Read Tatuaje I. Tatuaje Online
Authors: Javier Peleigrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
Recupera el dominio de tus sentimientos, y luego actúa. Lo único que te pido es que no te precipites… ¿Me prometes que no lo harás?
Álex asintió en silencio.
Nieve vaciló un momento junto a la cama, pero al final optó por marcharse y dejarlo solo. «Mejor», pensó Álex, satisfecho. No quería que ella notara hasta qué punto le habían afectado sus palabras. Nieve tenía razón; para lograr su objetivo tenía que calmarse. Debía emplear todas las técnicas que había aprendido durante su estancia en el palacio para controlar sus impulsos y obligarse a esperar el momento. Paciencia, esa era la clave… Se aferraría a las enseñanzas de Argo y de Corvino para resistir.
Seguiría practicando la lucha con Heru y el poder de la voz con Nieve. Quería estar preparado para cuando llegase el momento… Y no tendría que esperar mucho.
Faltaban tres semanas para el día de su cumpleaños. Según lo que le había contado su padre, era la fecha límite para su tranformación en el Último Guardián. Antes de ese día, debía tomar la decisión definitiva. Apuraría al máximo el plazo que le quedaba, para continuar aprendiendo de sus maestros hasta el último instante.
Durante las dos semanas siguientes, la linea de acción que se había fijado comenzó a dar frutos. Poco a poco, logró serenarse lo suficiente como para concentrarse de lleno en las lecciones y asimilar todo lo que Heru, Nieve, Argo y Corvino le transmitían.
Los cuatro guardianes observaban su entusiasmo con inquietud. Era evidente que les preocupaba la intensidad de sus afectos. Sin embargo, a medida que fueron pasando los días, la sensación de preocupación fue dejando paso a un alivio que no tardó en transformarse en entusiasmo. El muchacho estaba aprendiendo, estaba avanzando a pasos agigantados. No había reto demasiado dificil para él, todo lo que se proponía lo conseguía. Sus visiones eran cada vez más sofisticadas; sus acrobacias en la lucha, más espectaculares. Incluso parecía soportar el dolor fisico con la misma indiferencia que Corvino… Cada vez que veía a este someterse a un ejercicio particularmente duro, lo imitaba. Se clavaba objetos hasta sangrar, salía a pasear desnudo bajo el frío invernal durante la noche. Se mortificaba sin ningún motivo… Únicamente para probarse.
Toda aquella actividad ejerció un efecto calmante sobre sus sentimientos. Poco a poco, la ira inicial fue dejando paso a la tristeza. La imagen de Erik acariciando a Jana le dolía tanto como el primer día, pero la rabia que acompañaba al aquel dolor empezaba a remitir. Se dio cuenta con asombro de que lamentaba tanto la traición de Erik como la pérdida de Jana. Los dos significaban mucha para él, aunque de maneras distintas.
Una tarde, después del entrenamiento con Argo, decidió salir un rato al jardín. Los días comenzaban a alargarse, y el cielo aún estaba claro, a pesar de que el sol ya había desaparecido detrás de las montañas, Álex había visto por la ventana que uno de los frutales del jardín había amenecido cuajado de flores. Así, de un día para otro…
Era un milagro.
Por primera vez en mucho tiempo, el muchacho se sentía tranquilo. En su sesión con Argo, había vislumbrado fugazmente el bosque de origen de Garo, y aquella visión le había serenado bastante. Le apetecía pasear por el jardín, aspirar el olor de la hierba y de la tierra húmeda, sentarse tranquilamente a contemplar el árbol recién florecido y los incansables surtidores de las fuentes.
Sin embargo, en cuanto salió se dio cuenta de que algo fallaba. No sabía qué era; aparentemente, el árbol seguía tan bello como por la mañana, o más incluso. Otro árbol, un cerezo probablemente, exhibía también sus primeros brotes rosados. El agua del estanque centelleaba bajo la luz rosada del crepúsculo…
¿Qué era lo que faltaba? Los elementos más hermosos del jardín seguían allí, ante su vista. ¿Por qué, entonces, le había asaltado desde el primer momento aquella extraña sensación de pérdida?
La respuesta llegó cuando se disponía a sentarse en el suelo como solía hacerlo. La piedra en la que siempre se apoyaba había desparecido. Parecía absurdo, pero sin aquella piedra tosca y negra en la que siempre apoyaba su cansada espalda, el jardín ya no era el mismo. No podía disfrutar de su belleza, para él había perdido todo su encanto, porque no tenía desde dónde contemplarlo. Sencillamente, se había quedado sin su referencia, sin su punto de apoyo.
Entonces pensó en Erik y un relámpago de comprensión iluminó su espíritu. Erik era para Álex como aquella piedra negra. No pensaba mucho en él, no le dedicaba demasiado tiempo. Sin embargo, durante años había sido su punto de referencia. Sin la amistad de Erik, el mundo ya nunca sería el mismo para él. Si lo perdía, perdía la capacidad de disfrutar de todo lo bueno que el mundo podía ofrecerle, incluido el amor de Jana.
