Read Tatuaje I. Tatuaje Online
Authors: Javier Peleigrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
—Se trata del Último —dijo el jefe drakul, con un repentino acento de cansancio—.
Sabemos que está a punto de volver y que esta vez puede ser la definitiva. Nunca hemos estado tan débiles como ahora. Me duele admitirlo, pero es la verdad. La desaparición de Alma y los enfrentamientos posteriores entre los agmar y los varulf nos han dejado muy tocados.
—Quizás podrías haberlo previsto antes de ordenar el asesinato de Alma.
Los ojos de Óber relampaguearon, y una sombra de duda atravesó su rostro. Álex supo al instante que, esta vez, había dado en la diana, y que Óber se estaba preguntando si su acierto era fruto de la casualidad o de las dotes mágicas heredadas de su padre.
—Necesitábamos a Alma para derrotar al Último —reconoció el padre de Erik, mirando fijamente hacia la pared roja, como si no pudiese sustraedse a un penoso recuerdo—. Hice todo lo posible para obtener su apoyo, pero ella me traicionó. No tuve más remedio que eliminarla… Fue como matar un aparte de mí mismo. Pero no dejó otra alternativa. Dejarla con vida habría puesto en peligro la supervivencia de los medu. Su ambición no tenía límites… Lo entenderás cuando te lo explique el significado de la visión.
Se hizo un largo silencio, durante el cual Óber no dejó de mirar hacia la pared, intentando ordenar sus pensamientos.
—La última vez que tuvimos que enfrentarnos a los guardianes… corría el siglo XV, y ellos nos estaban venciendo. El Último, entonces se llamaba Arión, y su poder superaba a todos los demás guardianes juntos. Drakul, mi antepasado, hizo un pacto con unos antiguos demonios conocidos como los Olvidados para conseguir la espada Aranox. A cambio tuvo que renunciar a muchas cosas y, aun así, los guardianes seguían llevando la iniciativa de la guerra. Entonces regresaron ellos… Céfiro y la muchacha que había escapado con él. Los últimos kuriles, ¿entiendes? Ofrecieron su ayuda a Drakul a cambio de la promesa de que, sí vencían, podrían reconstruir su clan. Ellos cabalgaban en el viento, poseían los objetos necesarios para hacerlo: el último de los libros de los kuriles y el zafiro de Sarasvati. Con la unión de la espada, el libro y la piedra, los medu lograron derrotar al Último.
Álex observo el rostro sombrío de Óber, con los destellos de rubí reflejándose en sus ojos.
—La visión invocada por Jana fue una reconstrucción de aquel glorioso momento.
Los demás no lo entendieron… Drakul no quiso que los otros clanes lo supieran.
—¿Por qué motivo?
Óber no contesto de inmediato.
—Digamos que no cumplió del todo la promesa que había hecho. Después de derrotar al Último, le dijo a Céfiro que le permitiría reconstruir su clan…, pero solo si renunciaba a sus poderes de cabalgar en el viento. Ya nos había traído demasiados problemas, ¿comprendes?
—Acabas de decirme que salvaron a los medu de la destrucción…
—Es cierto, pero, una vez pasado el peligro, Drakul no volvió a pensar el Último. Tal vez creyó que había logrado destruirle por completo, que no tendríamos que enfrentarnos con él nunca más. El caso es que sus preocupaciones pasaron a ser otras… Si lo kuriles reconstruían su clan con su antiguo nombre y su antiguo poder, tarde o temprano querrían recuperar el trono. Y Drakul no deseaba eso. Había pagado muy alto precio por su primacía entre los medu, y no estaba dispuesto a perderla. Así que le dijo a Céfiro que solo podría volver a la comunidad si renunciaba a dominar el futuro, y él se negó.
—Jana me contó algo de eso —murmuró Álex—. Fue cuando Céfiro se convirtió en el Desterrado.
