Todo va a cambiar (34 page)

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Authors: Enrique Dans

Tags: #Informática, internet y medios digitales

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El futuro

“La mejor forma de predecir el futuro es inventarlo”

Alan Kay, Programador

No sería correcto llegar al último capítulo de este libro sin especular un poco sobre lo que nos depara la evolución de todos los factores que hemos ido tocando en cada una de sus partes. Recordemos el plan inicial, el “contrato” que firmamos cuando empezó usted la lectura de este libro: se trataba de aportar ideas e interpretaciones para estructurar el sentido común sobre un campo de actuación nuevo. Y hasta el momento, muchas de esas ideas e interpretaciones han venido derivadas de hechos del pasado, algunos tan recientes como unos pocos días antes de la fecha en que terminó la redacción del libro, pero pertenecientes a ese pasado, situados a la izquierda de esa línea temporal que en los últimos tiempos parece avanzar a tanta velocidad. Ahora intentemos especular sobre el futuro.

La primera conclusión clara es que la velocidad no va a disminuir. La sensación que tiene toda persona que se considere inexperta en tecnología es que la inversión en tiempo y esfuerzo necesaria para comprenderla no vale la pena: cuando se ha hecho, la tecnología ha cambiado, han aparecido nuevas posibilidades, cosas nuevas que hay que aprender, y nunca resulta posible alcanzarla. Todos conocemos el caso de esa persona que nunca llega a comprarse un ordenador, porque siempre está pensando que va a salir otro mucho más potente y más barato la semana siguiente: en tecnología hoy, es muy difícil que la espera llegue a compensar el lucro cesante de no tenerla disponible para su uso un día antes.

Cada día, un número mayor de personas vuelcan una cantidad mayor de sus vidas en Internet. Y contrariamente a la impresión negativa que ésto puede provocar en los escépticos, no se convierten en seres aislados, taciturnos y cetrinos, sino que, por lo general, obtienen beneficios que complementan su vida normal: se encuentran más vinculados y próximos a sus amigos y su entorno, disfrutan de una cantidad mayor de información que asimilan de maneras más ventajosas, y hasta consumen productos mejores y más baratos. En el nivel personal, este tipo de ventajas se transforman en pequeños detalles cotidianos, en manejo y soltura para utilizar herramientas que definen a quienes saben adaptarse al escenario en que viven. A nivel empresarial, estas ventajas definen qué empresas se enfrentan al futuro con mayores ventajas competitivas, con más facilidades a la hora de desarrollar su actividad. Y en la interfaz entre lo personal y lo profesional, estar al día convierte a las personas en más atractivas para el mercado de trabajo, y separa cada día más a los contratados de los que se quedan en perpetuos aspirantes, o define a los emprendedores capaces de encontrar nichos de actividad marcados por nuevos escenarios tecnológicos.

A medida que la red va ofreciendo más y mejores propuestas de valor, un número mayor de personas van encontrando éstas atractivas. Mi padre, tras una vida profesional bastante alejada del uso habitual de ordenadores, se encontró empezando a utilizar uno para comunicarse conmigo durante mis cuatro años de estancia en los Estados Unidos, y de ahí pasó a utilizarlos con total normalidad: de no haber comprado ni vendido acciones en su vida, a manejar una cartera de valores, leer y analizar noticias con total soltura, y participar en foros de todo tipo. Y no por el hecho de tener contacto conmigo, sino por un motivo mucho más directo: haber encontrado su propuesta de valor. Para mi padre, el ordenador es una manera de dinamizar su cerebro, al tiempo que le permite comunicarse con su familia y amigos. Mi impresión, de hecho, es que no tiene especial interés en ganar dinero comprando y vendiendo acciones, pero sí tiene interés en mantener su cerebro activo llevando a cabo complejos análisis y monitorizaciones de valores financieros: las hojas en las que recopila datos son dignas de analistas profesionales. Sin embargo, ese mismo padre atribuye a las redes sociales un papel de “herramienta para hacer amigos”, forma su cliché mental en base a ese estereotipo, y dado que no se encuentra motivado por esa teórica propuesta de valor (considera que ya tiene el número adecuado de amigos y que los amigos, por lo general, se encuentran en la vida y no en la red), decide simplemente no entrar en ellas.

