Tatuaje I. Tatuaje (39 page)

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Authors: Javier Peleigrín Ana Alonso

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

—¿Quieres que suba las persianas? —preguntó Jana.

David tomó la lámpara que su hermana le tendía y, tras conectarla a un enchufe, la depositó sobre la repisa de la chimenea, a escasa distancia del lecho de Óber.

—No, esto no se puede hacer con luz natural —murmuró, apartando la bata de raso del pecho del drakul—. Con esa lámpara tengo suficiente.

Jana avanzó temblando hasta la cama de Óber y se quedó de pie junto a la cabecera.

Observó con aprensión el retorcido dragón azul tatuado sobre el pecho del padre de Erik. De modo que aquel era su tatuaje particular, el que lo diferenciaba entre todos los medu. Jana lo examinó con atención: era un dibujo poderoso, que representaba una bestia a la vez delicada y feroz, de una brutal hermosura.

Sin pronunciar palabra. David se arrodilló junto a la cama y posó el dedo índice de su mano derecha sobre la cola del dragón. Lentamente, siguió el contorno del tatuaje con aquel dedo, deteniéndose en algunos puntos y apresurándose en otros, como si su mano estuviese ejecutando una especie de danza. Repitió aquel gesto varias veces, estudiando cada milímetro del dibujo, mientras su hermana observaba sus movimientos sin perder detalle.

El único sonido que llegaba hasta ellos era la respiración trabajosa y entrecortada de Erik. El aliento de Óber, por el contrario, fluía con tal lentitud que su pecho apenas se movía con cada nueva inspiración de aire.

EI índice de David se detuvó a la altura de la boca del dragón. Luego, con extraña seguridad, comenzó a remodelar el tatuaje a base de leves toques que, bajo la yema de su dedo, transformaban cada detalle del dibujo. Fascinada, Jana siguió con la mirada el progreso del trabajo de su hermano a través de toda la anatomía del monstruo mítico que, desde el mismo momento de su nacimiento, se había convertido en el símbolo personal de Óber. El dragón cambiaba a ojos vistas. Sus ojos ganaron en profundidad, y en sus párpados apareció un pliegue de irónica tristeza. Las escamas se volvieron más brillantes y, a la vez, más ásperas. Las garras eran ahora mas afiladas; la boca, en cambio, menos agresiva. En pocos minutos, el aspecto de la criatura grabada sobre la piel de Óber se había modificado por completo.

Cuando David terminó, se apartó un poco del cuerpo dormido sobre el que había estado trabajando y contempló su obra con los ojos entrecerrados.

—Es increíble —murmuró—. Nunca imaginé que los años pudiesen cambiar tanto a un hombre.

Su hermana lo miró con expresión interrogante.

—¿Cómo lo has hecho? —se atrevió a preguntar en un susurro.

David se volvió hacia ella con los ojos todavía empañados por el reciente esfuerzo.

—He dejado que su piel me hablara —repuso en tono cansado—. He mirado en su interior. Ahora es más imponente, ¿verdad?

Jana observó impresionada el nuevo aspecto del dragón que reposaba sobre el pecho de Óber. Sí. Resultaba más imponente que antes, pero también sorprendentemente humano. En su mirada se leía un sufrimiento que no estaba al principío. Había mucha fuerza en aquellos ojos, pero también había astucia y flexibilidad. Jana nunca habría creído que un tatuaje pudiera llegar a resultar tan expresivo.

—¿Era esto lo que Óber quería? —preguntó suavemente.

David asintió sin apartar los ojos del dragón.

—Supongo que sí; quería transmitírselo todo a él, a Erik. Hay mucha energía en esta figura, pero no sé si será suficiente… Quizá ni siquiera el dragón pueda salvarlo.

Jana observó ensimismada el rostro aristocrático e inteligente de Óber. Una vida por otra vida: eso era lo que el jefe drakul había decidido… Por un momento sintió la tentación de volverse atras. Después de todo, ellos no eran dioses, y le repugnaba tener que arrebatarle la vida a un hombre para dársela a otro, aunque el primero fuese su enemigo mortal y el segundo lo hubiese arriesgado todo por ella.

—Estamos perdiendo un tiempo precioso —dijo David, sacudiendo la cabeza como si quisiese deshacerse de un mal pensamiento—. Tráeme la espada, anda. Cuanto antes terminemos con esto, mejor.

Jana fue hasta la cómoda y cogió con ambas manos la espada de Óber. Era muy pesada; tanto, que los brazos le dolían cuando se la entregó a David. El joven, a su vez, la sostuvo un momento ante la lámpara y contempló admirado los emblemas modelados sobre la empuñadura y los tenues símbolos grabados en su hoja.

—Aranox —dijo, pronunciando la palabra con un respeto que sorprendió incluso a su hermana—. La espada que una vez salvó a todos los medu. Cada uno de estos símbolos es el resumen de una vida. Míralos. El poder y la sabiduría de doce generaciones concentrados en una hoja de acero.

