Read Tatuaje I. Tatuaje Online
Authors: Javier Peleigrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
Era una luz extraña. Iba cambiando imperceptiblemente a medida que Álex avanzaba por los interminables pasillos, volviéndose cada vez más tenue y azulada. Y las sombras se transformaban junto con la luz, ganando poco a poco mayor presencia, aumentando su densidad y su negrura. Al cabo de algunos minutos, el aspecto de la inmensa oficina desierta se había modificado por completo. Buena parte de los cubículos no eran ya sino manchas de oscuridad absoluta en la penumbra azul, y las manchas crecían a cada momento.
Con cada paso que daba, el dolor del hombro se hacía más insoportable. Era como si lo atrajese hacia las sombras, pero, ahora que las sombras lo rodeaban por todas partes, la sensación que tenía Álex era que varias garras tiraban de él a la vez en distintas direcciones, amenazando con desgarrarle.
Aun así, continuó avanzando. Cada vez que un fragmento del laberinto se hundía en la negrura ante sus ojos, experimentaba un nuevo desgarro, no solo en su piel, sino también en su interior. Tenía que utilizar toda su fuerza de voluntad para no lanzarse de cabeza a aquellas manchas de oscuridad, y el agotamiento que aquel esfuerzo le producía se reflejaba en sus movimientos, cada vez más vacilantes e irregulares.
Intentó concentrarse para ver lo que le esperaba. Al fin y al cabo, si quería salir de allí tendría que utilizar los poderes de los kuriles. Sin embargo, el bosque de sombras por el que avanzaba dispersaba su mente, destruyendo todo intento de mirar más allá. En varias ocasiones cerró los ojos para vencer aquella influencia destructiva, pero no le sirvió de nada. Incluso con los ojos cerrados podía notar la presencia de aquellos pozos vacíos de luz a su alrededor, y no era capaz de pensar en nada más.
Siguió caminando. La abandonada oficina parecía no terminarse nunca. La luz se había vuelto tan escasa que ya apenas podía distínguir los contornos de las máquinas de escribir sobre las mesas y los paneles de madera sintética que separaban unas oficinas de otras. Incluso dejó de oír sus propios pasos, como si la oscuridad se tragase los sonidos antes de que pudiera llegar a captarlos.
Perdió la noción del tiempo. No sabía cuántas horas llevaba caminando en línea recta por aquel laberinto cada vez más negro. Quizá ni siquiera estuviese avanzando en línea recta, sino dando vueltas. A esas alturas, ya no lo sabía.
Llegó un momento en que lo único en que podía pensar era en el dolor insufrible de su hombro. Sus pasos se volvieron más rápidos, y no tardó en darse cuenta de que estaba corriendo, como si de ese modo pudiese huir del dolor. Naturalmente, no le sirvió de nada. Cuanto más corría, más le dolía; pero, aun así, ya no tenía control sobre sí mismo para decidir algo tan sencillo como detenerse a descansar, de modo que siguió corriendo.
Los músculos de sus piernas estaban cada vez más fatigados, pero el dolor del hombro evitaba que fuese consciente de cualquier otra molestia física. Sí notó, en cambio, que en un determinado momento el avance se volvía más fácil, como si una fuerza desconocida le estuviese empujando. Nunca había corrido tan deprisa, y con cada zancada permanecía suspendido unos instantes en el aire, o al menos esa era la sensación que experimentaba.
«Me está aspirando —pensó de pronto, aterrorizado—. Esa cosa me está aspirando, y me devorará antes de que me dé cuenta».
Trató de concentrarse una vez más, y por unos segundos vislumbró un rostro en la penumbra, el semblante joven y triste de un joven de piel cetrina, tocado con un birrete azul oscuro. La visión duró tan solo unas décimas de segundo y se disolvió en la nada, dejándole una horrible sensación de vacío. Existía alguna relación entre el rostro que había visto y la fuerza que tiraba de él.
