Read Tatuaje I. Tatuaje Online
Authors: Javier Peleigrín Ana Alonso
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
—¿Y qué? —repuso—. Otra guerra que también ganaremos, como ha ocurrido siempre. Incluso con mayor facilidad, si seguís mi ejemplo y renunciáis a vuestra condición de hombres.
—¿Y él? —murmuró Jana, señalando con la cabeza el cuerpo sufriente de Álex—.
¿No te da pena destruirlo?
Argo volvió a reír. Su risa sonaba tan franca y alegre que Jana sintió deseos de vomitar.
—¿Pena? No, no me da ninguna pena —contestó el guardián—. Eso de la compasión ya no significa nada para mí. Es demasiado humano.., ¡Mira, el final se acerca!
Con ojos espantados, Nieve y Jana miraron a Álex. El muchacho se había puesto en pie con gran dificultad, como si ya no pudiese permanecer sentado por más tiempo.
Las sombras seguían cayendo sobre él, leves y oscuras como cenizas, pero él no parecía notarlas.
Jana no pudo seguir soportándolo. En pocos minutos Álex moriría allí mismo, a escasos metros de ella; y con él, se consumiría toda la magia de los medu. Pero la magia, en ese instante, era lo que menos le preocupaba…
Por su mente desfilaron todos los momentos de intimidad que había vivido con Álex.
No eran muchos, pero cada uno de ellos parecía vibrar en su cerebro con una luz especial, como un pequeño tesoro que guardaría para siempre en su memoria. De repente no podía resistirse a añadir a aquella pequeña colección de momentos hermosos un último y definitivo instante. Al fin y al cabo, ¿qué importaba ya todo?
La vida había dejado de tener sentido para ella.
Sabía que si su piel rozaba la de un guardián, empezaría a consumirse poco a poco, como la llama de una vela.
Sabía que un medu no podía sobrevivir a aquel contacto, pero, aun así, continuó caminando lenta e inexorablemente hacia el trono de sombra. Finas llamas azules y blancas habían comenzado a arder alrededor de Álex, que observaba sin ver la hoguera encendida frente a él y las sombras que danzaban sobre las paredes de roca.
Mientras avanzaba, Jana siguió oyendo la voz dulce y musical de Nieve intentando convencer a Argo, pero sus palabras ya no tenían ningún significado para ella. Desde el principio había intuido que Argo no cedería. Aquellas alas cubiertas de ojos plateados eran prueba más que suficiente de su orgullo inhumano, de su despiadado fanatismo. Había renunciado a ser un hombre solo para destruir a los medu, y no iba a desaprovechar su victoria en el último momento. Lo que significaba que todo estaba perdido.
Enfrascados en su inútil conversación, ni Argo ni Nieve la vieron acercarse a las llamas que rodeaban al moribundo Álex. Sin embargo, en el último instante, una voz bien conocida intentó detenerla:
—Jana, ¡no! —gritó Erik, que acababa de entrar en la cámara de las sombras—. ¡Por favor, no lo hagas!
Jana se volvió a mirarlo y le sonrió. Intentó poner en aquella sonrisa todo el respeto y la admiración que sentía por el hijo de Óber, todos aquellos sentimientos que hasta entonces había evitado cuidadosamente manifestar en su presencia. Le pareció que Erik captaba su emoción, y que en sus ojos temblaban dos lágrimas. Detrás de él, a cierta distancia, Corvino, sujetándose un hombro herido, observaba petrificado la escena.
Jana comprendió que no le quedaba demasiado tiempo, así que bajó la vista hacia las llamas azuladas y, sin el más leve titubeo, las atravesó. De pronto se encontró muy cerca de Álex, o de lo que quedaba de él. Contempló llena de piedad su torso desnudo y cubierto de tatuajes que parecían rivalizar entre sí por enterrar en su negrura cada milímetro de su piel. El cuerpo del muchacho temblaba levemente, y se estremecía al contacto de cada nueva sombra con un indescriptible espasmo de dolor.