—En realidad, eso ocurrió algún tiempo después. Fue el heredero de Drakul quien tomo la decisión de ascender al trono. Su primera acción como rey fue expulsar a Céfiro de la comunidad de los medu… Pero su prometida no quiso acompañarle en su infortunio. Ella tenía sus propias ambiciones, y llegó a un acuerdo con los Drakul.
Fundaría su propio clan, a cambio de renunciar a la manipulación del futuro. Su magia quedaría muy reducida… Pero ella se las arregló para engañar tanto a Céfiro como a los drakul, quedándose, al final, con la piedra Sarasvati. Sin los libros kuriles, la piedra no servia para cabalgar en el viento, pero sí conservaba el poder de materializar algunas visiones del futuro y del pasado… Tal y como, hoy mismo, no ha demostrado Jana.
—O sea, que aquella mujer, la prometida de Céfiro, era Agmar…
—Era Agmar, sí, y le traicionó. Y ahora tú te has enamorado de su heredera… Tú, ¡un descendiente de Céfiro! Grotesco, ¿no te parece?
—Puede que los kuriles nos sintamos especialmente atraídos por las mujeres agmar —repuso Álex—. Quizás a los drakul no les ocurra lo mismo… ¿o sí?
Un relámpago atravesó los ojos fríos de Óber, iluminándolos brevemente.
—La diferencia es que los drakul siempre hemos debido anteponer el deber a nuestros sentimientos —murmuró Óber, retándolo con la mirada—. No se puede decir lo mismo de tus antepasados.
—Quizás tenemos ideas distintas sobre lo que significa la palabra.
Óber sonrió con condescendencia.
—Es posible —repuso—. De todos modos, no te he traído aquí para discutir cuestiones filosóficas… Necesito saber si has heredado los poderes mágicos de tu clan. Al fin y al cabo, eres un kuril, te guste o no; si queda alguien el mundo que pueda cabalgar en el viento y leer en el libro de Céfiro, ese eres tú.
Álex pensó de inmediato en su hermana Laura. También ella era descendiente de Céfiro, y, por lo tanto, también ella podría poseer, en teoría, la magia de los kuriles.
Su padre le había dicho que Laura era completamente humana, pero Óber no tenia por qué saberlo. Tal vez, si él le fallaba, intentaría utilizar a Laura para encontrar el libro perdido y leerlo. Esa idea le produjo un estremecimiento de angustia… Lo último que deseaba era que Óber involucrase a su hermana en los problemas de los meru.
—Cuando el Último regrese, debemos estar preparados. Tenemos la espada, y hoy averiguamos que Jana ha conservado la piedra Sarasvati, que Pértinax afirmaba haber heredado. Solo nos falta el libro… Y no podremos recuperarlo y utilizarlo si no es con tu ayuda.
Álex asintió y miró a Óber a los ojos, que reflejaban los destellos de color sangre de las paredes.
—Haré lo que pueda, pero es posible que no haya heredado los poderes de mi padre…
—Como te he dicho antes, eso es justamente lo que me propongo averiguar. Si quieres demostrarme tu buena voluntad, harás lo que voy a decirte: seguirás a Garo hasta la entrada del laberinto Necher y, una vez allí, lo atravesarás. Es decir, lograras encontrar la salida solo si tus visiones te ayudan. Si no, te quedaras atrapado hasta morir.
Álex no pudo evitar lanzar una carcajada.
—Gracias por presentarlo de ese modo. Es una invitación muy atractiva, ¿quién podría rechazarla?
Óber lo observaba con el ceño fruncido.
—Le prometí a Erik que no te engañaría —gruñó—. Es tu oportunidad para averiguar si has heredado el arte de cabalgar en el viento. A menudo, nuestra magia solo de manifiesta en momentos de intensa presión. Si eres capaz de ver el futuro, saldrás del laberinto, y si no… Bueno, sintiéndolo mucho, todo habrá terminado.
—¿Y qué te hace pensar que voy hacer lo que me pides?