Jana observó los bellos jeroglíficos alineados sobre la hoja de la espada. Solo resultaban visibles de cerca pero su factura era mucho más delicada y perfecta que la de los relieves dorados de la empuñadura. Había un águila, un delfín, una cabeza de ciervo, un lagarto, una araña… Cada uno de aquellos signos había sido el tatuaje de un jefe drakul en otro tiempo. Ahora, tal y como había dicho David, representaban todo lo que quedaba de aquellos antiguos guerreros. La espada se había convertido en su última morada, en una especie de tumba gloriosa y, a la vez, misteriosamente viva.

Y en unos instantes, un nuevo símbolo se añadiría a los otros. Jana ahogó un grito cuando David alzo la espada y la clavó con todas sus fuerzas en el pecho de Óber, exactamente a la altura del tatuaje. El tórax del drakul se contrajo bruscamente, y la sangre empezó a manar a borbotones. Era una sangre densa, oscura, que brillaba a la luz mortecina de la lámpara con un destello púrpura. Rápidamente, se ramificó sobre la piel desnuda, dibujando un intrincado espino de color rubí.

—Está muerto —dijo David con voz apagada.

Jana lo vio asir con ambas manos la empuñadura de la espada y tirar con fuerza para extraerla del cadáver. La espada se desprendió con un sonido brusco y gorgoteante.

Los ojos de los dos hermanos se encontraron. Jana se sujetó la mano derecha con la izquierda, para evitar que David notara su temblor. Lentamente, su mirada resbaló basta el filo de la espada ensangrentada. Había un nuevo dibujo grabado en su hoja: la fisura diminuta y precisa de un dragón rampante.

Sin limpiar la sangre de la hoja, David avanzó con cuidado hasta el lecho de Erík.

Después de una vacilación que duro tan solo unos segundos, Jana se le adelantó y se apresuró a apartar una de las cortinas violetas de la cama. Por un instante, los dos jóvenes contemplaron el rostro demacrado y gris del hijo de Óber. Si no hubiera sido por los estertores que brotaban irregularmente de su boca, habrían creído que estaba muerto.

David se inclinó sobre el enfermo y rozó con la punta de la espada la herida negruzca del hombro. Después, con sorprendente delicadeza, apartó las sábanas y depositó a Aranox verticalmente sobre el pecho desnudo del muchacho. Jana creyó advertir un débil reflejo de luz que recorría la hoja desde la punta hasta la empuñadura al entrar en contarlo con la piel del heredero drakul.

Entonces sucedió algo asombroso. Bajo la espada, una mancha oscura comenzó a extenderse sobre la piel, avanzando en todas direcciones como un charco de tinta. En pocos segundos, la mancha adquirió un contorno bien definido, e innumerables detalles aparecieron sobre su superficie; el brillo plateado de unas escamas, la oscuridad de unos ojos infinitamente sabios, la superficie casi transparente de unas alas…

La espada refulgió un instante y lingo se apagó. El ritual había concluido… La espada había traspasado la fuerza espiritual de Óber a su hijo. El tatuaje del dragón, que David había retocado con tanto cuidado, brillaba ahora sobre el pecho de Erik.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Jana con un hilo de voz.

—¿Ahora? No lo sé —contestó David, apartandose del lecho del enfermo con expresión agotada—. Esperar, supongo… Esperar a que algo suceda.

Jana caminó hasta él y, cogiéndole la mano derecha, la apretó cálidamente entre las suyas.

—Mamá estaría orgullosa de ti —le susurró—. Nadie tiene tu magia.

David se volvió hacia ella, y Jana observó que tenía los ojos húmedos.

—No soy un verdadero mago; solo soy un artista. Supongo que el arte es la magia de lo irrepetible.

Sus ojos se alzaron una vez más hacia el cuerpo ensangrentado de Óber, abandonado como un fardo sobre aquella cama que parecía sacada de un hospital.

—Él mató a mamá —dijo David con voz apagada—. No sabes cuántas veces he soñado con verlo así, como está ahora… ¿Por qué no siento ninguna alegría? ¿Por qué me siento tan mal?

Jana se disponía a abrasarlo cuando la puerta se abrió de golpe y un viento helado penetró en la estancia, derribando las lámparas y sacudiendo con frenética violencia las cortinas de la cama grande.

Todo sucedió muy deprisa. En el viento se mezclaron susurros, ecos de lamentos que parecían tan antiguos como el mundo. Poco a poco, los susurros se transformaron en aullidos. Jana notó que el miedo le erizaba la piel y le paralizaba los miembros. El huracán formó un remolino en torno a la cama de Óber, levantándola en el aire.

Jirones de vapor con formas monstruosas danzaron alrededor del muerto, persiguiéndose unos a otros. Los aullidos se habían vuelto tan intensos que la muchacha, instintivamente, se llevó las manos a las orejas para protegerse de aquel estruendo aterrador, pero no le sirvió de nada. Era como si aquellos gritos resonasen dentro de su cuerpo, atravesándola sin piedad.