Jana alzó muy despacio los ojos hacia aquel rostro que tanto significaba para ella.
Comprendió que él no podía verla ni oírla, pero, aun así, le rodeó la cintura con los brazos y se estrechó contra él. Había decidido mantenerse abrazada a Álex hasta que todo terminara. Con una pasión tan intensa que casi le nublaba la vista, acercó sus labios a los del muchacho y le besó.
Nunca supo cuánto tiempo había permanecido así, pegada al cuerpo de Álex, mientras sentía cómo su propio cuerpo se iba debilitando lenta e inexorablemente. De repente, una violenta sacudida la separó bruscamente del muchacho.
Con ojos desorbitados, Jana miró hacia el lugar de donde provenía aquella fuerza, y lo que vio la dejó sin aliento.
Se trataba de Erik. Erik se había ceñido la corona de fuego blanco, haciendo desaparecer bruscamente la sombra del trono, a espaldas de Álex.
—¡Erik! —gritó Alex, emergiendo bruscamente de su letargo—. ¡Erik, no…!
Erik sonrió con una mezcla de tristeza y resignación, mirando fijamente a los dos jóvenes enlazados. Jana pensó por un momento en correr hacia él, en intentar detener su sacrificio. Sin embargo no lo hizo. Era consciente de que no serviría de nada…
El gesto de Erik era irreversible. Había robado la Esencia de Poder, y de ese modo había hecho desaparecer su sombra, aquel trono en el que se concentraba toda la fuerza mágica de la Caverna y que ahora parecía haberse desvanecido para siempre.
En su lugar quedaba tan solo una larga piedra rectangular del color de la ceniza… Una pesada losa que recordaba el aspecto de una tumba.
Álex corrió hacia Erik, pero no llegó a tiempo de impedir su caída. Cuando se arrodilló a su lado, el corazón de su amigo había dejado de latir, aunque sus labios seguían sonriendo con la misma seguridad con la que habían sonreído siempre.
Temblando de emoción, Álex cerró los párpados del último heredero de Drakul. La corona de fuego seguía ardiendo en su cabeza, inmóvil y deslumbrante.
Argo voló hasta los pies del cadáver y se quedó contemplándolo con una mezcla de desprecio y espanto.
—No lo entiendo —murmuró—. ¿Por qué no ha quedado reducido a un puñado de cenizas, como Drakul?
Corvino también avanzó hacia el cadáver y se arrodilló respetuosamente junto a él.
—Porque Erik era un verdadero rey —musitó, observando el noble rostro del muchacho—. Porque no antepuso su ambición al destino de su pueblo. Mirad la corona. No le ha quemado. Se quedará en sus sienes, ardiendo para siempre.
—¡Eso no puede ser! —exclamó Argo, precipitándose sobre el cadáver—. Hay que quitarle la corona, hay que devolver el poder a la Caverna. El trono… Sin el trono, estamos acabados.
Con ambas manos, intentó aferrar el aro de luz blanca que ceñía los cabellos de Erik, pero una fuerza brutal lo lanzó contra el suelo, alejándole del joven drakul.
El guardián trató de ponerse en pie entre gruñidos. Por un momento pareció que iba a intentar nuevamente arrancarle a Erik la corona, pero luego se lo pensó mejor y se quedó donde estaba, murmurando palabras ininteligibles.
—Es inútil, Argo —murmuró Nieve—. Nuestro tiempo ha pasado. Ese muchacho, con su sacrificio, lo ha cambiado todo…
—¿Y ahora qué va a ocurrir? —gimió Jana.
Corvino miró fijamente el rostro cubierto de tatuajes de Alex, que seguía inclinado sobre el cuerpo de Erik.
—Ahora, la decisión está en sus manos —dijo—. Él es el Último Guardián, él decide…
Álex alzó los ojos hacia él con expresión serena.
—Sí —murmuró—. Sí, yo decido.