De pronto se dio cuenta de lo ciego que había estado. Había interpretado mal la visión en la que Erik acariciaba a Jana se había equivocado completamente… Erik había sido siempre la lealtad personificada. Se lo había demostrado justo antes de la llegada de los guardianes, cuando se enfrentó a su padre por intentar defenderle.
¿Cómo podía haber sido tan injusto? Aunque Erik estuviera enamorado de Jana, nunca se habría aprovechado de la ausencia de su amigo para ocupar su lugar.
Sencillamente, no era su estilo.
En ese instante, el odio que durante días le había corroído se disipó como un mal sueño. Más aún, era como si jamás hubiese existido. En su mente, Álex volvió a ver la imagen de Erik acariciando a Jana y lo que sintió no fue odio, sino miedo. Algo le había ocurrido a ambos para acercarlos de aquella forma, algo terrible que él ignoraba y que necesitaba saber.
Sin pensárselo dos veces, corrió a buscar a Nieve. La encontró en su cuarto, dibujando con tinta china sobre papel arroz. Sus dibujos no significaban nada, por supuesto… Los guardianes odiaban las representaciones, y se mantenían fieles a aquella primitiva desconfianza hicieran lo que hicieran.
Nada más verle, ella se dio cuenta de que algo había cambiado.
—¿Qué te pasa? —preguntó, alarmada—. Parece que hubiese visto un fantasma…
—Al contrario. He estado viendo un fantasma durante semanas y ahora he dejado de verlo.
Nieve le sonrió.
—Cuánto me alegro, Álex —le dijo, poniéndose en pie—. Sabía que, antes o después. Reaccionarías. Tú no estás hecho para el odio. No es tu camino.
—Entonces tienes que ayudarme. Quiero irme de aquí cuanto antes. Ahora mismo, si es posible.
Nieve arrojó el pincel húmedo sobre la mesa. Parecía sorprendida.
—¿Ahora mismo? —repitió—. Pero aún no te hemos enseñado todo lo que necesitas saber…
—Ahora mismo —insistió Álex—. Quiero saber lo que les ha sucedido a Jana y a mi amigo Erik. Hayan hecho lo que hayan hecho, quiero comprenderlo…
—Está bien —decidió Nieve—. Si eso es lo que quieres, te ayudaré.
Tumbada en la cama, Jana contemplaba el techo de vigas de madera con los ojos vacíos. Se encontraba prisionera en una pequeña celda situada en lo alto de la Fortaleza, con un aro de hierro en el tobillo derecho, amarrado a su vez a una cadena que terminaba en una argolla sujeta a la pared.
Había estado a punto de conseguirlo. Unos segundos más, y le habría dado tiempo a terminar de pronunciar el conjuro para abrir el portal de huida que tenía preparado.
Ya se hallaba completamente concentrada cuando los ghuls de Óber la encontraron…
Justamente por eso no los oyó venir. Se había confiado.
Cerró los ojos y se removió incómoda sobre el colchón, hasta sentir el tirón de la cadena en la pantorrilla. Bajo las sábanas, tanteó con ambas manos los pesados eslabones de hierro, sin advertir en ellos la menor fisura. Desalentada, dejó caer la dura serpiente de metal sobre sus rodillas. Estaba muy fría. El contraste de temperatura entre la cadena y su propia piel, que ardía de fiebre, la hizo estremecerse.
¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Se había dejado atrapar después de cometer la más imperdonable de las traiciones, y ahora se encontraba a merced de Óber, que la odiaba más que nunca. Por su culpa, Erik se encontraba malherido, si es que no había muerto ya. Había vendido a los suyos, había ayudado a sus enemigos a localizar el corazón del poder de los medu. ¿Y qué había conseguido a cambio? Óber seguía siendo el jefe, y ella se encontraba más lejos de alcanzar su objetivo que nunca.
Con una mano temblorosa se apartó el mechón de pelo que le caía sobre la frente húmeda de sudor. Le había fallado a todo el mundo. En primer lugar, a su madre, que había muerto por intentar engrandecer a su clan. En segundo lugar, a los agmar, a quienes ella habría debido liderar tras la desaparición de las hijas de Pértinax. No quería ni pensar en las persecuciones que se habrían desatado para hacerles pagar por lo ocurrido… En tercer lugar, a David. El era el único que había creído en ella, pero, a esas alturas, ya debía de saber que se había equivocado. Y, por último, le había fallado a Álex.
Se dio la vuelta en la cama, y al hacerlo la cadena se le enredó alrededor del vestido.
Enterró el rostro en la almohada y se rodeó la cabeza con los brazos. Por primera vez en muchos años notó la quemazón de las lágrimas en sus mejillas. Desde la muerte de su madre, no se había sentido tan mal.
