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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Tengo ganas de ti (30 page)

—A cambiarse, ducha y después helado. Rápido y sin discutir.

—Eh, me das más miedo que mi padre. Mira cómo tiemblo.

Y simula una especie de ballet de trasero imitando a las mujeres africanas. Le doy una fuerte palmada en el culo.

—He dicho que rápido. A cambiarse.

Y con un último empujón consigo, a la fuerza, enviarla al vestuario. Uf, qué cansancio. Si es así en todo. Misión imposible. No puedo creerlo. Gin asoma de nuevo por la puerta del vestuario.

—Que sepas que me cambio sólo porque son las once y he acabado mi hora de entrenamiento.

—Sí, por supuesto.

Me mira un instante perpleja, con la ceja levantada, y después afloja y sonríe.

—De acuerdo.

Entiende que la dejo ganar.

—No tardo nada. Quedamos en el bar del gimnasio, al fondo.

Yo también voy a cambiarme. Menudo combate. No sé si es mejor dentro del ring o fuera. Saco las llaves de la taquilla. Pero ¿qué tiene de especial? Me meto bajo la ducha. Sí, de acuerdo, un bonito culo, una bonita sonrisa… Encuentro un champú que ha dejado alguien y me lo echo en el pelo. Sí, es también una tipa divertida, los gimnasios gratis…, la broma siempre a punto. Aunque es agotadora. Sí, pero ¿cuánto tiempo hace que no tengo una historia como Dios manda? Dos años. Pero qué bien se está. Libre y guapo. Me río como un imbécil mientras el champú dulzón se me mete en los ojos. Joder, como escuece. Nada de pesadeces: ¿qué haces esta noche?, ¿qué hacemos mañana?, ¿qué haremos el fin de semana?, te llamo luego, dime que me quieres, tú ya no me quieres, pero ¿cómo que no te quiero?, ¿quién era ésa?, ¿por qué has hablado con ella?, ¿con quién hablabas por teléfono?… No, no existe. Hace poco que me he recuperado, si es que me he recuperado. Quiero «chicas de calendario». El primer día del mes, ésa; el segundo, la otra; el tercero, otra más; el cuarto, quién sabe, tal vez ninguna; el cinco, esa tía extranjera que has conocido por casualidad; el sexto… El sexto… Estás solo, lo sabes. Sí, claro, pero ¿qué importa? No quiero atarme. Me seco y me pongo los pantalones. No quiero dar explicaciones. Me abrocho la camisa y cojo la bolsa. Voy hacia la salida. Ni siquiera me despido; total, la veré más tarde en el Teatro delle Vittorie. Ah, no. Hoy ellas no están convocadas. De acuerdo, se lo diré mañana cuando la vea. La verdad es que ésa es capaz de aparecer en mi casa y armarme un escándalo. Si no estoy yo, pillaría a Paolo, y con él lo tendría fácil: lo hundiría. La tomaría por una fiera, una tigresa. ¡Qué coñazo! Tengo que esperarla. Quién sabe cuánto tardará en estar lista. ¿Qué tipo de mujer será? ¿Sofisticada, pasota, derrochona, cuidadosa con el dinero, loca, cocainómana, putilla, imposible? Llego al bar y pido un Gatorade no demasiado frío.

—¿De qué lo quieres?

—De naranja.

Luego, las respuestas llegan solas. Gin es natural, salvaje, elegante, pura, apasionada, antidroga, altruista, divertida… Después me rió. ¡Vaya rollo! Quizá sea una tardona y tenga que esperarla.

