Read Tatuaje I. Tatuaje Online
Authors: Javier Peleigrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
Su mano derecha jugueteaba con un objero, semioculta entre los pliegues de su vestido.
Álex se sobresaltó al captar un destello azul entre los dedos de la muchacha. Se trataba de la piedra. Aprovechando la distracción de los dradkul, Jana estaba haciendo algo con el zafiro de Sarasvati. Inmediatamente, Álex dejó de mirarla y se concentró en la escena que se estaba desarrollando entre Erik y Óber. No deseaba atraer la atencion de ninguno de los dos hacia Jana. Fuera lo que fuera lo que ella estuviese intentando, intuía que los drakul no debían enterarse.
—No me opongo a que lo encierres durante algún tiempo, hasta que entendamos lo que ha pasado —le dijo Erik a su padre—. Pero no debes hacerle ningún daño.
Recuerda lo que nos reveló su padre. Sin su ayuda, no conseguiremos derrotar al Último.
Álex se dio cuenta de que Erik había eviado deliberadamente mencionar la relación que lo vinculaba al desaparecido clan de los kuriles, y la importancia que esa relación podía tener para localizar el libro perdido de Céfiro. Tampoco Óber había aludido a su ascendencia kuril en presencia de Jana… eso le hizo pensar que, probablemente, la muchacha ignoraba quién era realmente Hugo, y que por eso se había sorprendido tanto al oír lo sus visiones.
—Hugo nos mintió, ¿es que no te das cuenta? —contestó Óber en tono sarcástico—.
El Último es él. Y en caso de que nos equivocáramos…, no necesitamos su ayuda para nada. Tenemos a Aranox, que supo derrotar al guardián en su anterior manifestación. Lo mismo ocurrirá esta vez.
—Si tuvieras razón… Si Álex fuese de verdad el Último, ¿crees que lo vencerías tan fácilmente como Drakul vencio a Arión? Él es distinto, no cometería los mismos errores. Además, cada manifestación del Último es distinta de la anterior. Si su poder llega a manifestarse, ¡quién sabe cómo será! Ni siquiera podemos imaginarlo…
Óber había escuchado a su hijo con gesto pensativo.
—Tampoco estamos obligados a esperar a que se manifieste. Lo eliminaremos ahora, antes de que se convierta en le Último de modo definitivo. Ahora es débil, no nos causará ningún problema.
—Pero si lo matas, el poder del Último se reencarnará de inmediato en otra persona.
Como mucho, habrías ganado algo de tiempo.
—Eso no es poco… —comenzó a decir Óber.
Un brutal estruendo que parecía provenir de las entrañas de la tierra lo detuvo. Era el mismo sonido vibrante y amenazador que Álex había crepido oír mientras atravesaba el laberinto. Miró a Jana, que tenía los brazos alzados hacia el techo, con la piedra azul flotando sobre su mano derecha. Mantenía los ojos cerrados y estaba murmurando algo ininteligible.
De pronto, innumerables flechas de fuero rasgaron el aire en todas direcciones. Antes de que pudiera darse cuenta de lo que pasaba, Álex vio derrumbarse a uno de los ghuls que lo sujetaban con un agujero sanguinolento en el brazo.
Oyó gritos inconexos y exclamaciones de horror. Los ghuls corrían enloquecidos en todas direcciones, y los drakul parerían totalmente desorientados. Unos de los salmodiantes se contorsionaba en el suelo mientras profería terribles alaridos.
Los proyectiles no dejaban de caer, luminosos como brasas. En medio de la confusión, Óber se volvió hacia Jana, que miraba a su alrededor aturdida. La piedra ya no flotaba sobre su mano. Probablemente la habría guardado.
—Has sido tú, maldita bruja —dijo el jefe drakul, señalándola con el dedo—. Les has abierto la puerta a nuestros enemigos. ¿Cómo has podido? ¡Por tu culpa vamos a morir todos!