Todas las personas, independientemente de su edad, nivel cultural o de su experiencia, poseen arquetipos, clichés y lugares comunes de los que resulta extraordinariamente difícil aislarse: intentar manejar la complejidad reduciéndola a una explicación simplista es un fenómeno muy común en el ser humano a la hora de enfrentarse a lo nuevo, un reflejo muy difícil de obviar incluso para personas cultas y con mentalidad abierta. Sin embargo, existe un conjunto creciente de usuarios que, tras probar alguno de los aspectos de la red y encontrarlos positivos, van avanzando en su uso, y convirtiéndose en perfiles diferentes, en personas que manejan información de otra manera y se alejan de la pasividad que ha dominado una gran parte de los aspectos de nuestras vidas desde la Revolución Industrial. La masificación de la fabricación, la comunicación y el consumo convirtió al hombre en un ser alienado, acostumbrado a un tratamiento general, le llevó a una fortísima pérdida de la individualidad: todos consumíamos lo mismo, la masa nos reforzaba en nuestras creencias, en las consideraciones de calidad, en nuestros gustos, en nuestra forma de ver la vida. Las opciones políticas se simplificaron hasta el bipartidismo, los gustos se convirtieron en rankings en los que triunfaba aquel que sin ser necesariamente mejor que otros, tenía la fuerza para comunicarlo de esa manera. La comunicación se redujo a la elección de canal sin moverse de un sofá, con un nivel de implicación y participación próximo a cero, pero que etiquetaba como antisociales a los que decidían no seguir la corriente.

Con esos pronunciamientos, resulta perfectamente inteligible que la expansión progresiva del uso de la red genere resistencias en las empresas que triunfaron en la época anterior. La red da paso a un consumidor diferente, muchísimo más informado, dispuesto a establecer vínculos comunicativos multidireccionales, en sentido inverso con las marcas, y en sentido horizontal con otros consumidores: una situación que la inmensa mayoría de las empresas no saben cómo manejar. La Revolución Industrial tuvo lugar entre finales del XVIII y principios del XIX: más de cien años en los que, básicamente, hemos estado haciendo lo mismo. Durante la próxima década, vamos a vivir una escalada progresiva de cambios que vienen a demostrar precisamente eso: que se pueden hacer cosas diferentes, y que en eso consiste el progreso.

El progreso es imposible de detener, y por progreso se entienden cosas que si bien lo son para algunos, para otros no tienen necesariamente porque serlo. La libre difusión de materiales sujetos a derechos de autor a través de la red es completamente imparable se interprete como se quiera interpretar, y es vista por los usuarios como un claro índice de progreso: ahora pueden acceder a todo tipo de obras, a precios muy inferiores o gratuitos, y mediante un solo clic. Obviamente, esto no es etiquetado precisamente como progreso por las empresas que anteriormente se encargaban de fabricar y distribuir estas obras sobre soportes físicos, como bien pudimos ver en el caso de la industria de la música: en lugar de llamarlo “progreso”, lo califican con lindezas como “piratería” o “robo”, y cometen errores que, a pocos años de los mismos, pueden ser calificados como prácticamente de infantiles. ¿Qué habría ocurrido si en lugar de cerrar Napster y convertirla en la muestra para la infinidad de clones que vinieron después, la industria musical hubiese colaborado con ella, la hubiese favorecido y la hubiese convertido en un canal preferencial a través del cual obtener música por una fracción de su precio, por un importe disuasorio? A estas alturas, Napster sería el equivalente de iTunes, la industria habría aprendido cómo adaptarse a ese nuevo canal, se habría ido reconvirtiendo sin grandes traumas, y el éxito de Napster habría disuadido muchas otras iniciativas similares.

Sin embargo, la máxima que dice que “el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra” no es una frase hecha por casualidad. En pleno año 2010, nos disponemos a ver cómo otras industrias repiten algunos de los errores cometidos por la industria de la música, en lugar de intentar aprender de ellos. Este libro que tiene usted en sus manos estará disponible a través de redes P2P seguramente a los pocos días de su puesta en el mercado (de hecho, me defraudaría bastante si no fuera así), sin que el autor o la empresa editora puedan hacer nada por evitarlo. ¿Significará eso menos ganancias para alguno de los dos? Ya lo veremos, porque no necesariamente tiene porqué ser así. En principio, el reconocimiento de la inevitabilidad de oponerse a ello ya está hecho, de ahí el que este libro se venda con una licencia Creative Commons, de la que hablaremos en un momento, que no impide hacer copias de su contenido cuando se hagan sin ánimo de lucro. ¿Para qué intentar impedir lo que no puede ser impedido por medio razonable alguno? Simplemente este hecho supone ya de por sí un avance mayor que el que la industria de la música ha conseguido recorrer en sus últimos - y convulsos - diez años. Pero el siguiente paso es el que cuesta: reconocer la lucha contra el progreso como algo imposible e inútil y cambiar la estructura para adaptarse a un mundo en el que muchas de las bases tradicionales del negocio ya no son necesarias y la estructura de márgenes se altera por órdenes de magnitud es algo que en la mayoría de ocasiones está fuera del alcance de los actores de toda la vida, y que por tanto necesita de nuevos entrantes que dinamicen el panorama.

