La resistencia a la tecnología basada en la ignorancia y la indiferencia resulta enormemente triste y difícil de superar: la detección de la situación de carencia cada vez que el tema es mencionado provoca una reacción de autojustificación, que lleva a los afectados a proclamar su condición de ignorantes como si fuera un honor, casi enorgulleciéndose de ello. La perspectiva les lleva a ver a los usuarios de Internet como a personas “raras” y “extravagantes”, a los que acusan de prescindir de la “vida real” para refugiarse en la pantalla del ordenador, en una “vida virtual” vacía y ausente. La ignorancia y la indiferencia se alimenta de tópicos, como el que ve al usuario de Internet como a una persona generalmente obesa, asocial, pálida, que únicamente expone su su piel a la luz que genera el monitor de su ordenador. El usuario es una persona “con demasiado tiempo libre”, sin vida propia, aislado, que solo se relaciona a través de la red con otras personas tan raras como él. En realidad, el afectado se encuentra en una situación carencial: su incapacidad para entender una realidad que cada día le rodea de una manera más clara le provoca una sensación de inseguridad que le lleva a afianzarse en sus problemas, a considerarlos un elemento imposible de superar, y, como reacción defensiva, en un elemento que no quiere superar, un lugar al que no quiere ir. Cada conversación en la que surge la red se convierte en un episodio de negación, de recurso a los tópicos más absurdos para negar la mayor, en un aislacionismo cada vez mayor, en una cada vez más patente reducción al absurdo.
La mejor forma de entender la red para aquellos que se encuentran en este tipo de situaciones es aceptarla como algo completamente natural. Pensar en la red como en un fenómeno social más, como en un “andar por la calle”, e intentar interpretar lo que en ella ocurre de una manera completamente natural, por extrapolación de lo conocido. La red es una realidad en construcción, en permanente evolución vertiginosa, y la única manera de aprender a usarla es ni más ni menos que usándola, evitando clichés y lugares comunes, y tratando de experimentar las cosas por uno mismo, en primera persona. Si no lo ha hecho, propóngase hacerlo lo antes posible. La red es un recurso ilimitado en el que encontrará absolutamente de todo, vale la pena probarlo.
“Chicos, salid ahí fuera y haced lo que sabéis hacer...”
Telê Santana, entrenador de fútbol brasileño (1994)
Es sin duda uno de los factores que más inquietud producen en todos aquellos que observan la tecnología y sus efectos con cierta aprensión: ver el uso que de ellas hace la generación siguiente, sus hijos, sus sobrinos, sus primos más pequeños. Observar a un niño de seis o siete años manejándose con un teclado con total soltura, entrando en páginas para localizar vídeos o juegos que conoce o que le han contado que existen, o comunicándose mediante mensajería instantánea es un proceso fascinante: los adultos estamos, por lo general, acostumbrados a ser quienes sabemos manejar las cosas, quienes enseñan a los niños, no al revés. Sin embargo, la tecnología lleva tiempo provocando una reversión en el flujo del conocimiento: desde el horrible trauma que muchos sufrieron al ser incapaces de programar un simple vídeo doméstico que su hijo manejaba casi con los ojos cerrados, muchos empezaron a darse cuenta de que la gama de habilidades con las que contaban los niños eran, en realidad, bastante diferentes a las que poseían ellos. Los teléfonos móviles han traído a muchos padres la última gran revelación: de repente, personas que creían saber utilizar sus terminales móviles perfectamente pasaban a sentirse como si tuvieran “los dedos mucho más gordos” que sus hijos, provistos de un manejo que ellos eran completamente incapaces siquiera de imaginar alcanzar. A día de hoy, como hemos comentado en un capítulo anterior, si mi padre tiene cualquier duda con su ordenador, me llama a mí para que le ayude. Pero si su duda es con su teléfono móvil, directamente me salta, y se dirige a mi hija de quince años, que además, es perfectamente capaz de ayudarle sin lugar a dudas mucho mejor que yo.
¿Qué factores determinan el manejo que de la tecnología hacen las nuevas generaciones? ¿Y qué tipo de actitudes debemos mostrar ante ello? Las respuestas a este tipo de preguntas resultan un reto sobre todo para aquellas personas a quienes la tecnología les genera miedos e incertidumbres: por un lado, perciben una propuesta de valor clara en el hecho de, por ejemplo, criar a un hijo con un elemento de proximidad a la tecnología que le puede resultar un activo valioso en su desarrollo futuro. Por otro, ven peligros por todas partes, y les preocupa el hecho de que, en conciencia, muchos de esos peligros pueden provocar situaciones que ellos mismos no sabrían manejar. La sensación, en muchos casos, llega a ser bastante agobiante y genera inquietudes, o por el contrario, se relaja excesivamente hasta el punto de utilizar al ordenador como una especie de
baby-sitter
, como un lugar en el que dejar al niño durante períodos de tiempo “para que no dé la lata”: un papel asumido, en muchos casos, por ese fantástico invento denominado “consola” que tantas plácidas estancias en restaurantes brinda cada día a padres de todo el mundo.