Desembolso dos euros, quito el tapón y me bebo el Gatorade. Miro a mi alrededor. Un tipo vestido de postentrenamiento lee «el Tiempo». Come como por inercia doblado sobre un arroz soso, coloreado aquí y allá por algún grano de maíz y por un pimiento que está ahí por casualidad. En la mesa vecina, otro pseudomusculoso charla con una chica con tono falso. Se muestra excesivamente alegre ante cualquier cosa que ella le conteste. Dos amigas planean quién sabe qué para unas hipotéticas vacaciones. Otra le cuenta a su amiga del alma lo mal que se ha portado con ella un tipo. Un chico en la barra, aún sudado por la serie que acaba de hacer, uno que ya se ha cambiado… Una chica que toma un batido y se marcha, otra que espera quién sabe qué. Busco la cara de esta última en el espejo que hay delante de la barra. Pero la tapa el chico del bar. Después él le sirve algo y se marcha dejándola al descubierto. Como la carta que te llega para un póquer ansiado, como el último rebote de la bola de una ruleta que tal vez se pare en el número por el que has apostado… aparece ella. Allí está. Me mira y sonríe. Tiene el pelo sobre los ojos apenas maquillados, difuminados por un gris suave. Los labios rosas y un poco enojados. Se vuelve hacia mí.

—Eh, ¿no me reconoces?

Póquer.
En plein
. Es Gin. Lleva un traje de chaqueta azul. En una solapa se leen dos pequeñas letras: D&G. Sonrío. Yoox. Y zapatos con tacón del mismo color. Elegantísimos: Rene Caovilla. Unas correas finas liberan a trechos sus tobillos. En los dedos de los pies, uñas pintadas de un pálido azul claro, como pequeñas sonrisas divertidas, asoman desde un suave bronceado. Gafas Chanel también azules apoyadas en la cabeza. Es como si un velo de miel se hubiera dejado resbalar, perfectamente modelado sobre sus brazos, sobre sus piernas desnudas, sobre su rostro sonriente.

—¿Y entonces?

Entonces… Entonces todos mis propósitos se van al carajo. Busco alguna palabra. Me dan ganas de reír y al mismo tiempo me viene a la cabeza esa escena de
Pretty woman
: Richard Gere buscando a Vivien en el bar del hotel. Luego la encuentra, lista para ir a la ópera. Gin está tan perfecta como ella, más aún. Estoy fatal. Coge la bolsa y viene.

—¿Estás pensando en algo?

—Sí. —Miento—. En que el Gatorade estaba demasiado frío.

Gin sonríe y pasa de largo.

—Mentiroso, pensabas en mí.

Decidida y divertida, se aleja, sin contonearse demasiado pero segura por la escalera que lleva fuera del gimnasio. Las piernas descienden desde la falda fina, ligeramente plisada, y se pierden, tonificadas y resbaladizas, quizá algo pringosas de crema, desapareciendo gráciles más abajo para dejar lugar a un tacón decidido y cuadrado.

Se detiene al final de la escalera y se vuelve.

—¿Y ahora qué haces?, ¿me miras las piernas? Venga, no te quedes ahí. Vamos a tomar un aperitivo o lo que te apetezca, que después tengo que ir a comer con mis padres y mi tío. Dos plomos. De lo contrario, no me hubiera arreglado así.

Mujeres. Las ves en el gimnasio. Pequeños bodies, extraños chándales inventados, pantaloncitos estrechos y camisetas brillantes. Aeróbic a más no poder. Sudadas sobre una cara sin maquillaje, el pelo pringoso, pegado a la cara. Y después, pluf…, casi como la lámpara de Aladino. Salen del vestuario transformadas. Ese saldo sin duchar que has visto antes ya no está. El patito feo se ha maquillado. Está escondido en la ropa bien elegida, tiene las pestañas más largas, arqueadas por un rímel caro. Labios perfectamente dibujados, a veces incluso tatuados, hacen que sobresalga aún más esa boca que aún no ha sido picada por la cara avispa del colágeno. Las mujeres, jóvenes cisnes enmascarados. Claro que no estoy hablando de Gin. Ella es…

—Pero ¿en qué piensas?

—¿Yo?

—¿Quién, si no? Aquí estamos sólo tú y yo.

—En nada.

—Sí, ya. Bueno, pues debe de ser un nada muy especial. Parecías atontado. Te he dado muchas hostias, ¿eh?

—Sí, pero me estoy recuperando.

—Yo voy con mi coche.

—De acuerdo, sígueme.

