Read Tatuaje I. Tatuaje Online
Authors: Javier Peleigrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
Al llegar al humbral de la Caverna, agradeció el frescor de la sombra.
Ante ellos, una ancha escalinata descendía hacia las profundidades de la tierra. Los peldaños estaban cubiertos de arena rojiza, bajo la cual se adivinaba la piedra lustrosa y desgastada por siglos de exposición al viento y a los cambios de temperatura.
—¿No vas a entrar? —preguntó Jana, volviéndose hacia su hermano.
Con gesto malhumorado, David empezó a arrastrar los pies hacia la estrada de la gruta. Dándole la espalda, Jana descendió las escaleras detrás de Erik. Bajaron durante un buen rato, hasta que la luz del sol se convirtió en un remoto resplandor por encima de sus cabezas.
Una vez abajo, al principio no vieron nada. Los ojos de Jana, deslumbrados poco antes por la luminosidad cegadora del desierto, tardaron más de un minuto en adaptarse a la penumbra. Pero cuando al fin distingió las paredes que la rodeaban, no pudo detener un grito de admiración. Todo estaba cubierto de dibujos y jeroglíficos de vivos colores, los muros y el techo… Un barco surcando los cielos, el sol y la luna; varios personajes a bordo con cabezas de animales, entre los que Jana reconoció las representaciones de diversas deidades egipcias: el dios Sobek, mitad hombre y mitad cocodrilo; la diosa Bastet, con su cara de gato…
—Hermosos —suspiró, olvidándose por un momento de todos sus temores—. Me pregunto si Álex habrá visto esto.
—Es muy bonito —concidio Erik—, pero hay algo que no me cuadra… Esta no puede ser la verdadera Caverna. Es demasiado pequeña, y, aparte de estas pinturas, aquí no hay nada.
—Tienes razón —murmuró Jana, bajando instintivamente la voz—. Esto no es más que la entrada. Pero no se va nada más… ¿Qué opinas, David?
El muchacho estaba contemplando las pinturas del techo con la boca abierta, y Jana tuvo que repetirle la pregunta para que la oyera. Una vez que logró pocesar la información, volvió a concentrarse en las pinturas, aunque con otra expresión.
—Esa pared de enfrente está vacía —dijo de pronto señalando a la pared del fondo de la cámara, que, a diferencia de las demás, estaba pintada de un azul liso y desvaído—.
Ahí es donde está la puerta.
David caminó decididamente hasta aquella pared y la rozó con los dedos de la mano.
—¿Estás seguro de lo que dices? —preguntó Erik—. ¿Cómo lo sabes?
—Tú tienes un dragón. Yo tengo mis dedos. Mi magia es diferente de la tuya y de la de Jana, pero, sin ella, tú no llevarías el dragón de Óber sobre tu piel.
—Entonces, ¿ves esa puerta? —inquirió su hermana—. ¿Está oculta bajo un hechizo?
David volvió a pasar una mano sobre la superficie polvorienta y azul del muro. Luego negó lentamente con la cabeza.
—Antes me he expresado mal —aclaró—. La puerta no está aquí. No es algo que haya que descubrir, hay que crearla.
Jana y Erik se miraron. Ninguno de los dos comprendía muy bien lo que quería decir David.
Pero el muchacho había dejado de prestarles atención. Completamente concentrado en la superficie azul verdosa del muro, había empezado a acariciarla lentamente con ambas manos. Cada uno de sus gestos tenía la precisión y la delicadeza de un artista tocando su instrumento. Resultaba fascinante seguir el movimiento de sus dedos, aquella especie de danza de sus brazos, su torso y su cintura al son de una música que nadie podía oír. Pero aún más fascinantes eran las formas que habían empezado a cubrir el muro bajo el poderoso influjo de sus manos… Juncos, papiros, figuras humanas, jeroglíficos, estrellas reflejadas en el agua tranquila de un río. Todo eso dibujó David sobre la pared vacía con la magia de sus dedos de artista, y no tardó en completar su obra más que algunos minutos.
A unos cinco metros de distancia, Jana observaba asombrada la belleza y el colorido de aquellas imágenes a medida que iban brotando como flores de humedad en el muro. Lo más impresionante era el modo en que armonizaban con el resto de las pinturas de la cámara, completando, en cierto modo, su significado.
Pero no; había algo más impresionante aún.
En el centro de su composición pictórica, David situó un ibis con las patas sumerginas en el agua. En cuanto el dibujo estuvo terminado, aquella ave mística levantó el vuelo y abandonó su arquitectónica prisión. En su lugar quedó una negra avertura por la que penetraba una corriente de aire cálido y viciado.
David había creada una entrada para acceder a la gruta.
El prodigio hizo retroceder al propio artista hacia el lado opuesto de la cámara. Sin embargo, una vez que logró asimilar lo sucedido, miró a su hermana con una sonrisa triunfal.
—Te lo dije —exclamó—. Querías una entrada, ¿no? Pues ahí la tienes.
