Un ambiente extraño (8 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Se fue precipitadamente. Yo sabía por qué lo había hecho en realidad: a pesar de todo lo que me sermoneaba para que me casase, en el fondo le molestaba mi relación con Benton; había una parte de él que siempre estaría celosa.

—Rose puede enseñarte la fotografía —le dije a Benton mientras lavaba el cadáver con una manguera y una esponja—. Sabe cómo abrir mi correo electrónico.

Antes de que pudiera disimularlo, en sus ojos brilló una chispa de desilusión. Llevé las cajas de cartón con los extremos de los huesos a una encimera que había en un rincón para ponerlas a hervir en una ligera solución de lejía y acabar de descarnarlas y desengrasarlas. Benton se quedó donde estaba, esperando y mirando hasta que volví. No quería que se fuera, pero ya no sabía que hacer con él.

—¿Podemos hablar, Kay? —dijo finalmente—. Apenas te he visto durante los últimos meses. Ya sé que los dos estamos ocupados y que éste no es un buen momento, pero...

—Benton —dije con vehemencia, interrumpiéndole—. Aquí no.

—Claro que no. No estoy sugiriendo que hablemos aquí.

—Acabará siendo más de lo mismo.

—Te prometo que no. —Consultó el reloj de la pared—. Mira, ya es tarde, así que más vale que me quede en la ciudad. Vamos a cenar.

Estaba indecisa; la ambivalencia me atenazaba. Tenía miedo de verle y de no verle.

—De acuerdo —dije—. En mi casa a las siete. Prepararé algo rápido. No te hagas muchas ilusiones.

—Puedo llevarte a alguna parte. No quiero que te tomes ninguna molestia.

—Si hay algo que no quiero hacer en este momento es aparecer en público —dije.

Siguió observándome un instante mientras yo rellenaba etiquetas y rotulaba tubos y diversos tipos de envases. El golpe de sus tacones sonó con fuerza en las baldosas cuando se fue; luego le oí hablar con alguien en el momento en que se abrían las puertas del ascensor en el pasillo. Al cabo de unos segundos entró Wingo.

—Habría venido antes. —Fue a un carro y empezó a ponerse cubiertas en los zapatos, una mascarilla y unos guantes nuevos—. Pero arriba hay un jaleo de cuidado.

—¿Qué quieres decir con eso? —pregunté, quitándome la bata mientras él se ponía otra.

—Que hay periodistas. —Se puso una careta de protección y me miró por el plástico transparente—. Están en el vestíbulo. Han rodeado el edificio con las furgonetas de televisión. —Me miró con expresión tensa—. Lamento tener que decírselo, pero ahora son los del Canal 8 los que le obstruyen el paso. Han dejado la furgoneta justo detrás de su coche para que no pueda salir, y no hay nadie dentro.

Mi enojo subió como el calor.

—Llama a la policía y que se la lleve la grúa —dije desde el vestuario—. Tú acaba aquí. Voy a subir a ocuparme de este asunto.

Arrojé la bata al cubo de la lavandería y me quité bruscamente los guantes, las cubiertas de los zapatos y la gorra. Me froté vigorosamente con el jabón antibacteriano y abrí de golpe mi taquilla. De pronto se me habían vuelto torpes las manos. Estaba muy alterada. Todo me afectaba: el caso, la prensa y Benton.

—¿Doctora Scarpetta?

Wingo apareció de repente en la puerta mientras yo me estaba abrochando los botones de la blusa. El que entrara sin pedir permiso cuando yo estaba vistiéndome no era nada nuevo. Nunca nos había molestado a ninguno de los dos porque me sentía tan cómoda con él como con una mujer.

—Me preguntaba si tendría tiempo... —Titubeó—. Bueno, ya sé que hoy está ocupada.

Arrojé las ensangrentadas Reebok dentro de mi taquilla y me calcé los zapatos que me había puesto para ir a trabajar. Luego me puse mi bata de laboratorio.

—Lo cierto, Wingo —dije conteniendo mi enojo para no desahogarme con él—, es que a mí también me gustaría hablar contigo. Cuando acabes aquí abajo, ve a verme a mi despacho.

No tenía que explicarme nada. Me daba la sensación de que ya sabía lo que ocurría. Subí en ascensor al primer piso de un humor tan sombrío como una tormenta a punto de estallar. Benton seguía en mi despacho, mirando detenidamente lo que había en la pantalla de mi ordenador; yo pasé por el pasillo sin detener el paso. Era a Rose a quien buscaba. Cuando llegué a las oficinas, me encontré con que los empleados estaban respondiendo frenéticamente al teléfono y mi secretaria y mi administrador se hallaban frente a la ventana, mirando el aparcamiento.