Era posible que Álex hubiera logrado huir, pero también era posible que estuviese muerto. Desde su escondite, había visto a Garó salir en su búsqueda, y sabía muy bien lo despiadado que podía llegar aquel ghul. Tal vez los guardianes le hubiesen ayudado a escapar, pero aquella idea le resultaba casi tan inquietante como la primera. Porque ¿qué ocurriría cuando sus enemigos se dieran cuenta de que Álex no era el Ultimo? Lo eliminarían, sin lugar a dudas. Eso, si no llegaban a la conclusión contraria… En cuyo caso, obligarían al muchacho a comportarse como uno de ellos sin serlo. No quería ni imaginar lo que podía suceder a partir de ahí… En cualquier caso, nada bueno para Álex, de eso estaba segura.
Las cosas podrían haber sido muy diferentes. Habría podido tenerlo todo, si hubiese escuchado a Erik. El la amaba con una pasión sombría e incontrolable, una pasión que casi la asustaba. No podía apartar de su mente el valeroso gesto del hijo de Óber plantándose delante de ella para protegerla. Sí, la amaba tanto que iba a pagar aquel sentimiento con su vida… Y ella no había sabido aprovecharlo.
Ahora, en aquella cama dura y fría, se daba cuenta de lo cerca que había estado de conseguir lo que, desde siempre, habían codiciado los agmar. La jefatura de todos los clanes, el poder absoluto que hasta entonces había estado en manos de los drakul. A través de Erik, ella habría podido obtener todo eso. Después de unos años, él se habría casado con ella, y sus hijos habrían sido los sucesores de Óber. ¿Qué mejor manera de proteger y encumbrar a los suyos?
Pero no había querido. En primer lugar, porque no deseaba deberle nada a nadie, y confiaba en lograr sus objetivos por sí misma. Y, en segundo lugar, porque la idea de engañar a Erik le repugnaba demasiado.
«Ojalá me hubiese enamorado de él», pensó, cerrando los párpados con fuerza, hasta que la oscuridad se llenó de lucecitas blancas. Así todo habría sido más sencillo. Pero Erik y ella se parecían demasiado. Los dos habían crecido en medio del odio y las maquinaciones. Los dos habían aprendido a controlar sus sentimientos y a dominar sus impulsos. Ambos habrían hecho cualquier cosa por no defraudar a los suyos.
Ambos estaban acostumbrados a convivir con la ambición y la oscuridad.
Álex, en cambio, era distinto. El no dependía de los sueños ni de las ambiciones de otros. Tenía una familia, pero no era su familia quien determinaba sus aspiraciones.
Ni siquiera al enterarse de que su padre había sido asesinado, había perdido esa aureola de independencia… Por encima de todo, Álex era Álex. Se debía fidelidad a sí mismo y a nadie más.
Después de un rato, la muchacha abrió nuevamente los ojos y miró al techo. Había anochecido, y a través de la ventana entraba únicamente un débil resplandor azulado y artificial. Las sombras ocultaban las vigas de madera y el viejo escritorio que constituía el único mobiliario de la estancia, además de la cama. No había ninguna lámpara… Tendría que esperar a que amaneciera para librarse de aquella opresiva oscuridad.
Dejó que por su mente desfilaran una y otra vez las imágenes del ataque de los guardianes. En medio de la negrura que la rodeaba, creía ver las flechas de fuego hendiendo el aire, y le parecía escuchar los aullidos inhumanos de los ghuls alcanzados por aquellos mortales proyectiles. Luego, veía el rostro pálido y grave de Erik, y la mortal herida de su hombro. No sobreviviría. La idea le causaba una desazón tan violenta que apenas podía soportarla.
Al final, agotada, se quedó adormecida durante algunas horas. En sueños creyó ver el cuerpo de Álex despedazado por una manada de lobos, y se despertó sobresaltada.
Cuando abrió los párpados, notó un desagradable picor en los ojos, y un velo de humo que empañaba las sombras. Al otro extremo de la habitación, sobre el escritorio, ardía una vela.
—¿Quién está ahí? —balbuceó, luchando contra la sequedad ardiente de su boca.
Nadie contestó, pero en el silencio de la noche Jana oyó con toda claridad una respiración ronca y agitada.
El corazón se le desbocó, resonando dolorosamente en su pecho con cada latido. Sus ojos aterrados escudriñaron la penumbra de los rincones, hasta que distinguió una sombra alta y amenazadora sentada en una silla, muy cerca de ella.
—¿Qué… qué quieres? —preguntó en un susurro.
La figura se puso en pie y avanzó hacia la cama. Cuando se inclinó sobre ella, Jana distinguió, espantada, las facciones de Óber.
—¿Era esto lo que querías? —preguntó el jefe drakul sentándose sobre el jergón, muy cerca de la muchacha.
Su voz sonó inexpresiva y gris, sin el menor asomo de violencia en su timbre. Jana se incorporó y, retrocediendo, apoyó la espalda en la pared. Los eslabones de la cadena que la ataba entrechocaron entre sí, y el eco de sus chasquidos resonó en toda la estancia.
—Has causado la ruina de toda nuestra raza —continuó Óber, en el mismo tono neutro y apagado—. Lo has estropeado todo con tu ridicula ambición. Tu madre estaría orgullosa de ti, ¿no crees? Has destruido en cuestión de segundos todo aquello por lo que ella luchó.
La alusión a Alma hizo que Jana sacase fuerzas de flaqueza para responder.