Tatuaje I. Tatuaje (24 page)

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Authors: Javier Peleigrín Ana Alonso

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Aquella insinuación fue la gota que colmó el vaso. Ambos sabían que se refería a Jana, y Álex no estaba dispuesto a hacer como que no se había enterado.

—Te diré quién me ha engañado, quién ha estado engañándome durante toda mi vida.

Alguien que fingía ser mi mejor amigo, que venía a jugar a mi casa y asistía a toda mis fiestas de cumpleaños. Alguien que me estaba vigilando para cuando llegase el momento… Un momento que, por lo visto, cada día está más cerca. Y ese alguien, digas lo que digas, no era Jana.

Un leve rubor se había extendido por las mejillas de Erik mientras escuchaba aquello.

Era la primera vez que Álex lo veía congestionado, a punto de perder el control.

—Si eso es lo que piensas que ha sido nuestra amistad, peor para ti —murmuró entre dientes—. Lo único que te lo pido, por tu bien, es que creas lo que acabo de decirte sobre tu padre. Óber no lo mató, ni él ni nadie de nuestro clan… De eso puedes estar seguro.

—Quizás no fuese un drakul, pero sí alguien enviado por los vuestros. Yo lo vi, ¿entiendes? Era un ser monstruoso, aunque quería aparentar lo contrario. Tenia alas…

¿Vas a decirme que no sabes de quién te estoy hablando?

—No tengo ni la menor idea. Pregúntaselo a mi padre cuando estés con él, si quieres… Y hazme caso. Óber no es tu enemigo, dale lo que te pida. No lo digo solo por ti… También por ella.

El tono de Erik era casi suplicante al pronunciar aquella última frase. Sin saber por qué, Álex se sintió repentinamente avergonzado. Su amigo le había ocultado muchas cosas, pero, pese a todo, no lograba convencerse de que fuera un mentiroso.

Probablemente no supiese nada acerca de la muerte de Hugo ni de cómo se había producido… Óber habría tenido buen cuidado de evitar que lo averiguara.

—¿Qué harías tú en mi caso? —preguntó, sin asomo de ironía en su voz.

La mirada de Erik fue suavizándose lentamente. Había captado de inmediato el cambio de tono de su amigo.

—No sé lo que haría si fueras tú, Álex. No entiendo muy bien por qué ha decidido venir a ver a Óber, sabiendo como sabes que probablemente no logrará quitarte el tatuaje ese que tanto te preocupa. Ahora que sé que sospechas que los drakul tuvimos algo que ver en la muerte de tu padre, empiezo a ver claro… Si me lo hubieras contado antes, no te habría dejado meterte en este circo.

—No te preocupes, no voy a contárselo a la policía —repuso Álex, volviendo al tono mordaz que había empleado antes—. Y, por cierto, no has contestado a mi pregunta…

—Te contestaré. No sé lo que haría si fuera Álex, pero puedo decirte lo que haría si fuera Erik y me encontrase en tu lugar…

—¿Ayudar a Óber?

—Ayudar a Jana.

La respuesta había sido tajante. Los ojos de los dos muchachos se encontraron en la penumbra, encendidos de rencor y de celos.

Por fin se comprendían.

—Ella no te lo agradecería —dijo Álex, y al momento se arrepintió se su dureza.

Pero Erik encajó el golpe con la elegancia que le caracterizaba.

—Lo sé —dijo, y esbozó una enigmática sonrisa—. Eso es lo que nos diferencia a ti y a mí: yo la ayudaría de todas formas, sin esperar nada. Y ahora vámonos, anda… Se está haciendo muy tarde y hace rato que nos esperan.

Capítulo 3

De vuelta en la sala principal de la cripta, Álex observó que Garo se había situado detrás del mostrador y estaba limpiando unas copas de cristal con un trapo negro. Cuando terminó, las alineó cuidadosamente sobre la barra y alzó los ojos hacia Erik, en espera de instrucciones.

—¿Ahora resulta que esa bestia va a ser el oficiante de la ceremonia? —preguntó David cogiendo a Erik por un brazo.

—Es lo más seguro —repuso este, deshaciéndose con suavidad y mirando a los ojos al muchacho—. Los guardianes no pueden detectarlo.

—¡Esto ya es demasiado! —protestó David—. ¿Sabes lo que te digo? Que no voy a ir.

En lugar de sorprenderse, Erik buscó a Jana con los ojos y esbozó una mueca de resignación.

—Ahórrate el teatro, David —dijo con tono cansado—. No ibas a venir de todas formas, ¿crees que soy idiota? Quieres quedarte fuera por si acaso… No hay problema, estás en tu derecho.

David iba a replicar, pero un breve gesto de Jana le detuvo.

—Terminamos con esto cuanto antes —dijo la muchacha, yendo hacia el mostrador con decisión—. Ya estoy harta de tantos preparativos.

Erik le hizo una señal a Garo para que abandonase su puesto detrás de la barra. El ghul le cedió su puesto y esperó respetuosamente hasta que todos los demás estuvieron colocados ante las copas del mostrador para situarse en último lugar. Tuvo que armarse de paciencia, porque las trillizas de Pértinax tardaron un buen rato en escoger la copa que iban a compartir. Erik retiró la copa vacía destinada a David, observó las otra seis con aire críptico, comprobando que todo estaba en orden.

