Read Tatuaje I. Tatuaje Online
Authors: Javier Peleigrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
Una aguda punzada en el hombro hizo que Álex se volviese instintivamente hacia Jana. La muchacha se había puesto de pie y miraba en silencio la espada, en actitud de profunda concentración. Álex sintió con mayor fuerza que nunca el vínculo que le unía a ella a través del tatuaje. Toda su mente se volcó en el rostro cautivador de Jana, tratando de penetrar en sus pensamientos.
Fue entonces cuando creyó oír en su interior la voz suave y apaciguadora de la muchacha. . Álex respondió a aquellas palabras con una sonrisa alentadora. Fue como si Jana percibiese dentro de sí el calor de aquella sonrisa, porque de inmediato se volvió hacia él y también le sonrío.
—Estoy lista —dijo, mirando a las trillizas.
—Yo también —repuso Urd, la trilliza de cabellos negros, con su voz cavernosa y sin expresión.
Las dos jóvenes caminaron hacia el extremo de la mesa y colocaron frente a frente, muy cerca la una de la otra. Curiosamente, a pesar de sus grotescas proporciones infantiles, la hija de Pértinax tenía la misma estatura de Jana; y lo más inquietante de todo era que entre aquel rostro vacío de cartón piedra y el semblante cautivador de Jana existía un innegable parecido. Anteriormente, Álex no había reparado en él, pero ahora que podía contemplar a las dos muchachas tan cerca la una de la otra, la semejanza saltaba a la vista.
Durante unos minutos no se oyó en la gran sala acristalada más que la interminable salmodia de los hechiceros. Álex evitaba mirar hacia el oscuro vacío de donde provenía aquella especie de teatro de sombras colgado de la nada. El tatuaje seguía doliéndole, pero al mismo tiempo le invadía una sorprendente sensación de calma.
Era como si Jana, a través del dibujo de su piel, estuviese diciéndole que todo iba a salir bien; aunque lo cierto era que, observando el rostro gozoso de Pértinax y la sonrisa de Óber, Álex no las tenía todas consigo.
De pronto, por encima de los cantos retumbó la voz cavernosa de Urd:
—El pasado —dijo, alzando hacia el techo la mano derecha.
Sus rasgos empezaron a distorsionarse hasta convertirse en una mueca aterradora, mientra entre sus dientes el aire brotaba con un silbido progresivamente más agudo.
En un momento dado, a la altura del pecho, el vestido empezó a teñirse de un líquido azul, mientras un resplandor del mismo color se elevaba desde aquel punto hacia lo alto. A medida que el resplandor abandonada el cuerpo de la joven, este se iba arqueando hacia delante, torturado por el esfuerzo.
La luz azulada no tardó en condensarse en una miríada de puntos que, al unirse, formaron la imagen tridimensional de una mujer vestida con una tunica blanca. La mujer llevaba los largos cabellos sueltos sobre los hombros, y exhibía un evidente parecido con Jana.
A sus espaldas, Álex oyó algunas exclamaciones sofocadas.
—Alma —murmuró Erik—. Un duro golpe para Jana, ella no puede hacer eso.
Álex recordó lo que Jana la había contado acerca de su incapacidad para tener visiones relacionadas con su madre. Probablemente te trataba de una laguna en sus poderes bien conocida entre los jerarcas de los clanes. Urd estaba jugando muy bien sus cartas… El hecho de que ella sí fuese capaz de invocar la imagen de Alma podía hacer pensar a muchos que Urd era, en realidad, la heredera espiritual de la última hechicera agmar.
La visión de su propia madre ejerció, además, un efecto desgastador sobre Jana, que se quedó largo rato mirándola con ojos desencajados, hasta que la figura comenzó a disolverse de nuevamente en el aire.
—Es tu turno Jana —le recordó Óber, una vez que la visión de Urd se hubo disipado por completo.
Jana juntó las manos a la altura del pecho, cerró los ojos y elevó la cabeza hacia lo alto. A Álex le pareció que oía un canto desafinado y triste en su interior, el mismo que la muchacha estaba utilizando para invocar su visión. En esta ocasión, todo ocurrió gradualmente, provocando que el efecto final resultase aún más impresionante.
Primero fue un viento ardiente y seco, cargando da granos de arena que obligaron a los presentes a cerrar los ojos. Cuando Álex se decidió a abrir los suyos, la transformación que se había operado a su alrededor le dejo con la boca abierta. La arena había cubierto buena parte de la sala de juntas, y en algunos lugares llagaba hasta la altura de la mesa. El espectáculo de aquellos funcionales muebles de oficina semihundidos en las dunas habría bastado para llenar de perplejidad a cualquiera.
Pero la cosa no se detuvo ahí. Mientras la arena se acumulaba en todo los rincones, la luz había aumentado de intensidad hasta volverse cegadora. Bajo la blancura resplandeciente de aquella luz, los objetos y los personajes de la sala se disolvieron como la sal en el agua. En su lugar, bruscamente, surgió la silueta imponente de un templo de piedra, cuya estructura recordaba a las antiguas mastabas de los egipcios.