Ambos eran lo mismo, el centro de aquel pozo de oscuridad que lentamente iba tragándose todo cuanto lo rodeaba.
El aire le quemaba con cada inspiración, seco y tórrido como el viento de un incendio. Si continuaba corriendo al mismo ritmo, no tardaría en faltarle el aliento.
De pronto notó que el impulso de sus piernas lo mantenía flotando en el aire más tiempo del normal, y entonces sintió que se hallaba muy cerca de la fuente de toda aquella negrura. Gritó espantado, pero no pudo oír su propio grito. Un instante después, su mano aterrizó sobre algo blando, erizado de puntas y anillas metálicas.
Sus dedos palparon con indescriptible repugnancia aquel tapiz de ganchos, púas y esferas diminutas. Y también la carne que había debajo. Carne blanda, palpitante, sometida a la tortura de todos aquellos objetos punzantes que la perforaban.
La criatura se dejó palpar durante unos instantes, completamente inmóvil. Las manos de Álex ascendieron hasta distinguir, bajo la selva de piercings apretados unos contra otros, el contorno de una mandíbula y la forma abultada de unos labios. Aquello hizo reaccionar al monstruo, que retrocedió instantáneamente, rehuyendo el contacto.
—No lo entiendo —dijo una voz ronca, remota, viejísima—. No sabía que… No lo entiendo —repitió, casi como un gemido.
La oscuridad era completa. En el silencio que siguió a aquellas palabras, Álex oyó una respiración trabajosa, con ecos de gorgoteos al final de cada estertor. Esperó, aterrado, a que la criatura continuase hablando.
—De modo que eres tú —murmuró al fin la voz. Vacilaba un instante antes de pronunciar cada palabra, como si estuviese hablando en un idioma que no dominaba—. No pensé… Nunca imaginé que pudiese ocurrir algo tan extraño. Nada menos… ¡nada menos que uno de ellos!
—¿Qué… qué quieres decir? —acertó a balbucear Álex.
Su voz había sonado metálica, distorsionada por el vacío de luz que los rodeaba.
—El próximo guardián. Mi sucesor. ¿No lo entiendes? Yo soy Arión, pero ellos me llamaban el Último.
Álex creyó sentir de nuevo bajo sus dedos el contacto punzante de los pierángs y la piel apergaminada de debajo. Sintió deseos de vomitar. Habría dado cualquier cosa por poder salir corriendo de allí, cualquier cosa por no volver a oír la voz de aquel ser abominable.
—Estás equivocado —le dijo—. No soy el Último, ellos están seguros. Me hicieron uno de sus tatuajes. No podrían habérmelo hecho si fuera el Último, ¿no? Eso fue lo que me dijeron.
—Tú eres distinto —repuso la voz, pensativa—. Llevas su sangre, al menos en parte.
Quizá por eso se han equivocado. Hasta yo he dudado, al principio.
De nuevo se hizo el silencio. Un silencio irrespirable, tan negro como el pozo de sombra del laberinto.
—No puede ser —murmuró Álex, horrorizado—. Yo no puedo… Yo no quiero destruirlos.
La criatura emitió una espeluznante carcajada.
—Eres muy joven —dijo, como si tal cosa le pareciese sumamente divertida—. Yo también lo fui, una vez… Es normal que te cueste trabajo aceptarlo. Pero no tienes elección… Yo creí que la tenía, y mira cómo he terminado. No cometas el mismo error que yo. Son implacables.
—¿Cómo… cómo fue? ¿Cómo llegaste hasta aquí?
—Ellos me encerraron aquí. Me derrotaron. Nunca lo habrían conseguido de no ser por esa maldita espada. Aranox… Aranox te destruye con tu propio reflejo. Cuando te enfrentas a ella, te ves como realmente eres. Yo no pude soportarlo. No creo que nadie pueda. Así fue como lograron vencerme.