Los demás se habían quedado en silencio, a la expectativa. Cuando Erik terminó su inspección, se volvió de espaldas al mostrador y, con la punta de los dedos, tocó un polvoriento espejo rectangular situado entre las hileras de botellas.

La oscura superficie del espejo comenzó a temblar al instante, como si se hubiese vuelto liquida. Poco a poco, su brillo fue creciendo hasta convertirse en un uniforme resplandor plateado. Álex contempló fascinado el fluido resplandeciente que no se derramaba, como si estuviese contenido en un invisible acuario. Parecía una diminuta piscina de mercurio…

Con un gesto solemne, Erik fue cogiendo una a una las copas para hundirlas en la sustancia metálica y sacarla de nuevo llenas de aquel líquido de plata fundida. La primera copa se la entregó a Garo, que se la llevó de inmediato a los labios. En cuanto bebió el líquido, su figura se transformó en una masa de sombra.

—Ahora tú, Álex —le susurró Erik, despegando apenas los labios—. El camino ya está despejado.

Álex se llevó a la boca la copa de cristal y bebió hasta apurar todo su contenido. El fluido del espejo era tan insípido como el agua, aunque mucho más denso. Por un momento lo retuvo bajo el paladar, sintiendo su peso de plomo sobre la lengua.

Después, se decidió a tragárselo.

Los demás también bebieron de sus respectivas copas, pero Álex apenas era consciente ya de su presencia. De pronto sentía que la cabeza le flotaba, y que una absurda sensación de euforia electrizaba todo el cuerpo.

—Miraos en el espejo —oyó que les ordenaba Erik.

Álex observó aturdido como la vibrante superficie de plata se oscureció gradualmente, hasta que todos los rostros reflejados en ella no fueron más que siluetas difuminadas en las sombras. Con la punta de su dedo índice, Erik rozó una vez más el líquido, que se congeló, apareció una grieta justo en el lugar que Erik había tocado. La fisura creció y se ramificó rápidamente, formando una tela de araña que no tardó en extenderse por todos el cristal, hasta hacerlo estallar en mil pedazos deslumbrantes. Algunos de aquellos fragmentos se consumieron de inmediato, pero otros permanecieron flotando en la negrura durante largo tiempo antes de apagarse, y unos cuantos se elevaron hasta el techo y se incrustaron en él, en forma de diminutos anillos plateados.

Las sombras empezaron a dispersarse, y Álex comprobó que ya no se encontraba en el siniestro espacio de la cripta, sino en una inmensa y luminosa sala de juntas, con una larga mesa de caoba en el centro.

Miró a su alredor. Las paredes eran diáfanos paneles de cristal, y al otro lado se observaban las conocidas siluetas de los rascacielos de Manhattan, algunas muy cercanas. Era evidente que habían llegado a su destino.

A la cabecera de la larguísima mesa se encontraba sentado Óber, el padre de Erik.

Álex lo había visto en múltiples ocasiones, pero nunca en su propio medio, y revelándose como lo que realmente era. A pesar de la distancia, el muchacho quedó impresionado por la semejanza de los rasgos del jefe de los drakul con los de su hijo Erik. El mismo rostro apuesto e inteligente, los mismos ojos azules como lagos…

Óber tenia algunas arrugas en la comisura de los ojos, pero eso no hacia sino aumentar su atractivo. Su cráneo, completamente afeitado, le daba un aspecto a la vez agresivo y elegante. Llevaba un traje negro de corte vanguardista con el cuello redondo, que recordaba vagamente el corte de un uniforme militar. Al ver a Álex, le saludó amistosamente con la cabeza, pero no pronunció ni una sola palabra.

A cada lado de Óber había tres asientos, y el último de la izquierda se hallaba vacío.

Los ocupantes de los asientos restantes clavaron sus ojos en Álex con una mezcla de frialdad y desagrado. Álex fue deslizado la mirada sobre aquellos cinco rostros hermosos y venerables.

Un intenso dolor en el hombro le hizo comprender que Jana acababa de atravesar el espejo detrás de él y que se había situado a su lado. Un instante después, notó la presencia de Erik, y en seguida también Pertinaz y sus hijas. Los cinco recién llegados se encontraban alineados frente a la mesa de reuniones, sometiéndose al escrutinio de sus ocupantes. Garo, que los había precedido, permanecía apartado de los demás, pegado a una de las paredes de cristal de la sala mientras observaba con fijeza la escena.

—Bienvenidos a la Fortaleza, sede central del poder de los drakul —saludó Óber sin levantarse—. Álex, tú eres el único que no conoce a todos los jefes. Te presento a Lenya, cabeza visible del clan de los albos, cuya magia agita los velos de la mentira; y a Glauco, señor de los varulf, dominadores de las bestias. A su lado se sienta Eilat, jefe de los íridos, que engañan a los hombres a través del sentido de la vista. A mi derecha, Duns, el más anciano de nosotros, que dirige el clan de los pindar. Más vale no oír nunca sus recitaciones, si no quieres llegar a confundir tu vida con las suyas.