Subo en la moto pero no lo resisto. Me vuelvo el retrovisor para poder verla subir al Micra.

La adelanto. La tengo en el centro de mi visión. Allí está, está subiendo. Gin se inclina hacia adelante y se sienta, suave y ligera, levantando del suelo una tras otra sus piernas. Veloces y enérgicas, casi unidas excepto un instante, ese pequeño fotograma de encaje que para mí es como una película. Qué sensual fotoflash. Después vuelvo a la realidad. Meto primera y arranco. Gin me sigue sin problemas. Es una conductora hábil. No tiene problemas con el tráfico: acelera, adelanta y vuelve a su carril. Toca la bocina de vez en cuando para evitar algún que otro error ajeno. Se ladea con el coche en las curvas, moviendo la cabeza, imagino, al ritmo de la música. Gin, salvaje urbana. De vez en cuando me hace luces cuando se da cuenta de que la estoy vigilando por el retrovisor, como diciendo: «Eh, tranquilo, que estoy aquí.» Algunas curvas más y habremos llegado. Me paro, la dejo pasar y se me acerca.

—Vamos, aparca aquí, que por allí no se puede pasar.

No pide más explicaciones. Cierra el coche y sube detrás de mí, tirando de la falda hacia abajo para esa extraña operación de jinete.

—Qué pasada de moto, me gusta. He visto pocas así.

—Ninguna. La hicieron en exclusiva para mí.

—Sí, claro. ¿Sabes cuánto costaría un único modelo para una sola persona?

—Cuatro cientos veinticinco mil euros…

Gin me mira sinceramente asombrada.

—¿Tanto?

—Sí, pero me hicieron un buen descuento.

Me ve sonreír en el retrovisor que he movido hacia ella para cruzarme con su mirada. Intento hacer una pequeña guerra de miradas; después me rindo y sonrío. Ella me golpea con fuerza en el hombro.

—¡Venga, qué puñetas dices, eres un mentiroso!

Desde la época de las míticas peleas en la piazza Euclide, de las Barreras en la Cassia hasta llegar a Talenti y volver, no habían vuelto a decirme eso: Step, mentiroso. ¿Y quién se ha permitido decírmelo? Una mujer. Esta mujer, ésta que está detrás de mí. Y además, sigue:

—Precio aparte, me gusta realmente esta moto. Un día tienes que dejarme llevarla.

Qué locura, alguien que me pide mi moto, ¿y quién? También una mujer. ¡La misma que me ha llamado mentiroso! Pero lo más increíble de todo es que respondo:

—Claro.

Nos metemos en Villa Borghese, conduzco veloz pero sin demasiada prisa y me paro delante del pequeño bar que hay junto al lago.

—Ya hemos llegado, aquí no viene demasiada gente, es más tranquilo.

—¿Qué pasa? ¿Acaso tienes miedo de que te vean?

—Oye, hoy tienes ganas de discutir, ¿eh? Si llego a saberlo, habría sido más duro en el gimnasio.

—No te tengo miedo.

—Otra vez…

—De acuerdo, de acuerdo, tomemos «la copa de la paz».

Treinta y cinco

Claudio aparca el coche en el garaje. Por suerte no está la Vespa. Aún no ha vuelto ninguna de sus hijas. Mejor. Al menos no corre el riesgo de estropear más el lateral. Aunque es difícil que le ofrezcan menos aún por el Mercedes. Y con este último pensamiento de libertad, dedicado al sueño de su Z4, cierra el garaje y sube a casa.

—¿Hay alguien?

El apartamento parece en silencio. Un suspiro de alivio. Es agradable concederse un instante de tranquilidad. También para planear mejor su salida nocturna. No será fácil. Lo ha estado pensando toda la larde pero quiere repasar el plan, perfeccionarlo hasta en los últimos detalles. Quiere estar seguro de que no sale ningún imprevisto. Pero precisamente en ese momento aparece a sus espaldas Rafaella.

—Estoy yo, y está también ésta.