—Pero eso ocurrió hace más de quinientos años…
—¿Tanto tiempo ha pasado? Aquí abajo, el tiempo no significa nada, ¿sabes? Es como si no existiera. Se vive en un eterno presente.
—Pero ¿por qué no has muerto? ¿Por qué no te mataron?
—Drakul lo intentó, al principio. No lo consiguió, claro… El Último es mortal hasta el momento en que recibe el poder. Entonces sacrifica una parte de su humanidad, y, a partir de ese momento, su cuerpo no puede morir a menos que su alma sea destruida. Pero los medu no podían destruir mi alma, y, por lo tanto, no consiguieron matarme… Cuando se dieron cuenta de ello, Agmar convenció a Drakul de que me encerrase aquí. Pensaron que, mientras yo permaneciese prisionero, mi poder no podría pasar a otro ser humano, y no volvería a haber un Guardián de las Palabras.
Incluso yo llegué a creerlo, en algunos momentos… Pero cometieron un error fatal: este.
Álex sintió unos dedos erizados de pinchos y boliches metálicos que se deslizaban sobre su mejilla. Intentó apartar la cara, pero la mano de Arión no se lo permitió.
—Agujerearon mi piel y le engancharon estas joyas siniestras —gorgoteó su voz con acento lúgubre—. Me mutilaron y con cada una de esas perforaciones me arrancaron algo de lo que yo les había arrebatado a ellos. Una vez más, liberaron a las sombras…
Así fue como recuperaron su poder.
—No entiendo —murmuró Álex—. ¿De qué sombras hablas? ¿Qué fue lo que te arrancaron?
La mano se apartó. Álex oyó una sucesión de chasquidos metálicos en la oscuridad que le permitió seguir su movimiento.
—Las palabras. Los símbolos. Eso es lo que alimenta a los medu, lo que nutre su poder. Los usan para engañar a los hombres, para apartarlos de la luz de la verdad, condenándolos a vivir entre espejismos. Hasta que venimos nosotros, los guardianes, y se los arrebatamos. Obligamos a los hombres a volver a la luz. No les gusta. Viven muy cómodos en el laberinto de mentiras urdidas por los medu. Tradiciones, mitos, leyendas… La seducción de la palabra adopta miles de formas. Y los hombres son muy crédulos… Hasta que los obligamos a dejar de serlo.
—Pero ¿cómo lo hacéis? ¿Cómo les arrancáis la magia a los medu?
—Te lo estoy diciendo —replicó el monstruo con impaciencia—. Les quitamos esos dibujos horribles de la piel, que ellos utilizan para dominar a los hombres.
Alex no podía creer lo que estaba oyendo. De modo que se trataba de eso… El Último les había arrebatado su poder a los medu quitándoles los tatuajes. Y Agmar y Drakul habían conseguido recuperarlos… mutilando al guardián con aquellos innumerables piercings.
—He sufrido mucho —dijo de pronto Arión, y su voz sonó extrañamente joven y desvalida—. Pero ahora que has venido, comprendo que ha merecido la pena. ¡Qué sabio es el destino! ¡Escoger a uno de ellos para engañarlos! Esta vez será la definitiva. Los medu serán barridos para siempre de la faz de la tierra.
—Y eso ¿qué significaría para los hombres? No puedo imaginarme la vida sin palabras…
Arión rió de nuevo. Esta vez, sin embargo, su risa sonó fresca, casi infantil.
—¡No vas a quitarles las palabras! Qué idea más ridicula… Unicamente vas a liberarlos de su influjo. Vas a sacarlos de la esclavitud. La luz de la verdad… Eso es lo que vas a darles.
—No comprendo lo que quieres decir —insistió Álex, perplejo.
En la oscuridad, los piercings de los dedos de Arión entrechocaron unos con otros.