Y, por último, junto a él se encuentra Kennin, señor de los zenkai, que utilizan el silencio como un arma. Todos juntos ostentamos la primacía entre los medu, conocedores de la magia de los símbolos. Nuestra piel es nuestra existencia; nunca escritura, vuestro limite. Que estas palabras queden tatuadas en tu alma.

Impresionado por esa bienvenida ritual, Álex contempló con aprensión los rostros de los cinco jefes que Óber acababa de presentarle. Lenya era una mujer rígida y hermosa, de cabellos tan negros que casi parecían azules, ataviada con un vestido gris de pronunciado escote, que dejaba al recubierto un fragmento del tatuaje en forma de libélula propio de los miembros de su clan. A su lado, Glauco parecía un joven de unos veinticinco años, con largos cabellos de color miel y una camiseta ceñida que realzaba la perfecta musculatura de sus brazos. Lo más llamativo de su rostro era los ojos, de iris crueles y dorados que recordaban un poco a los de Garo.

Eilat, por su parte, parecía un hombre de mediana edad, con las sienes cubiertas de canas y una agradable sonrisa en el semblante. Era el único de los presentes que llevaba corbata, lo que le daba el aspecto de un anodino agente de bolsa.

Al otro lado de la mesa se sentaba Duns, un anciano cuya barba gris y descuidada le hacía parecer un artista bohemio. Su expresión era bondadosa, pero a la vez reflejaba una profunda inquietud. Álex sintió de inmediato simpatía por él, aunque sabia que no debía fiarse de las apariencias.

En cuanto a Kennin, se trataba de un joven de rasgos orientales, vestido con una túnica de color anaranjado. Su rostro era el menos expresivo de todos, pero el intenso brillo de sus ojos demostraba que se encontraba alerta.

—Jana, ocupa tu sitio junto a Kennin —ordenó Óber, dirigiéndose con severidad a la muchacha—. Puede que sea la última vez que lo hagas. Y los demás, ocupad los asientos que queráis alrededor de la mesa; pero, eso sí, lo más cerca posible de mí, para que pueda sondear bien el fondo de vuestro ojos.

Arrastrado por un impulso irrefrenable, Álex se apresuró a seguir a Jana para sentarse a su lado, pero cuando fue a hacerlo observó que, aparte de los asientos destinados a los jefes de los clanes, alredor de la mesa no se veía ninguna silla.

—No importa que no la veas, está ahí —murmuró Erik, que le había seguido—.

Aparecerá cuando te sientes.

Temiendo que Erik le estuviese tomando el pelo, Álex hizo ademán de sentarse al vacío, y para su sorpresa se encontró con un asiento sólido en mitad de su caída. Erik ocupó un invisible asiento a su derecha, y frente a él, al otro lado de la mesa, se sentó Pértinax, después de farfullar un montón de saludos y de hacer reverencias a todos los jefes.

Para sorpresa de Álex, las hijas de Pértinax se sentaron modosamente al lado de su padre, desplegando diminutas sonrisas en sus caras de muñeca y alisándose con cuidado los encajes de sus falditas.

Durante unos minutos reinó un profundo silencio. Óber tenía los ojos cerrados y parecía concentrado en una profunda meditación interior. De pronto, un coro de voces frías y cristalinas comenzó a entonar una melodía muy lenta, una melodía que no se ajustaba a ninguna tonalidad, sino que iba vagando de una a otra sin aparente sentido, desorientado por completo al oyente.

Por instinto, Álex miró hacia el extremo vacío de la sala de juntas, de donde parecían provenir las voces. Lo que vio le dejó sin respiración. En lugar de una pared, aquel extremo de la estancia se encontraba limitado por un espacio absolutamente negro, un vacío cósmico donde ni siquiera brillaban las estrellas. Era como si en aquel lugar de la sala desembocase directamente en la nada, y de esa nada era de donde provenían las voces que desgranaban monótonamente su inquietante melodía. Álex tardó un rato en percibir las gradas esculpidas en el vacío, y las siluetas ataviadas con túnicas negras sosteniendo sobre aquellas gradas.

—Los hechiceros drakul sostienen con su canto la red de sortilegios que protege la Fortaleza —recitó Óber con los ojos cerrados—. Estamos a salvo de los guardianes.

Aranox, ven a nosotros. Que dé comienzo la ceremonia.

Al momento, una espada se materializó en el aire, con la empuñadura hacia arriba y la punta hacia abajo. Flotaba exactamente sobre el centro de la mesa de juntas, totalmente inmóvil. Álex contempló con interés las complicadas filigranas que cubrían la hoja. A pesar de la distancia, podía distinguirlas con toda exactitud. Quizás fueran por efecto del tatuaje, que en presencia de Jana agudizaba todos sus sentidos.

—Esta es la espada Aranox, talismán del clan de los drakul, letal entre todas las espadas, poderosa entre los poderosos —tronó la voz de Óber, superponiéndose al cántico de los hechiceros.

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