Entonces se puso en pie, y las sombras comenzaron a abandonar su cuerpo, desprendiéndose como adornos vacíos. Poco a poco, su piel fue liberándose de la infinidad de tatuajes que la cubrían, y estos volaban en todas direcciones como el hollín de una vieja máquina de vapor, alejándose para siempre.
La hoguera que ardía en el centro de la cueva se apagó de golpe, y con ella se extinguieron las siluetas oscuras que danzaban sobre las paredes. Al mismo tiempo, el resplandor que bañaba el rostro de los guardianes se fue debilitando hasta desaparecer por completo. De pronto ya no parecían más que un puñado de personas corrientes, pálidas y cansadas.
—¿Qué has hecho? —vociferó Argo, encarándose fieramente con Álex. Aún conservaba las alas, que habían cambiado sus refulgentes ojos plateados por un gris polvoriento y sin brillo—. ¿Qué has hecho, estúpido? ¡Has dejado escapar todos los símbolos!
—Solo se los he devuelto a sus legítimos propietarios —repuso Álex con calma.
Argo se echó a reír con amargura.
—A tus amigos los medu —gruñó—. En el fondo, te sientes uno de ellos…
—Te equivocas —Álex dio un paso hacia él y buscó su mirada—. No me refiero a los medu. Me refiero a los hombres.
Aquella respuesta pareció dejar sin argumentos a Argo. Perplejo, paseó una confusa mirada sobre los rostros de todos los presentes. Luego, con una mueca de desdén, batió las alas y empezó a elevarse. Su mueca se transformó en una sonrisa de satisfacción al comprobar que aún podía remontar el vuelo.
—¡Estúpidos! —bramó—. ¡Os arrepentiréis…!
Antes de que nadie pudiera replicarle, se lanzó hacia la salida de la gruta como un relámpago. Jana oyó retumbar largamente su risa en las paredes de la cueva, cada vez más distorsionada y cuando el sonido se perdió en la distancia, Nieve y Corvino se miraron, aturdidos.
—¿Y ahora qué? —preguntó Nieve.
Corvino tardó unos instantes en contestar.
—Lo primero —dijo— es honrar al difunto. He luchado con este joven, como antes luché con muchos de sus antepasados. Cuando luchas contra alguien, llegas a conocerlo bien… Incluso si el combate no dura demasiado. Por eso puedo afirmar que este guerrero era más puro que todos los que le precedieron. En sus manos, la espada Aranox se convirtió en un arma de virtud… Y así fue como, de repente, me encontré luchando contra mi propio orgullo. Os cuento esto para que comprendáis lo grande que podría haber llegado a ser este muchacho si hubiese llegado a reinar sobre los medu. Habría cambiado la historia para siempre.
—Ya la ha cambiado —murmuró Álex—. La historia de los medu y la de los hombres. Ya nada volverá a ser lo mismo.
—Que esa piedra que un día fue el trono de sus enemigos acoja sus restos para toda la eternidad —sentenció Corvino—. Jana, Nieve, Álex… Ayudadme.
Entre los cuatro transportaron el cuerpo hacia la sombría losa que había aparecido en el lugar del trono. Era una tumba perfecta.
Sobre su fría superficie, el cuerpo de Erik, todavía cubierto de una reluciente armadura de escamas negras, parecía el de un héroe de la Antigüedad, y la piel de su rostro refulgía de un modo extraño bajo la luz de su corona de fuego.
Lenta y solemnemente, Álex recogió la espada de los drakul y la colocó sobre el pecho de Erik.
—Que la corrupción del tiempo no se atreva a tocarlo —murmuró Corvino—. Que los siglos respeten su grandeza.
Los cuatro rodearon la tumba y permanecieron largamente ante ella con los ojos bajos, honrando en silencio la memoria de Erik.
El silencio se rompió cuando David irrumpió en la cueva, convertida ahora en una cámara mortuoria.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, mirando perplejo a su alrededor—. Erik… ¿Cómo ha sido? ¿Está muerto?
