos mágicos más poderosos de los medu… Pero no sé qué hacían allí los tres juntos, ni para qué se habían reunido.
Aquella afirmación sorprendió sobremanera a Óber.
—¿Tu padre no te lo dijo? Tal vez esperaba que lo descubrieses tú solo, por tu cuenta —añadió, pensativo—. ¿Ni siquiera te lo imaginas?
Álex hizo un gesto negativo con la cabeza. Los reflejos rojos de las paredes oscilaban sobre el rostro de Óber como las sombras de una hoguera sangrienta.