La entrada del templo destacaba como una gran boca oscura en medio de la deslumbrante claridad, enmarcada por largos frisos de jeroglíficos. Y delante de aquella entrada se encontraba una mujer y dos hombres mirando con expresión hierática a los presentes. Los tres iban vestidos con ropajes suntuosos que a Álex le recordaban algunos cuadros renacentistas. El hombre del centro era más alto que sus dos compañeros, y sostenía con ambas manos una espada semejante a Aranox.
—Drakul —dijeron varias voces, casi al unísono—. Es Drakul, el fundador de esta casa…
—Se parece mucho a ti —susurró Álex, volviéndose hacia Erik—. Es casi idéntico…
—Los medu del mismo linaje nos parecemos mucho —repuso Erik—. Fíjate en la mujer, ¿no dirías que es Jana?
—Se parece muchísimo, aunque es rubia…
—Es Agmar, la fundadora de su clan. Fíjate en ese objeto que flota sobre la palma de su mano. Es la dichosa piedra.
Álex observó fascinado la figura de Agmar, concentrada en observar la piedra como si estuviese a punto de entrar en trance. Llevaba un largo vestido de brocado carmesí con bordados de plata, y los cabellos dorados ceñidos por una redecilla de perlas.
Pese a la antigüedad de aquel atuendo, el parecido con Jana resultaba asombroso: los mismos ojos aterciopelados, los mismos labios serenos y seductores, la misma belleza distante, que ejercía un irresistible magnetismo sobre todos los que la rodeaban.
—El otro no sé quien es —murmuró Erik—. No lo he visto nunca.
Álex observo al tercer personaje de la visión con el corazón encogido. Era un joven apuesto y sombrío, vestido enteramente de negro, y no se parecía a nadie que el hubiese visto anteriormente. Sin embargo, sabía quien era. Lo sabía por el libro que sostenía, cerrando, bajo su brazo, un viejo libro encuadernado en cuero que en principio no tenia nada de especial. Sin embargo, algo debía de tener cuando se encontraba allí, en la visión de Jana, junto a la espada y la piedra.
Era una representación del ultimo de los kuriles, el que su padre le había pedido que buscase; el motivo, en definitiva, de que él estuviese allí. Hugo le había dicho que lo reconociera en cuanto los viera, y eso era exactamente lo que acababa de suceder. Lo había reconocido, si, pero, al mismo tiempo, Álex comprendió que aquella apariencia de objeto vulgar no era la verdadera. El viejo volumen simboliza en realidad algo mucho más poderoso, algo que ninguna podía contener.
En cuanto al portador del libro, aquel joven de rostro triste y pensativo, no podía ser otro que Céfiro, su antepasado. El último de los príncipes kuriles…
Las tres figuras permanecieron estáticas mientras el viento agitaba sus vestidos y las dunas de arena a sus pies. No se miraban, ni parecían conscientes de la presencia de los otros. Toda su atención estaba concentrada en el objeto que custodiaba cada uno de ellos. La piedra azul y resplandeciente de Agmar, la espada de Drakul y el libro de Céfiro.
En un momento dado, la mujer comenzó a mover los labios, como si estuviese recitando una formula ritual inaudible. El viento arreció, arrastrado toda la arena del suelo y envolviéndolos a todos en un denso remolino rojizo. Álex sintió la áspera bofetada del huracán cargado de arena en sus mejillas, y se vio obligado a cerrar nuevamente los ojos. Cuando los abrió, los tres personajes habían desaparecidos. En su lugar vio a Jana tambaleándose sobre sus piernas temblorosas, con su vestido negro sucio de arena y polvo y la mano derecha extendida con la palma hacia arriba.
De inmediato se oyeron gritos y exclamaciones ahogadas: sobre la mano de Jana brillaba la piedra de la visión, el zafiro azul de Sarasvati.
—La tiene ella —rugió Óber, incrédulo—. Pértinax, ¿a qué has estado jugando?
El viejo se puso en pie como movido por un resorte y empezó a agitar los brazos con expresión desencajada.
—¡No es justo! ¡Ha hecho trampa! El objeto mágico le da una clara ventaja sobre mi hija. ¡Exijo que el duelo se suspenda inmediatamente!
En respuesta a la demanda del anciano, la espada Aranox emitió un suave resplandor rojizo. El anciano se dejó caer en su asiento, repentinamente atemorizado.
—El duelo ha comenzado y no se detendrá —dijo la voz de Óber, transformada en una especie de rugido sobrenatural.
El jefe drakul había pronunciado aquellas palabras sin mover los labios, y Álex comprobó que en realidad era la espada quien estaba hablando a través de él.
—El resultado es incierto, las desigualdades se compensaran —prosiguió la voz—.
Urd y sus hermanas comparten una misma consciencia y una misma sabiduría. Es justo que se unan.
Álex sintió que se le erizaba la piel y que la garganta se le secaba. No había experimentado un horror semejante desde la infancia, cuando tenía pesadillas y su padre acudía a consolarle. O tal vez hubiese experimentado lo mismo el día que su padre murió, aunque no lo recordara.