Jana se acercó a su hermano y le abrazó sollozando.
—Todo ha terminado, David —dijo con voz entrecortada—. La guerra se ha acabado…
Por encima del hombro de su hermana, David buscó los ojos de Álex.
—¿Y ahora? —preguntó en un susurro—. ¿Qué va a ser de nosotros?
Alex sostuvo con firmeza su mirada.
—Ahora eres libre, David —dijo—. Ahora todos somos libres. Lo que hagas con esa libertad es cosa tuya… Que cada uno escriba su propio destino.
Encerrada en su habitación, Laura escuchaba música tendida en la cama, con los ojos cerrados y la cara enterrada en el almohadón E granate. Hacía rato que no prestaba atención a la letra de las canciones, abstraída en sus propios pensamientos, y cuando el disco terminó, ni siquiera se molestó en reiniciarlo o en seleccionar otro álbum en su reproductor.
Pensaba en Álex, en los meses que llevaba sin tener noticias de él, y una vez más, como casi todas las tardes, sintió que, pese a todos sus esfuerzos, le invadía un horrible pesimismo.
No volverían a verlo; su madre estaba convencida de ello. Llevaba desaparecido desde el otoño pasado, y en todo ese tiempo no habían recibido ni una sola llamada suya, ni un correo en Internet. Ninguna señal… Nada. Solo aquella misteriosa llamada de la mujer que le había asegurado que estaba bien, y que no era preciso acudir a la policía. Pensando que podían haberle secuestrado, su madre había decidido informar de aquello al agente que se encargaba del caso, pero, al parecer, la Brigada Científica no había conseguido rastrear el origen de la llamada.
Lo más extraño de todo era que Laura la había creído. Quizá por la forma en que había hablado de su padre, como si supiese lo especial que era; o quizá porque su voz destilaba compasión y sinceridad… El caso era que, pese a lo poco que le había revelado, aquella llamada había sido para ella el único destello de esperanza en medio de la angustia. Era una lástima que no hubiese podido transmitirle la misma esperanza a su madre.
Durante algún tiempo trató de ponerse en contacto con Jana y con Erik, pero ninguno de los dos iba ya al colegio. Cuando Laura preguntó en secretaría si se habían trasladado a otro centro, le contestaron que no había habido ningún traslado de matrícula. Por lo visto, ninguno de los dos había ofrecido explicaciones antes de ausentarse. Era raro, decididamente raro…
Una mañana de sábado, cediendo a un impulso, Laura se había ido ella sola a la Antigua Colonia para intentar localizar la casa de Jana. Sabía que vivía allí, aunque ignoraba la calle y el número. Era una búsqueda absurda, desde luego; pero, aun así, quería intentarlo. Callejeó durante horas por aquel laberinto de casas y jardines abandonados, que le parecieron más sombríos y amenazadores que nunca. Vio a media docena de extraños personajes salir juntos de un patio, y todos ellos echaron a correr al notar su presencia. Se movían de un modo elástico, casi felino. Y ese fue el único signo de actividad humana que pudo vislumbrar…
Cuando regresó a la Ciudad Nueva, agotada y deprimida, decidió que no volvería a poner los pies en aquel siniestro lugar nunca más.
Y así, lentamente, habían ido pasando los meses sin traer cambio alguno, salvo en el estado de ánimo de su madre, que empeoraba día a día. Cada vez parecía más ausente, más aislada en su propia desesperación. Ni siquiera su hija lograba llegar hasta ella… Se negaba a hablar, se entregaba día y noche a su trabajo, e incluso evitaba, siempre que podía, pasar un rato a solas con Laura. Era la misma reacción que había tenido después de la muerte de Hugo; solo que, esta vez, Laura no tenía a Álex para compartir su preocupación. Estaba sola, completamente sola… Y no entendía por qué la desgracia se cebaba en su familia.