Jana empezó a caminar, como hipnotizada, hacia la grieta en forma de ibis. No era demasiado ancha, pero sí lo suficiente como para prmitir el paso a través de ella de una persona. Sin pensárselo dos veces, Jana pasó el torso y una de sus piernas a través del hueco que había dejado el cuerpo de ibis. Luego apoyándose en la pared por el interior, deslizó dentro la otra pierna.
Al principio solo dintingió contornos borrosos, formas oscuras en un espacio que parecía inmenso. La reconfortó notar la presencia de Erik a su lado y, unos segundos más tarde, la de David. Erik la había cogido de la mano, y juntos avanzaron un par de pasos, mientras los bultos que los rodeaban comenzaban a definirse. Poco a poco, una luminosidad de procedencia incierta reveló los colores de aquellos objetos que cubrían el suelo por todas partes, hasta perderse de vista.
Eran cofres. Cofres de madera con herrajes dorados y plateados, cofres antiguos, de todas las formas y tamaños. Algunos estaban cerrados, pero la mayoría se encontraban abiertos, mostrando a quien quisiera mirar su contenido. Y lo que contenían era tan increíble que, por un momento, Jana se preguntó si no estaría soñando: no podía ser, era como encontrarse en la cueva de Alí Babá, pero como haber hallado la guarida de un pirata, repleta tesoros. Porque de eso se trataba: los cofres estaban llenos de jojas, de antiguas moneda de oro y plata, de perlas, esmeraldas y rubíes. Pero también había otras cosas: teléfonos móviles de última generació, videoconsolas, ordenadores portátiles, reproductores MP3 de diseño vanguardista… Y, curiosamente, todos aquellos artefactos tecnológicos emitían un brillo aún mayor que el del oro y las piedras preciosas que los rodeaban.
Las miradas deslumbradas de los tres jóvenes se encontraron.
El primero que empezó a reír fue David, pero los otros dos se le unieron al instante.
Reian de un modo desaforado, histérico, enloquecido. Y en medio de aquel incontenible ataque de hilaridad, Jana se dio cuenta de que lo que de verdad sentía era miedo. Porque aquellos tesoros sencillamente no podía existir más que en su imaginación. Era como si, después de una larga búsqueda, hubiese llegado a lo más recóndito e inconfesable de su propia alma. Y lo que veía a su alrededor no era más que una apabullante representación de sus deseos más remotos, de sus sueños infantiles más escondidos. Riquezas, objetos hermosos, tecnología avanzada, joyas, libros… Todo lo que un ser humano pudiera deseear en el aspecto material. Cosas por las que mucha gente estaría dispuesta a matar y a morir, a traicionarse a sí misma y a cometer los más infames delitos.
Sin acordarse de sus compañeros, empezó a caminar sonámbula a través de aquel bosque de riquezas. Más de una vez pensó en detenerse y en escoger elgunos de aquellos objetos maravillosos que parecían llamarla desde los cofres, pero su curiosidad era más fuerte que su codicia, de modo que siguió avanzando. A unos cincuenta metros de la entrada de la cueva, los cofres empezaron a entremezclarse con montones de oro y piedras preciosas de diferentes tamaños. Parecía imposible, pero allí estaban…
Después de un rato, Jana sintió que empezaba a recobrar la cordura tras la sorpresa inicial. Se detuvo y tomó aliento, olvidándose por un momento de todos aquellos tesoros que la rodeaban. Con expresión inquieta, se volvió para obervar las reacciones de Erik y David…
En ese momento un relámpago zigzagueó por el interior de la gruta, rebotando en las paredes de la roca con un ruido salvaje. El eco de aquel trueno se prolongó a través de las bóvedas, repitiéndose interminablemente… Antes de que se hubiera apagado, un nuevo relámpago cegó a la muchacha, y una fuerza brutal y desconocida la derribó. Vio pasar varios trazos luminsos sobre su cabeza describiendo un arco en el aire para perderse en lo más profundo de la Caverna. Luego, nada…
Algo tiró de su cuerpo hasta desgarrarla de dolor, y de pronto se encontró en el aire, moviéndose a una velocidad de vértigo a través de salas oscuras con techos cubiertos de estalactitas, como si ella fuese un clavo de hierro y un imán irresistible estuviese atrayéndola hacia sí.
Cuando cayó al suelo, pensó que se le habían roto todos los huesos de su cuerpo. El golpe fue brutal; tanto, que al principio creyó que aquel dolor intenso que le oprimía el pecho contra el suelo era lo último que iba a sentir en su vida.
Pero se equivocaba se encontraba muy maltrecha, quizá malherida; sin embargo, al cabo de un rato se dio cuenta de que no iba a morir, al menos de inmediato.
Tardó varios minutos en poder mover la cabeza, y algunos más en sentir los brazos y piernas. Intentó incorporarse varias veces, pero al final tuvo que darse por vencida.
Necesitaba ayuda; no podía quedarse indefinidamente allí tirada, esperando a que alguien diese con ella. Sobre todo necesitaba saber qué les había pasado a Erik y a David. Tal vez no estuviesen muy lejos; pero si aquella fuerza mounstruosa también los había alcanzado, probablemente se encontrarían tan magullados como ella.