Jana retrocedió un par de pasos, mirando a Óber con cara de terror. Fuese lo que fuese lo que había hecho, estaba claro que no preveía aquel resultado.
—¿Lo has hecho tú, Jana? —Preguntó Erik, incrédulo—. Pero nuestros enemigos…
Álex alzó la cabeza y contempló fascinado las flechas de fuego que seguían abatiéndose sobre los drakul. No se veía a nadie disparándolas, parecían brotar de la nada. Sin embargo, Óber y Erik habían hablado como si supieran quiénes estaban detrás de aquello. Ambos atribuían el ataque a los guardianes.
Sin hacer caso del caos que le rodeaba, Óber se plantó de dos zancadas frene a Aranox, que seguía flotando sobre el centro de la mesa. Un segundo después, la espada estaba su mano. Blandiéndola a derecha e izquierda, a modo de escudo, Óber se abrió camino hacia Jana, que lo observaba con ojos desencajados. Las flechas de fuego rebotaban en la hoja de Aranos sin dañarla y caían al suelo reducidas a cenizas.
—Te voy a hacer pagar por tu traición, aunque sea lo último que haga —rugió Óber, mirando a la muchacha.
Erik se interpuso en su camino. Era algo más alto que su padre. Los dos se desafiaron en silencio con la mirada, ajenos a la destrucción que proseguía a su alrededor.
—Déjala en paz —dijo Erik—. No voy a permitir que le hagas daño.
Su padre lo apartó de un empujón y continuó su avance, pero Erik lo persiguió y lo agarró de un brazo.
—Para matarla a ella, antes tendrás que matarme a mí —añadió con voz serena.
Álex consiguió en ese momento zafarse de las garras del ghul que aún lo sujetaba y corrió hacia su amigo. Sin embargo, cuando llegó hasta él, Erik había caído al suelo.
Una brasa iluminaba su hombro como un carbón incandescente. Había sido alcanzado por uno de los proyectiles de los guardianes.
Olvidando el enfrentamiento que acababan de mantener, Óber se arrodilló junto a su hijo y le sujetó la cabeza con ternura. Erik respiraba con dificultar, pero no había emitido ni un solo quejido.
—No sobrevivirá —murmuraba Óber, sin hacer ningún caso de Álex, con los ojos fijos en el rostro de su hijo—. Es muy profunda, el fuego está matando la magia de su piel. No sobrevivirá… Hay que sacarlo de aquí cuanto antes.
Las flechas caían más dispersas, pero en el suelo yacían varios cadáveres consumidos a medias por el fuero. Los ghuls seguían aullando de terror.
Álex buscó a Jana con la mirada. Había desaparecido. En el mismo momento en que se dio cuenta comenzó a alejarse lentamente e Erik, procurando no hacer ningún movimiento brusco que llamase la atención de su padre.
En medio de su desesperación, Óber alzó de pronto la cabeza y empezó a mirar en todas direcciones. También él estaba buscando a Jana.
Al comprobar que la muchacha se le había escapado, sus ojos relampaguearon sobre Álex. El muchacho empezó a correr hacia la puerta principal de la estancia. Ya estaba llegando a ella cuando oyó la orden de Óber.
—Garo, ¡síguelo! Alguien tiene que pagar por esto.
Había visto a varios drakul forcejear con la puerta en vano, buscando una salida. Sin embargo, para su sorpresa la puerta se abrió en cuanto él la rozó con la mano. Sin saber lo que hacía, Álex atravesó el vestíbulo y se precipitó escaleras abajo. Muy pronto oyó los ágiles pasos de Garo descendiendo tras él. Empezó a bajar los escalones de tres en tres para ir más deprisa, pero, aun así, sentía al ghul cada vez más cerca. Era más rápido que él, y si no conseguía angañarle, pronto le daría alcance.
Al llegar al siguiente piso, en lugar de seguir bajando, se lanzó por un largo pasillo con puertas alineadas a la derecha. Todas las puertas estaban cerradas y cuando trató de abrir una de ellas no lo consiguió, de modo que continuó corriendo. Pero su cambio de estrategía no logró engañar a Garo, y pronto oyó los jadeos de su perseguidor a su espalda, aproximándose implacablemente.