Lo cierto es que lo que estaba ocurriendo ante sus ojos era más espeluznante que ninguno de sus sueños de infancia. Antes de que la voz dejase de hablar, las dos hermanas de Urd comenzaron a caminar como autómatas hacia su hermana, y, la llegar hasta ella, las tres se fundieron en un abrazo. Sus labios, sus manos y sus cabellos se mezclaron hasta confundirse… Y, poco a poco, los tres cuerpos se superpusieron para formar uno solo. Era una imagen terrible, porque a través de los ojos redondos y azules de Urd ahora miraban, prisioneras, sus dos hermanas. Un monstruo abominable con aspecto de muñeca… y sorprendentemente parecido al de su bella adversaria.
Jana había contemplado la metamorfosis de Urd sin moverse un ápice de su sitio.
Tenía el rostro convulso por el esfuerzo que había supuesto para ella la anterior visión, pero su mirada no reflejaba miedo.
—El futuro —siseó lentamente una triple voz a través de los labios de Urd.
Los brazos de la joven comenzaron a moverse como si estuviese ensayando una antiquísima danza. Al desplazarse, los miembros de Urd se triplicaban, liberando por un momento los miembros cautivos de sus hermanas. Parecía una criatura mitológica, una de esas deidades hindúes de innumerables brazos. Álex se estremeció de terror y repugnancia; tuvo que hacer un gran esfuerzo para no apartar los ojos de la monstruosa hija de Pértinax.
Pronto quedó claro que aquella danza espeluznante tenía un objetivo. Con cada uno de los movimientos de Urd, la piedra azul de Sarasvati se alejaba unos centímetros de la mano extendida de Jana, sin que esta pudiera hacer nada por impedirlo. Sin embargo, cuando el zafiro alcanzó el punto medio entre las dos contendientes, dejó de avanzar y se quedó flotando inmóvil en el aire. La danza de Urd se volvió más rápida y desenfrenada que antes, y sus rasgos comenzaron a retorcerse de un modo extraño, dislocándose brevemente en una triple boca o en media docena de ojos. Pero aquellos esfuerzos no dieron ningún resultado: una vez situado en el centro de la escena, el zafiro no se movió ni un milímetro más.
Los ojos redondos de Urd se oscurecieron de odio, pero aquella reacción humana de impotencia duró tan solo unos segundos. Enseguida, sus rasgos se acartonaron una vez más, confiriéndole el aspecto de una máscara. Una horrible polifonía comenzó a brotar de su pecho, entonando un canto monótono e incomprensible.
Las múltiples voces de aquel canto se condensaron en un ruido de lluvia torrencial, que se hizo visible ante los aterrados ojos de Álex; una granizada de formas y colores que rápidamente compusieron una imagen tridimensional, tan vívida como si fuera real.
Se trataba de Erik. Parecía algo más mayor, más atlético quizá que en el presente, y una intensa palidez cubría su rostro, acentuando la nobleza de sus rasgos. Sostenía con ambas manos el puño de Aranox, blandiéndola contra un enemigo invisible. Su mirada se encontró un momento con la de Álex, y este dejó escapar un grito de asombro. Eran los ojos de su amigo, fieros y concentrados, más impresionantes que nunca.
—¡Fijaos! ¡Lleva una corona! —dijeron varias voces a coro.
En efecto, una corona que parecía de fuego ceñía la frente del muchacho.
La visión se disolvió de golpe al tiempo que la salmodia de Urd cesaba, dejando la sala sumida en un sepulcral silencio.
—Será rey —acertó a decir Eliat, impresionado—. Óber, tu hijo ocupará el trono vacío…
A pesar de lo halagador del comentario, Óber torció el gesto con evidente disgusto e intercambió una enigmática mirada con Erik. Álex observó que su amigo se había puesto intensamente pálido. No daba la impresión que aquella escena que Urd les estaba mostrando le hubiese sorprendido agradablemente, sino más bien todo lo contrario.
Una seca carcajada atrajo todas las miradas hacia Jana.
—¿Cómo podéis ser tan ilusos? —gritó la muchacha con ojos llameantes—. Os están manipulando…
—¿Estás insinuando que mis hijas no han mostrado la verdad? —preguntó Pértinax, indignado.
Jana se encaró con Urd la miró a los ojos.
—La verdad tiene muchas caras —repuso, colérica—. Ellas os han mostrado una…
Yo os mostraré la otra.
Antes de que terminara de hablar, su vestido comenzó a deshacerse en finas cenizas grises que cayeron girando a sus pies. El torbellino fue extendiéndose por el suelo hasta engullirlo todo, y Álex se encontró de pronto sumergido en aquella nube turbia que le quemaba los ojos, luchando por respirar. Perdió la noción del tiempo, y la falta de oxígeno lo sumió en una especie de letargo que solo empezó a disiparse cuando las cenizas dejaron de girar y se depositaron en el suelo.