La aproximación correcta a la interacción entre tecnología y niños es, sencillamente, cuanto más, mejor. La infancia es una edad ideal para el aprendizaje: la frase “los niños son esponjas” no es simplemente una forma de hablar, sino que indica una manera de internalizar los conocimientos, de asimilarlos de una manera natural en el cerebro, algo que posteriormente acaba representado una enorme ventaja. Y más cuando si hay algo que sabemos seguro, es que esos niños acabarán viviendo en un mundo mucho, muchísimo más interconectado que el nuestro. En principio, haciendo lógico uso del sentido común, ponga a sus hijos en contacto con el ordenador lo antes que pueda. No se trata, por supuesto, de abandonar un teclado o un ratón en las manos de un niño de uno o dos años, que podría desde tragarse una tecla hasta asfixiarse con el cable, pero sí, por ejemplo, de empezar a enseñarle contenidos adaptados a su edad desde esa edad, de manera que vea el ordenador como una parte más de su mundo. Sin ánimo de suplir el papel de un pedagogo, los dos años no son una mala edad para que un niño empiece a mover un ratón y a darse cuenta de la correspondencia que se establece entre el movimiento de su mano y el del cursor sobre la pantalla: existen programas para pintar o para registrar sonidos que pueden hacer que un niño de dos o tres años pase ratos entretenidísimo delante de una pantalla, obviamente bajo supervisión. La colección de grabaciones de mi hija entre los dos y los cuatro años, y la primera casita reconocible como tal que pintó a los tres forman una parte entrañable de mi bagaje de recuerdos. Es conveniente, además, introducir en el paquete algún programa de comunicaciones como Skype, Gizmo u otros afines, que permitan a los niños ver aparecer a sus abuelos o tíos en la pantalla y hablar con ellos: les permite tomar conciencia del papel del ordenador como herramienta de comunicación.
A medida que los niños van creciendo, pasamos típicamente por la etapa de los juegos interactivos: proporcionan una experiencia controlada, y permiten la adquisición de habilidades más finas, en muchos casos combinadas con el desarrollo de lectura y escritura. Sin embargo, la iniciación a la web surge cada vez más pronto, unida a una gama de propuestas de valor que aumenta constantemente: páginas especializadas para niños, contenidos atractivos, vídeos... Y con la web, surgen los primeros problemas: ¿qué hacer ante una red que vemos repleta de contenidos claramente inadecuados para una mente infantil, o en la que los informativos de la televisión nos dicen que campan terribles delincuentes dispuestos a intentar atacar a nuestros hijos? La interacción entre niños y web plantea, sin duda, un reto importante a padres y educadores.
La respuesta o es ni más ni menos que la aplicación del sentido común. En el acceso temprano a la web de los niños no hay más que ventajas: en la sociedad que se está conformando, saber moverse por la web es equivalente a saber caminar por la calle, algo cada día más necesario. La clave en el tema es entender que el acceso de los niños a Internet a día de hoy no es cuestionable: es necesario. Es incluso más que recomendable que invierta la pequeña cantidad de dinero necesaria para adquirir una dirección web con el nombre y apellido de sus hijos, un regalo que en el futuro tendrán sin duda oportunidad de agradecerle. Pero sobre todo, es indispensable entender que Internet no muerde: existen comportamientos que conllevan cierto riesgo, pero no más allá de lo que puede ocurrir cuando caminamos por la calle o cuando los llevamos al colegio. Lo indispensable es mantener en todo momento una actitud adecuada, no interpretar Internet como un sitio en donde “se deja” a los niños, y crear un clima de confianza, en el que el niño pueda preguntar absolutamente cualquier duda que le surja en su manejo.
Una tarea que corresponde a una persona, no a un programa, por sofisticado que sea. De hecho, una de las peores ideas que puede tener es la instalación de un programa filtro o
cibernanny
: erróneamente impulsados por muchas instituciones, los programas de este tipo contribuyen a crear una falsa impresión de seguridad en los padres, que proceden a su instalación y al inmediato abandono de los niños delante de la pantalla con la conciencia aparentemente tranquila. En realidad, el programa provoca la percepción de una “falsa Internet” en la que los contenidos considerados “nocivos” tales como pornografía están normalmente ausentes, lo que produce que en el momento en que el filtro falla, es desconectado, o los niños simplemente navegan en un ordenador que no lo tiene instalado, se enfrenten de repente a una serie de contenidos para los que no han sido preparados, y que además llaman muchísimo más su atención debido a la novedad.