Recordó la conversación que había mantenido con el ghul antes de entrar al laberinto y decidió jugarse el todo por el todo.
—¿Por qué haces esto? —Preguntó, deteniendose y dandose la vuelta—. Creía que no eras mi enemigo.
Garo aflojó la rapidez de su carrera, pero, aun así, continuó avanzando. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Álex vio que tenía los ojos inyectados en sangre.
También notó que la extraña criatura tenía que hacer un gran esfuerzo para no lanzarse de inmediato sobre él. Se había detenido a cierta distancia, y sus labios temblaban de avidez. En aquel momento parecía más inhumano que nunca.
—Los ghuls estamos obligados a obedecer las órdenes de nuestros amos —gruñó con lentitud—. Óber me ha dicho que te atrape y te atraparé. No puedo hacer otra cosa, no tengo elección. Deseo atraparte, deseo con todo mi ser darte caza y entregarte a mi dueño.
Pese a lo que acababa de decir, Garo no se movió ni un milímetro. Álex decidió seguir intentándolo.
—No creo que desees atraparme de verdad —dijo, en el tono más persuasivo que pudo encontrar—. Eso lo desea Óber, no tú. No estás obligado a obedecerle si no quieres. No le perteneces… Ningun ser humano puede pertenecer a otro ser humano.
Garo se echó a reír de un modo siniestro.
—Óber no es humano, ni yo tampoco —precisó, entrecerrando los ojos.
—Eres lo bastante humano como para desear encima de todo la libertad. Eso es propio de los hombres, ¿no? Y tú eres como todos en eso.
Garo emitió una nueva carcajada, que sonó apagada y sin ninguna alegría.
—¿Crees que solo los hombres aman la libertad? Qué equivocado estás. No tienes ni idea. Nunca tendrás ni idea. Pero sí has acertado en una cosa… Desobedecería a Óber si pudiera. Ojalá pudiese hacerlo.
—¡Puedes hacerlo! —Le aseguró Álex, avanzando audazmente hacia el ghul—.
Basta con que te lo propongas… Llevas demasiado tiempo siendo un exclavo ¡Ya es hora de que rompas las cadenas! La libertad está esperandote, solo tienes que salir corriendo y no volver a echar la vista atrás.
Durante unos segundos, Garo contempló al muchacho en silencio. Sus jadeos se habían espaciado, y sus ojos ahora estaban menos rojos que antes.
—No lo entiendes —murmuró con tristeza—. Aunque pudiera huir, ¿para qué iba a hacerlo? No tengo a donde ir, no hay nada que me interese ahí fuera.
Por primera vez, Álex lo miró con incredulidad.
—Pero eso es imposible —dijo—. Tienes que tener parientes o amigos en alguna parte. Siempre puedes volver con los tuyos…
—¡Para eso tendría que recordarlos!
Garo agachó la cabeza y se pasó una mano por el rostro. Fue un gesto rápido, como si estuviese intentando apartar un mal pensamiento.
—Lo siento —dijo, alzando los ojos de nuevo—. Tengo que llevarte conmigo.
Álex no rehuyó la tristeza de aquellos iris dorados. Había ido notando cómo la agresividad del ghul se desvanecía a medida que hablaba. Garo seguía insistiendo en cumplir con su deber, pero ya no lo deseaba como al principio. Algo en su interior había cambiado.
—Espera —murmuró, concentrándose en aquellos hermosos ojos de color topacio—.
Espera, quizá yo pueda ayudarte. Dices que has olvidado de dónde vienes… Pero yo lo veo en tus ojos. Es decir, veo algo que todavía no está claro; no hace mucho que me ocurre esto de las visiones y no las domino todavía. Pero si tienes un poco de paciencia, puede que lo logremos.
Garo frunció el ceño.