La lluvia no había amainado, pero esto no parecía haber desanimado a ningún periodista, cámara ni fotógrafo de la ciudad. Parecía que se hubieran vuelto locos, como si la historia fuera tan importante que a nadie le importara aguantar un chaparrón.

—¿Dónde están Fielding y Grant? —Me refería al subjefe y a su compañero de aquel año.

Mi administrador era un jefe de policía retirado al que le encantaban la colonia y los trajes elegantes. Se apartó de la ventana; Rose se quedó mirando.

—El doctor Fielding está en los tribunales —respondió—. El doctor Grant ha tenido que salir porque se le está inundando el sótano.

Rose dio media vuelta con cara de malhumor, como si acabaran de invadir su nido.

—He mandado a Jess al cuarto de los archivos —dijo, refiriéndose a la recepcionista.

—Entonces no hay nadie en la entrada.

Me volví hacia el vestíbulo.

—Qué va, hay gente de sobra —exclamó airadamente mi secretaria en medio de los incesantes timbrazos de teléfono—.

No quería que hubiera nadie ahí fuera con todos esos buitres. Me da igual que haya un cristal a prueba de balas.

—¿Cuántos periodistas hay en el vestíbulo?

—La última vez que he mirado había unos quince o veinte —respondió el administrador—. He salido una vez y les he pedido que se vayan. Me han contestado que no lo harán hasta que tengan sus declaraciones. De modo que he pensado que podríamos escribir algo y...

—Les voy a dar yo declaraciones —mascullé.

Rose apoyó una mano sobre mi brazo.

—Doctora Scarpetta, me parece que no es una buena idea...

A ella también la interrumpí.

—Déjame esto a mí.

El vestíbulo era pequeño, y el grueso tabique de cristal impedía entrar a las personas no autorizadas. Cuando doblé la esquina, me quedé asombrada al ver la cantidad de gente que había allí apretada. El suelo estaba manchado de huellas y charcos de agua sucia. En cuanto me vieron, los periodistas empezaron a gritar y a acercar violentamente micrófonos y grabadoras, las luces de las cámaras se encendieron y los flashes resplandecieron en mi cara.

Levanté la voz para que me oyeran todos.

—¡Silencio, por favor!

—Doctora Scarpetta...

—¡Silencio! —grité, subiendo aún más la voz y mirando a ciegas a aquella gente agresiva cuyas caras no conseguía ver—. Les pido por favor que se marchen —dije.

—¿Se trata nuevamente del Carnicero? —preguntó una mujer, levantando la voz sobre las demás.

—Todo está pendiente de nuevas investigaciones —respondí.

—Doctora Scarpetta...

Logré distinguir a duras penas a la presentadora de televisión Patty Denver, cuya bonita cara estaba en las vallas publicitarias de toda la ciudad.

—Según ciertas fuentes, está investigando este caso como uno más de los asesinatos en cadena ocurridos en Virginia —dijo—. ¿Puede confirmarnos esta información?

No respondí.

—¿Es cierto que la víctima es asiática, probablemente pre-adolescente, y que se cayó de un camión de la zona? —prosiguió para mi consternación—. ¿Cabe suponer que el asesino se encuentra en este momento en Virginia?

—¿Está el Carnicero cometiendo ahora sus asesinatos en Virginia?

—¿Es posible que su intención fuera deshacerse de los otros cadáveres aquí?

Alcé una mano para pedirles silencio.

—Éste no es momento para suposiciones —dije—. Lo que puedo decirles es que estamos tratando el caso como si fuera un homicidio. La víctima es una mujer blanca no identificada. No es una preadolescente, sino una adulta de edad avanzada. Rogamos a quienes tengan alguna información sobre el caso que llamen a este centro o a la jefatura de policía del condado de Sussex.

—¿Y el FBI?

—El FBI está participando en la investigación.

—Entonces considera que el Carnicero está...

Di media vuelta, marqué el código en el teclado numérico y se abrió la cerradura. Hice caso omiso de las voces que me llamaban, cerré la puerta al salir y eché a andar apresuradamente por el pasillo, con los nervios crispados. Cuando entré en mi despacho, Benton ya se había ido, de modo que me senté detrás de mi escritorio. Marqué el número del busca de Pete y él me llamó inmediatamente.

—Por amor de Dios, hay que poner fin a estas filtraciones —exclamé por teléfono.

—Sabemos perfectamente bien quién ha sido —dijo Pete en tono irritado.

—Ring.

Estaba completamente segura, pero no podía demostrarlo.

—Ese gandul tenía que reunirse conmigo en el vertedero —prosiguió Pete—. De eso hace ya casi una hora.