—Los humanos confunden las palabras con la realidad —explicó el monstruo con cansancio—. Viven prisioneros en ese mundo de representaciones, que les resulta muy cómodo. Se acostumbran a simplificarlo todo, ajustándolo a sus pobres símbolos. Lo que tú vas a hacer es sacarlos de esa comodidad… Seguirán utilizando las palabras para comunicarse, pero no las confundirán con el mundo. Aprenderán a cultivar otras facultades, como la contemplación y el silencio. Sobre todo, perderán la capacidad de inventarse realidades alternativas y de escaparse a ellas. Las ficciones desaparecerán… ¡Esa es la verdadera liberación!
Álex no dijo nada. La presencia de Arión a su lado amenazaba con asfixiarle. Lo único que deseaba era alejarse de él.
—No quieres hacerlo, ¿eh? —dijo Arión, después de un rato.
—No —admitió Álex.
Pasaron varios minutos, que al muchacho se le hicieron interminables, durante los cuales no se oyó otra cosa que la respiración irregular del monstruo y los chasquidos metálicos que emitía con cada movimiento, por leve que fuera.
—No creas que no te entiendo —dijo la voz al fin—. Ya te llegará el momento, es pronto todavía. Para mí es suficiente con saber que estás ahí, y que antes o después terminarás lo que yo empecé. Pero, para eso, tengo que sacarte de aquí… Tengo que devolverte al exterior.
Álex intentó adivinar la silueta de Arión en la negrura.
—¿Puedes hacerlo? —preguntó, asombrado—. ¿Puedes encontrar la salida?
Entonces, ¿qué haces aquí? ¿Por qué no has escapado?
Le pareció que la respiración del monstruo se aceleraba.
—Los odio demasiado. No puedo escapar de mi propio odio, ¿entiendes? Este laberinto no es más que eso; el bosque de sombras de mi mente. Aranox materializó mi reflejo y lo convirtió en esta prisión. Tendría que dejar de odiar para salir.
—¿Y eso es imposible? Quizá yo podría ayudarte…
—No serviría de nada. Pero no me importa. Lo importante es que tú estás aquí, y tú sí puedes salir. No cometas el mismo error que yo, no te dejes atrapar por tus propias pasiones. Son nuestras peores enemigas.
La mano de Arión aferró la suya en la oscuridad. Álex se preguntó cómo se las arreglaba aquel despojo humano para percibirle en medio de tanta negrura.
Los implantes metálicos de los dedos de Arión se clavaron en la muñeca del muchacho, que se sintió arrastrado hacia delante. Dejándose guiar por el Último, comenzó a caminar con paso inseguro, totalmente desorientado por la profundidad de la negrura en la que se hallaban sumergidos. Poco a poco, sin embargo, fue adaptándose a la marcha firme de su guía, que avanzaba con lenta regularidad, sin vacilar jamás.
La oscuridad empezó a deshilacharse en amplios jirones, y Álex suspiró aliviado cuando sus ojos captaron el débil resplandor de una luz azulada, como de cielo nocturno, en los confines de su campo visual. Aquella tenue claridad fue barriendo las sombras que lo cubrían todo, hasta deslizarse sobre la superficie erizada de objetos metálicos del rostro del guardián. Álex tuvo que reprimir un grito de repugnancia al distinguir el perfil de aquel rostro erizado de bolas y ganchos de acero.
Nunca en su vida había contemplado una imagen más impresionante. Pero Arión no dio muestras de percibir su reacción de asco, y continuó tirando inflexiblemente del muchacho.
Llegaron a una especie de nave industrial inmensa y repleta de los más variopintos objetos. Cientos de reproductores cinematográficos proyectaban películas sobre los muebles y las paredes simultáneamente, creando una insoportable confusión de imágenes y sonidos. Mientras caminaban, Álex vio a su derecha los restos carbonizados de un campamento indio, y un poco más allá una antigua diligencia con ruedas rojas y asientos de terciopelo desvencijado. A la derecha se desplegaba lo que parecía la consulta de un psiquiatra, con una lamparilla verde sobre el escritorio y un diván de cuero negro pegado a la pared.