—Podría obligarte si quisiera, pero no hará falta. No, es mejor que entres por tu propia voluntad… Y eso es lo que vas ha hacer. Y lo vas a hacer porque quieres a Jana, y ella pertenece a nuestro pueblo. Si el Último regresa y no estamos preparados, Jana desaparecerá con todos nosotros. Estoy seguro de que harías cualquier cosa para evitar ese final, ¿no es así?
Álex había dejado de reír. Sus ojos contemplaron fijamente las ondas cambiantes del suelo de rubí. Era como estar dentro de una pequeña víscera cristalizada.
Jana, que le había mentido tanta veces, que había intentado alejarle de todo aquello, que nunca podría ser suya porque un absurdo dibujo grabado en su piel les impedía tocarse… Jana estaba en peligro y él podía hacer algo por ella, aunque eso significase, de paso, salvar a todo su pueblo, a aquellos siniestros linajes de sombras que llevaban siglos manipulando a los hombres a través de la magia de los símbolos y las palabras.
Recordó lo que le había dicho Erik antes de entrar en la Fortaleza. El, en su lugar, se arriesgaría. Haría lo que fuera con tal de salvarla.
Estaba seguro de que no mentía al decir aquello. Pero, por mucho que Erik amase a Jana, él la amaba más; y estaba dispuesto a demostrarlo.
—Entraré en tu laberinto —afirmó, apretando los puños—. Y saldré de él. El amor también es una forma de deber, ¿sabes? Y yo quiero demasiado a Jana como para fracasar en esto.
Pocos minutos más tarde, Álex se encontró descendiendo en un moderno ascensor de acero hacia los pisos inferiores de la Fortaleza.
Muy cerca de él, Garo se atusaba nervioso las patillas. Sus ojos dorados miraban fijamente la pared metálica que tenía frente a sí.
—¿Por qué te han elegido a ti para acompañarme? —preguntó Álex de pronto, cuando ya llevaban varios minutos bajando.
Los ojos de Garo tardaron unos instantes en volverse hacia él, como si le costase trabajo reaccionar.
—Ellos nunca se acercan al laberinto —repuso con aquella especie de gruñido salvaje que le caracterizaba—. No pueden.
—¿Ellos?
—Los medu. Hay algo ahí dentro que tira de ellos, que los atrapa y los destruye… He acompañado a algunos hasta la entrada. Se resistían durante todo el descenso, suplicando, amenazando… Pero, al llegar al borde, era como si dejasen de pertenecerse a sí mismos. Traspasaban la puerta ciegamente, sin mirar atrás. Y algún tiempo después, se oían gritos. Gritos desgarradores, que hacían temblar toda la Fortaleza. No quisiera volver a oír esos gritos nunca más, aunque, la verdad, no sé por qué esta vez tendría que ser diferente.
La boca de Garo tembló un momento y sus fosas nasales se dilataron, como si estuviese olisqueando algo.
—No deberías entrar ahí —añadió, con una voz sorprendentemente humana—. Sé que, en parte, eres uno de ellos. El monstruo te destruirá.
Por un momento, Álex se preguntó si aquella extraña criatura le estaría tomando el pelo.
—¿El monstruo? —repitió—. ¿De qué monstruo hablas?
Seguían bajando a una velocidad uniforme. El ascensor vibraba ligeramente en algunos tramos, pero su ritmo no disminuía. El mecanismo que controlaba su descenso emitía un ronroneo grave y monocorde que, desde el interior, se oía muy lejano.
—No sé cómo es, pero sé que los destruye —dijo Garo en tono cauteloso—. Solo a ellos, a los medu… A los humanos, en cambio, los deja en paz. Pero eso no quiere decir que encuentren la salida del laberinto. He llevado a muchos allí, casi todos ghuls, como yo. Nunca he visto salir a ninguno. Pero al menos, cuando ellos entran, no hay gritos. No hay nada más que silencio.