Le planta delante de la cara el extracto de su tarjeta de crédito, con la penúltima línea subrayada con rotulador fluorescente. Claudio se lo coge de las manos aterrado. Raffaella se lo acerca aún más.

—¿Se puede saber qué significa esto? ¿Me puedes dar una explicación?

Claudio nota un mareo. Su extracto bancario abierto y arrojado allí, delante de todos. De todos…, de su mujer. Dios mío —piensa—, ¿qué habrá encontrado? Hace un veloz repaso mental. No, no tendría que haber nada. Después la ve. Abajo del extracto, la penúltima línea subrayada entre todas las demás. Prueba irrefutable de su culpa, de haber querido volver al lugar del crimen. Pero ella no puede saberlo, no puede imaginarlo.

—Ah, esto… Pues nada, no es nada.

—¿Ciento ochenta euros por nada? No me parece un buen negocio.

—Es que he comprado un taco de billar.

—¿Ah, sí? Eso lo sé. En el extracto se lee perfectamente: La Tienda del Billar. Lo que no sé es desde cuándo juegas tú al billar. Y sobre todo, quién sabe cuántas otras cosas tampoco sé.

—Raffaella, por favor, te equivocas: no es para mí.

Después, una especie de iluminación, un faro en la oscuridad, la posibilidad de salir ileso de ese mar tormentoso, de ese navegar a todo trapo entre escollos puntiagudos escondidos por el huracán Raffaella.

—No sabía qué regalarle al doctor Farini y, como sé que en la casa de la playa tiene un billar, ¡he pensado que quizá fuera un buen regalo! De hecho, le ha gustado mucho. ¡Esta noche hemos quedado, iremos a cenar y después incluso jugaremos una partida!

No era precisamente ése el plan que había pensado durante toda la tarde, pero a veces la improvisación crea mentiras milagrosas. Raffaella no sabe si creerlo.

—¿Que tú y él vais a jugar al billar?

—Sí, y ¿sabes qué? Dice que con el taco que le he regalado se le ha despertado de nuevo una antigua pasión. Desde que ha vuelto a jugar, hasta la empresa le va mejor, ¿entiendes? El billar lo relaja, ¿no es genial? —Después, tremendamente orgulloso, casi envanecido, añade—: Piensa que me ha confiado la gestión de centenares de millares de euros gracias a un taco de billar que sólo vale ciento ochenta. ¿Qué te parece?

La ve aún dubitativa. Entonces decide jugárselo todo a una carta, imprudente funámbulo de la mentira, equilibrista de la más baja mentira, especialista de la falsedad más absurda.

—Oye, no sé cómo convencerte de que es cierto… Mira, ya está, podemos hacer lo siguiente: ¡vente con nosotros! Cenamos y después nos controlas los puntos en la sala de billar, ¿te apetece?

Raffaella se queda un momento en silencio.

—No, gracias.

Frente a este salto en el vacío, se tranquiliza. Y también Claudio. ¿Y si hubiera dicho que sí? ¿Dónde encontraba a Farini a las siete de la tarde? Hace al menos un año que no sé de él, hubiera sido difícil organizar una cena así, improvisada, y sobre todo una partida de billar, pues Farini no tiene precisamente pinta de jugador. Claudio decide no pensar más en ello. La sola idea lo hace sentirse mal. De modo que le sonríe, intentando ahuyentar completamente cualquier mínima perplejidad. Pero Raffaella tiene una última ocurrencia:

—Pero si era un regalo de trabajo, ¿por qué no usaste la tarjeta de la oficina?

—Tú no sabes cómo es Panella, ése lo escudriña todo, ¿y si después Farini no decidía confiar en nuestro despacho? ¡Lo sé muy bien, me lo habría echado en cara todo el año! ¡Y pensé que por ciento ochenta euros podía arriesgarme!

Precisamente mientras lo dice, Claudio se da cuenta de cuánto ha arriesgado esta vez. Se quita la chaqueta, está sudando, y va hacia el dormitorio para esconder de alguna manera la tensión dramática del momento.

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