En su lugar, a los padres les toca un papel muy diferente: aceptar que sus hijos van a tener delante de sus ojos cuando busquen determinadas cosas una serie de imágenes que ellos jamás tuvieron la oportunidad de ver a su edad, pero que en realidad, no provocan nada más que una explicación dada en términos de naturalidad y una aceptación de que se trata de un tipo de contenidos que forman parte de la red hoy en día. Que un niño, buscando inocentes fotografías de perritos, encuentre en un motor de búsqueda fotografías de “parejas en la postura del perrito” no es un problema terrible ni tiene porqué provocar un trauma insondable de ningún tipo, si el adulto está ahí con la adecuada explicación en la mano. Se trata, simplemente, de un ejercicio de naturalidad que puede llegar a prevenir bastantes problemas posteriores. Los niños de hace años crecían de lo más tranquilos escuchando que a los niños los traía una cigüeña o que crecían debajo de una col. Con Internet, vivimos malos tiempos para las cigüeñas transportistas y las coles mutantes, porque son historias que no aguantan ni la primera búsqueda en Google.
El mejor filtro de contenidos es, simplemente, ninguno. Enseñar a los niños una “Internet con filtro” es la garantía de tener problemas cuando, necesariamente, se la encuentren sin él, cuando empiecen, que sin duda empezarán, a “fumar sin filtro”. La tarea de racionar a los niños determinadas partes de la red debe formar parte de un proceso de educación equivalente al que tiene lugar en muchos otros aspectos: si vas demasiado lento, los niños explorarán por su cuenta, y la oportunidad de marcar u organizar criterios se perderá. Al principio, lo más prudente suele ser proporcionar a los niños experiencias de navegación restringidas a los favoritos del navegador: una colección amplia de páginas previamente probadas que permitan que el niño se familiarice con los aspectos más básicos del funcionamiento del navegador, el proceso de navegación y los rudimentos de la filosofía de Internet. A partir de ahí, es necesario abrir el paso hacia los buscadores: en caso de no hacerlo, éstos irrumpirán por su cuenta en conversaciones en el patio del colegio o en la televisión. Por supuesto, el ritmo de esta progresión es algo que corresponde a cada familia juzgar.
Los buscadores son armas poderosas, y su manejo debe ser supervisado al principio. En el caso de Google, por ejemplo, en el que la situación por defecto es la de “filtro moderado”, pasar durante una temporada a “filtrado estricto” puede ser recomendable, como situación meramente coyuntural. El siguiente paso, lógicamente, es la web social: para los niños, poseer un lugar en Internet supone una iniciativa enormemente educativa: permite que se rueden en su expresión escrita, que manejen los rudimentos del HTML y vean el copiar y pegar el código de pequeños
widgets
y aplicaciones como algo completamente natural, que no asusta. Las precauciones en este tipo de temas pueden ser múltiples: al principio, puede ser recomendable excluir las páginas web creadas por nuestros hijos de los índices de los buscadores (crear y editar el fichero
robots.txt
y añadir el comando
“disallow”
excede los propósitos de este libro, pero es un procedimiento ampliamente documentado en Internet), así como hacer que los comentarios que aparezcan en la página sean enviados a la dirección de correo electrónico de los padres. Herramientas como el correo electrónico, que los niños suelen ver generalmente como poco atractivo, o la mensajería instantánea deben formar parte de la caja de herramientas de un niño desde edades relativamente tempranas, aunque por supuesto es preciso explicarles de manera bastante prolija sus problemas y peligros. Para un niño, fenómenos como el
spam
y el
phishing
, de ubicua presencia en la red, tienen que ser, simplemente, lecciones aprendidas desde el primer día.
Para muchos jóvenes actuales, lo normal ha sido crecer en un entorno en el que de manera completamente habitual había un ordenador encendido y conectado a la red, además de una serie de teléfonos móviles y, en ocasiones, otro tipo de artilugios. Para estas personas, el escenario de acceso a la información y a la comunicación es algo completamente diferente al que la generación anterior tuvo la oportunidad de vivir. La terminología acuñada por Marc Prensky los denomina “nativos digitales”, personas nacidas en un entorno digital, en oposición a los “inmigrantes digitales” que nacimos en un entorno completamente analógico y hemos emigrado a uno digital. Los “inmigrantes digitales” podemos intentar “hablar en digital”, pero de una manera u otra, no somos nativos, y se nos suele “notar el acento”. Muchos autores afirman que, en realidad, la denominación sobrevalora a los más jóvenes y los dota de un aura de “entendidos” bastante irreal, pero no cabe duda que tener determinados esquemas mentales forjados en la presencia de un nivel tecnológico determinado ayuda a sentirse menos extraño ante determinados cambios y fenómenos.