Álex reflexionó sobre aquellas enigmáticas revelaciones durante el resto del descenso. Volvió bruscamente a la realidad cuando sintió en su estómago la disminución brusca de la velocidad, antes de que el ascensor se detuviera.
Las puertas se abrieron, y ambos salieron a un vestíbulo rectangular, pavimentado de mármol y amueblado en un rincón con dos sofás claros, de líneas rectas, colocados en ángulo y separados por una polvorienta mesita de cristal sobre la que reposaban un par de revistas ilustradas y un jarrón metálico lleno de rosas secas.
No había ventanas, y la única iluminación procedía de unos fluorescentes redondos incrustados en el techo, que bañaban la escena en una luz fría y desangelada.
Al otro lado del vestíbulo se veía una puerta de cristal. Una puerta corriente, de las que suelen encontrarse a menudo en los edificios de oficinas.
—Es ahí —dijo Garo en voz baja señalando hacia la puerta.
—No entiendo —Álex lo miró como si el otro hubiese perdido el juicio—. ¿El laberinto comienza ahí, en esa puerta?
Garo asintió.
—Todavía estás a tiempo de echarte atrás. Si lo haces, puedo ayudarte. Te sacaré de la Fortaleza sin que Óber se entere, y te pondré en contacto con alguien que puede esconderte. Óber no sabrá nunca que no has entrado… Creerá simplemente que no has encontrado la salida, como todos los demás.
Las puertas del ascensor se habían cerrado tras ellos. Álex contempló con los ojos muy abiertos aquella puerta igual a cualquier otra. El tatuaje le había empezado a doler, y parecía tirar de todo su cuerpo en aquella dirección. Sin embargo, Álex sabía que, si se lo proponía, podría dominar aquel impulso. Garo estaba en lo cierto, aún tenía elección… No estaba obligado a entrar en el laberinto, si no quería hacerlo.
—¿Por qué quieres ayudarme? —le preguntó a Garo.
El ghul sonrió, dejando al descubierto sus afilados colmillos. Parecía algo confuso.
—Tú no eres como los otros —murmuró—. No nos desprecias… Además, hay gente fuera que se preocupa por ti. Ya te he dicho que, si vienes conmigo, te llevaré con ellos.
Álex dio un par de pasos más hacia la puerta. El tatuaje le producía una quemazón enloquecedora. Se volvió por última vez para despedirse de Garo, que no le había seguido.
—¿Quiénes son esas personas que quieren protegerme? —preguntó, con cierta suspicacia.
Garo hizo un vago gesto con sus manos.
—Bah…, amigos. Gente de fiar —dijo en tono evasivo.
—Te agradezco lo que estás intentando hacer —le dijo Álex, sonriendo—. Y no tienes que preocuparte por mí; cuando salga, no le hablaré a nadie de esta conversación que hemos tenido. Óber no sabrá nada, te lo juro.
Garo lo miró de arriba abajo.
—¿De verdad crees que vas a salir vivo de ahí dentro? —Estaba asombrado—. Estás loco…
Álex se encogió de hombros.
—Saldré vivo de ahí dentro —afirmó—. No puedo permitirme el lujo de morir.
Al otro lado de la puerta había una larga oficina dividida en pequeños cubículos parcialmente aislados. A Álex le recordó una de esas redacciones de periódicos que aparecen en las películas, solo que las proporciones de aquel lugar le parecieron mucho mayores, y todo se hallaba abandonado y polvoriento. Las máquinas de escribir, negras y pesadas, parecían muy antiguas, lo mismo que los enormes teléfonos que había sobre los escritorios, con los números formando una circunferencia sobre un anillo blanco. Había teletipos de los que colgaban largas cintas llenas de palabras impresas, hojas de papel clavadas con chinchetas en corchos, estanterías repletas de archivadores, carpetas, grapadoras, estilográficas y cuadernos de notas por todas partes. A través de las ventanas se filtraba una luz crepuscular que alargaba las sombras de los objetos.