Empezó a llamarlos con toda la fuerza de la que era capaz, pero no tardó en comprender que el sonido que brotaba de sus labios se parecía más a un débil quejido que a un grito. Aun así, repitió insistentemente los nombres de Erik y de David. En un momento dado, sin saber muy bien por qué, empezó a llamar a Álex…
La única respuesta que obtuvo fue un lejano e insistente murmullo de agua que parecía brotar de las entrañas de la tierra.
Entonces se le ocurrió una idea. No podía moverse, pero quizá existiese otra manera de comunicarse con sus compañeros. Tenía sus poderes, y tenía la piedra… Se revolvió en el suelo para poder acceder al bolsillo derecho de sus pantalones y, con dedos ávidos, rebuscó en su interior. Un suspiro de alivio se le escapó al encontrar lo que buscaba. Sí allí seguía… Con mucho cuidado, extrajo del bolsillo el zafito de Sarasvati y se lo acercó a los ojos.
Decidió concentrarse primero en David. Le preocupaba mucho lo que le hubiese podido ocurrir, pues, en cierto modo, se sentía culpable por haberlo arrastrada a aquella aventura. Antes de pensar en cualquier cosa, necesitaba asegurarse de que su hermano estaba vivo… Con los ojos fijos en la piedra, comenzó a recitar una de las antiguas fórmulas de la tradición agmar.
El resplando azul de zafiro fue agrandándose hasta inundar todo su campo visual. Y en medio de aquella claridad acuática, Jana vio de pronto a David enzarzado en una extraña pelea con un personaje alto y esbelto al que identificó de inmediato como uno de los guardianes. Su piel emitía un suave resplandor verde, y, por sus giros y patadas, daba la impresión de que estaba intentando reducir a su adversario mediante algún arte marcial que Jana desconocía. Pero David, con sorprendente agilidad, esquivaba uno tras otro todos los golpes, si bien no parecía encontrar el modo de devolverlos.
Jana trató una vez más de ponerse en pie, y una vez más tuvo que rendirse a la evidencia. No podía moverse, pero quería ayudar a su hermano en aquella desigual lucha. Sobreponiéndose a su debilidad, grito su nombre, pero la imagen de David no dio muestras de oír su voz. Probablemente se encontraba muy lejos. Aquella caverna debía ser un auténténtico laberinto…
De pronto, David hizo algo que la dejó sin aliento. Acercándose peligrosamente al guardián, extendió su mano y comenzó a moverla velozmente, como si estuviese dibujando algo en el aire, a escasos centímetros del brazo de su enemigo. Jana vio cómo la coraza del guardián se deshacía en pedazos, y cómo su piel desnuda empezaba a cubrirse de una maraña de dibujos negros que representaban las flores y las ramas de una gran enredadera. Aquella telaraña vegetal se extendió como una gota de aceite por el hombro y el pecho del guardián, que se había quedado completamente inmóvil, con los ojos fijos en algún punto lejano. El tatuaje siguió avanzando hasta extenderse por toda la piel, que había dejado de brillar. David se apartó y, con una mueca de dolor, se miró la mano. Jana ahogó un grito al ver que sus dedos estaban quemados, y cerró los ojos.
Cuando volvió a abrilos, la visión había desaparecido.
Por un momento descansó sobre el suelo, exhausta y preguntándose qué podía hacer.
David parecía haber derrotado a su enemigo, al menos temporalmente, pero no se encontraba en condiciones de ayudarla. La única opción que le quedaba era por lo tanto, recurrir a Erik…
Respirando profundamente, alzó una vez más la piedra a la altura de sus ojos e inició un nuevo ritual mágico. Las palabras fluían ahora con mayor seguridad de sus labios, señal de que empezaba a recuperarse. En pocos minutos, el azul zafiro la envolvió completamentem y en su interior, como si de una imagen submarina se tratara, vio a Erik.
Tambien él estaba luchando. Y su adversario era otro guardián, de aspecto mucha más sereno y temible que el que había visto enfrentándose con David. Por la tenue luz rojiza que bañaba su piel, Jana comprendió que se trataba de Corvino. Entre los medu, Corvino tenía fama de ser el más peligroso de los guardianes. Su virtud era inquebrantable, y su nombre se empleaba en el seno de los clanes para asustar a los niños pequeños.
Y ahora aquel héroe moreno de facciones nobles y mirada fría, estaba enfrentándose en un duelo con espada al hijo de Óber.
Jana nunca había visto a Erik empuñar la espada, pero ensegida se dio cuenta de que se había ejercitada largamente en su manejo. Impulsada por sus movimientos, Aranox endía el aire en todas direcciones, avanzando tan pronto hacia delante como en diagonal, y sorprendiendo continuamente al adversarios por sus inesperados cambios de ritmo. Corvino, por su parte, no parecía menos, hábil con su arma. No se limitaba a parar los golpes de Erik, sino que lo atacaba continuamente con certeza rapidez, llegando a rozarle en más de una ocasión con la punta de su propia espada.