—¿Por qué tendría que fiarme de ti? —gruñó—. No eres más que uno de ellos, no te importa nada lo que me pase. Solo estás intentando ganar tiempo… Pero no te hagas ilusiones, no vas a engañarme.
Álex ni siquiera le escuchaba. Estaba absorto en la visión que comenzaba a abrirse paso en su interior. Era la imagen de un bosque. Un viento tibio agitaba las copas de los árboles, y el chirrido de los insectos se mezclaba con aquel rumor produciendo un armonioso concierto.
—Se llamaba Safat —murmuró, ensimismado—. El lugar donde naciste, Garo, se llamaba Safat. ¿Lo recuerdas ahora? Espera, te ayudaré a recordar.
Los labios de Garo comenzaron a temblar, y en su frente aparecieron dos profundas arrugas. Poco a poco los ojos se le fueron llenando de lágrimas. Álex siguió hablando con la mirada perdida en el vacío.
—Había un arroyo que cruzaba Sabat de norte a sur. Solías bajar por las noches a beber de sus aguas oscuras. Te acompañaban tus hermanos. La luna filtraba su resplandor a través del delicado follaje de los abedules. Te dormías escuchando el canto de los grillos. Tu casa estaba en las rocas del sur, y a la entrada había un pequeño avellano.
Mientras Álex hablaba, el paisaje que iba describiendo se materializaba a su alrededor. De pronto ya no estaban en el pasillo de un edificio de oficinas, sino en un frondoso bosque, pisando la tierra blanca y musgosa. Era de noche, el fulgor plateado de la luna proyectaba en el suelo un delicado encaje de formas vegetales que oscilaban en el viento. El canto de los grillos sonaba distante, mezclado con el murmullo de un arroyuelo.
Todo estaba allí, a su alcance. Podían oler la humedad de la tierra y el perfume áspero de los troncos resinosos, podían sentir en su cara la caricia del viento. Garo aspiraba el aire con fruición, mientras una sonrisa de añoranza danzaba en su rostro. El bosque lo había transformado; parecía más vivo y alerta que nunca.
—Safat —murmuró—. Lo había olvidado…
—¿No quieres volver allí? —preguntó Álex, hablando con una voz suave que no parecía la suya—. No tienes por qué seguir sirviendo a los medu, ya les has servido demasiado.
—Safat —repitió Garo, como en trance—. Safat, mi hogar… Pero yo ya no soy el que era entonces. Ellos me cambiaron.
El cerebro de Álex hervía por el esfuerzo. Mantener intacta la visión le obligaba a emplear toda su energía mental, y cada vez se sentía más cansado. Sin embargo, estaba decidido a seguir con aquello hasta el final. Y no solo por él… También por aquella extraña criatura a la que le habían arrebatado incluso los recuerdos.
—Mira los árboles —insistió, sacando fuerzas de la flaqueza. Las palabras afloraban a sus labios sin que él las eligiera, como si fluyesen naturalmente desde el centro de la visión—. Mira los árboles que te rodean, ellos no han cambiado. Y tú, en el fondo, tampoco… Sigues siendo el mismo. La sed te hace bajar hasta el arroyo, el sueño te empuja de vuelta a las rocas. Cuando tienes hambre, comes; cuando estás cansado, te tiendes a descansar sobre la tierra. Tus ojos son del color de las hojas del abedul en otoño. Así ha sido siempre, y así has visto siempre las cosas. Puedes volver a Safat…
Solo tenes que desearlo.
Álex se interrumpió, sintiendo que la cabeza estaba a punto de estallarle. Prolongar la visión le costaba cada vez mayor esfuerzo, y tuvo que cerrar los ojos para no distraerse contemplando la expresión de Garo.
—El arroyo que cruza Safat se llama Grendel. Sus aguas saben ligeramente dulces, y siempre están frías, incluso en pleno verano. Ningún agua sacia la sed como el agua de Grendel. La has visto miles de veces espumear sobre las piedras redondas y oscuras del fondo.