Horrorizada, vio cómo el cuerpo de Óber era arrancado de la cama y arrastrado por aquel viento poblado de fantasmas hacia la ventana. En unos segundos, todo había terminado. Los aullidos se alejaron, las cortinas dejaron de moverse. Un penacho de humo se demoró algún tiempo sobre el rastro de Erik. Como si estuviese olisqueándolo. Luego, también aquel último vestigio de la espeluznante aparición se volatilizó.

Cuando todo pasó, Jana miró con horror los vestigios que había dejado el sobrenatural huracán. Solo una de las lámparas permanecía encendida en el suelo; las otras se habían hecho pedazos. Las cortinas del lecho de Erik estaban desgarradas, la cómoda se había estrellado contra la alfombra, la cama de Óber yacía volcada en un extremo de la habitación.

En cuanto al cadáver del jefe drakul, no quedaba ni rastro de él. Aquel viento diabólico se lo había llevado.

—¿Qué… qué ha sido eso? —balbuceó David, mirando hacia la ventana rota con ojos desencajados.

Jana tardó unos segundos en reunir la fuerza suficiente para contestar.

—Dicen que Drakul hizo un pacto con un demonio antiguo para conseguir a Áranox —murmuró, con una voz tan alterada que no parecía la suya—. Dicen que el demonio forjó la espada mágica y que Drakul, a cambio, le prometió las almas de todos sus descendientes…

El horror de aquellas palabras, que siempre había creído legendarias, la sobrecogió.

—En fin, me alegro de que haya terminado —oyó decir a su hermano—. Nunca había sentido tanto miedo…

—No ha terminado. También lo quiere a él, ¿no lo has visto? —repuso Jana señalando la cama de Erik —. Está ansioso por llevárselo, y, antes o después, volverá a buscarlo.

Capítulo 3

Durante la semana siguiente, Jana y David no abandonaron la habitación de Erik ni un solo instante. Allí dormían y se duchaban, y allí consumían la comida que, tres veces al día, les servía un ghul de aspecto lúgubre y hosco. La mañana posterior a la muerte de Óber, Harold, el sacerdote, se presentó para transmitir a los dos hermanos las instrucciones del difunto. Curiosamente, Harold no se mostró en absoluto sorprendido por la desaparición del cadáver, y ni siquiera preguntó por él.

—Nuestro difunto señor ordenó que cuidaseis de su hijo hasta que recuperase la conciencia —explicó con voz átona—. Pedid cuanto necesitéis, los ghuls tienen orden de obedeceros en todo. Eso sí, no podéis salir de la habitación sin consultarme antes.

Después de aquella advertencia, Harold no volvió a aparecer por el cuarto de Erik en ningún momento. Jana y David aceptaron sin protestar aquella situación, que los convertía a la vez en prisioneros y en invitados de honor de la Fortaleza. Después de lo ocurrido con Óber, ninguno de los dos se sentía con ánimos para enfrentarse al mundo exterior. Ademas, Erik no mejoraba, y obtener su curación se había convertido en una cuestión de orgullo para los hijos de Alma.

Lo primero que hicieron los dos jóvenes tras la muerte de Óber fue proteger la estancia con los hechizos más poderosos que conocían, Jana pronunció antiguos conjuros de su clan que supuestamente, debían servir de barrera a las criaturas mágicas, y David trazó dibujos invisibles en todas las paredes para ahuyentar a los malos espíritus. Sin embargo, ambos sabían que el demonio que había acudido a recoger los restos de Óber era muy poderoso, y que la magia agmar no bastaría para detenerlo si se proponía volver.

Como no confiaban en nadie dentro de la Fortaleza de los drakul, decidieron turnarse para cuidar a Erik. El enfermo no daba señal alguna de mejoría, y su rostro amanecía cada día más delgado y macilento. La espada continuaba sobre su pecho, y un lento y constante goteo de suero alimentaba su sangre a través de una aguja clavada en el dorso de su mano derecha. Eso era todo lo que, hasta el momento, los médicos habian logrado hacer por él. Lo visitaban cada mañana y cada noche; pero en cada ocasión, después de examinarlo, meneaban la cabeza con gesto pesimista y se despedían sin dar explicaciones. Estaba claro que no se fiaban de los extraños enfermeros elegidos por Óber para cuidar a su hijo.

Por su parte, Jana tenía su propia teoría para explicar el estancamiento de la salud del muchacho.

—La culpa es de esa cosa que se llevó a su padre —le dijo a David—. Está rondando por aquí, muy cerca, esperando a que esté lo suficientemente débil como para llevárselo. Si lográsemos alejarla, Erik empezaría a reaccionar, estoy segura.

—Pero ¿cómo vamos a alejar a un ser al que ni siquiera podemos ver? —se preguntó David, escéptico—. No sabemos lo que es, ni lo que quiere, ni a qué espera. Así es muy difícil actuar.

—Él está esperando —razonó Jana—. Nosotros también esperaremos. Veremos quién tiene más paciencia, si él o nosotros. Antes o después, aparecerá.

David asintió sin mucha convicción. Aún recordaba el pánico que había sentido ante la primera aparición de la monstruosa criatura, de modo que preferiría no preguntarle a su hermana qué se proponía hacer cuando tuviesen que enfrentarse a ella por segunda vez.

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