El cambio que estamos viviendo reviste características de extrema globalidad. Ahora que está llegando al final de este libro, es un momento adecuado para volver al principio: su título, “Todo va a cambiar”. La historia detrás del título es como mínimo curiosa: cuando la editorial me contactó para encomendarme la escritura del libro, una de las condiciones que puso fue que no escribiese un libro para los lectores de mi página. Esos, aparte de representar un pequeño “descremado” exclusivo de la sociedad desde el punto de vista de conocimientos tecnológicos, tenían en general bastante claro el proceso por el que estábamos pasando como individuos, como empresas y como sociedad. Para ellos, un título como “Todo va a cambiar” habría sido factualmente incorrecto: en realidad, dirían ellos, “Todo ha cambiado” ya. Hablamos de personas que permanecen más tiempo a lo largo del día conectados a la red que desconectados de ella, y que cuando ven una noticia en el telediario relacionada con tecnología, miran a la televisión con displicencia, porque ya la han visto en la red varios días antes. El lector objetivo del libro debía ser esa persona que ve cambios, que escucha las noticias y se entera de avances tecnológicos que le resultan sorprendentes, que se preocupa y se pregunta alguna versión del “dónde vamos a ir a parar”. El público objetivo del libro debían ser personas que en caso de ver un libro titulado “Todo ha cambiado” mirasen a izquierda y derecha, pensasen en cómo se desarrolla su vida con la perspectiva de los últimos años, en cómo trabajan, viven y se relacionan con otras personas, y dijesen “no, no ha cambiado”.

Pero ¿ha cambiado o no? Tangibilicemos las cosas: A mi casa en Majadahonda (Madrid) llegan habitualmente múltiples cajas, transportadas por operadores logísticos de todo tipo: puestos a enumerar algunos de los habituales, nos encontraríamos con las naranjas de Naranjas Lola, los tomates de SoloRaf, las verduras de Recapte, el pescado y marisco de Lonxanet, las flores de FloresFrescas, los calçots de Calsots.com, el vodka de chocolate de Pancracio, el café de Nespresso, los quesos asturianos de La-Barata.com, y algunas veces, Telepizza... pero eso no es todo, porque lo normal también es que el resto de la compra del supermercado sea también encargada a través de la red. Unamos eso a productos como los billetes de Iberia o RENFE (a pesar de su ominosa web, es lo que tiene ser un monopolio), las reservas de hoteles, las entradas de cine, los libros de Amazon o hasta los ordenadores y accesorios de Apple. En todos esos casos, y seguramente en muchos más que no recuerdo, esos bienes y servicios llegaron a mi casa a golpe de clic. Aislando diferentes casuísticas, podríamos citar desde productos de relativo “lujo”, no tanto por su precio como por lo que supone poder acceder a ellos desde donde yo vivo, hasta servicios en los que el lujo proviene de no tener que ir a por ellos: quien haya comprado entradas de cine por Internet, frente al hecho de llegar y hacer cola, sabe a lo que me refiero. Algunos de esos productos me salen más baratos del precio que tendrían en tiendas de Madrid a las que podría ir en coche o andando. Otros me salen a precios parecidos o más caros, pero me resultaría sencillamente imposible acceder a productos similares de una calidad equivalente: en esos casos, me comporto como gourmet. Algunos productos simplemente no los había probado nunca, y el hecho de disponer de ellos en la red me ha convertido en consumidor habitual de temporada, como los deliciosos calçots. En mis compras online tengo motivaciones de todo tipo: desde el deseo de mantener una alimentación balanceada y sana, hasta el capricho de disfrutar de una calidad determinada, pasando por la comodidad de no acarrear bolsas del coche a casa. O por la pura y dura nostalgia. El café de Nespresso es insultantemente más caro que un café normal comprado en paquete de cuarto kilo, pero después de probar el primero, volver al segundo supone una especie de tortura.

Por otro lado, pensemos cómo funciona ésto: ¿me ha vuelto el hábito de comprar en la red más taciturno, soy alguna clase de eremita que no ve la luz del sol, o me lleva a pasar mi tiempo en pijama sin afeitar y con un aspecto patibulario? Ni mucho menos. No solo me permite disfrutar más de determinados productos, sino que me libera tiempo para otras cosas. Problemas de seguridad, solo los he tenido una vez: una transacción realizada con la tarjeta de crédito de mi mujer fue interceptada, y entre un sábado y un domingo, aparecieron cargos en ella por valor aproximado de unos tres mil euros. Tras la correspondiente denuncia al banco y a la guardia civil, el dinero fue íntegra y satisfactoriamente reintegrado en un plazo relativamente corto. Teniendo en cuenta el uso que se hace en esta casa del dinero de plástico a través de la red, la incidencia me parece tan aislada, que resulta perfectamente comparable al riesgo de andar por la calle: de hecho, a mi mujer le dieron un tirón en el bolso el año pasado, y el trastorno ocasionado fue muy superior.

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