—No parece que la prensa haya tenido ningún problema para encontrarle.

Le conté lo que ciertas «fuentes» habían revelado, al parecer, a un equipo de televisión.

—¡Maldito estúpido! —exclamó.

—Localízalo y dile que mantenga la boca cerrada —dije—. Hoy los periodistas han echado prácticamente por tierra nuestro trabajo; ahora la ciudad va a pensar que hay un asesino múltiple suelto por aquí.

—Bueno, por desgracia puede que eso sí sea cierto —dijo.

—Es increíble. —Cada vez estaba más enfadada—. Tengo que soltar información para corregir una información equivocada. No puedo aceptar que se me ponga en esta situación, Pete.

—No te preocupes. Voy a ocuparme de este asunto y de mucho más —prometió—. Me figuro que no lo sabrás.

—¿A qué te refieres?

—Se rumorea que Ring ha estado viéndose con Patty Denver.

—Creía que estaba casada —dije, recordándola tal como la había visto unos minutos antes.

—Lo está.

Empecé a dictar el caso 1930—97, intentando centrarme en lo que estaba diciendo y consultando mis notas.

—El cadáver ha sido enviado en una bolsa precintada —grabé mientras ordenaba los papeles que Wingo había manchado con sus guantes—. Tiene la piel esponjosa. Los senos son pequeños y atrofieos y están arrugados. Hay pliegues de piel sobre el abdomen indicativos de una pérdida previa de peso...

—¿Doctora Scarpetta? —Wingo había asomado la cabeza por la puerta—. Ay, lo siento —exclamó cuando se dio cuenta de que estaba grabando—. Me parece que no es el momento oportuno.

—Entra —dije con una sonrisa cansada—. Y cierra la puerta.

Así lo hizo, y de paso cerró la que comunicaba mi despacho con el de Rose. Acercó una silla a mi escritorio; estaba nervioso y le resultaba difícil mirarme a los ojos.

—Antes de que empieces, permíteme que te diga una cosa —dije firmemente pero con delicadeza—. Hace muchos años que te conozco y tu vida no es para mí ningún secreto. No enjuicio ni encasillo. A mi modo de ver, sólo hay dos clases de personas en el mundo: las que son buenas y las que no lo son. Pero me preocupo por ti porque tu orientación te pone en una situación de peligro.

Hizo un gesto de asentimiento.

—Lo sé —dijo con los ojos brillantes de lágrimas.

—Si estás inmunosuprimido —proseguí—, tienes que decírmelo. Probablemente no deberías estar en el depósito de cadáveres, al menos para ciertos casos.

—Soy seropositivo —dijo con voz temblorosa, y se echó a llorar.

Dejé que se desahogara. Se había tapado la cara con los brazos, como si no pudiera soportar que lo viera nadie. Le temblaban los hombros, moqueaba y las lágrimas moteaban el pantalón del ejército que llevaba puesto. Me acerqué a él con una caja de pañuelos de papel.

—Toma. —Puse los pañuelos cerca—. No te preocupes. —Le rodeé con un brazo y dejé que llorara—. Wingo, quiero que te calmes para que podamos hablar de este asunto, ¿de acuerdo?

Hizo un gesto de asentimiento, se sonó la nariz y se enjugó las lágrimas. Por un momento se acarició la cabeza con mi cuerpo, y yo le abracé como a un niño. Le di tiempo y luego le cogí por los hombros y le miré directamente a la cara.

—Ahora has de tener valor, Wingo —dije—. Veamos qué podemos hacer para afrontar el problema.

—No puedo decírselo a mi familia —me aseguró con voz entrecortada—. Mi padre me odia, y cuando mi madre intenta hacer algo, él se pone peor... Con ella, quiero decir. ¿Sabe a lo que me refiero?

Acerqué una silla.

—¿Y qué me dices de tu amigo?

—Lo hemos dejado.

—Pero lo sabe.

—Me enteré hace sólo un par de semanas.

—Tienes que decírselo a él y a todas las personas con las que hayas tenido relaciones íntimas —le advertí—. Es lo justo. Si te lo hubieran dicho a ti en su momento, puede que ahora no estuvieras aquí sentado, llorando.

Se quedó en silencio, con la vista clavada en las manos. Luego respiró hondo y dijo:

—Voy a morir, ¿verdad?

—Todos vamos a morir.

—No así.

—Podría ser así —dije—. Cada vez que me hacen un reconocimiento, me hacen la prueba del sida. Podría ser yo quien estuviera pasando por esta situación.

Alzó la vista y me miró; tenía los ojos y las mejillas enrojecidos.

—Si cojo el sida, me suicidaré.

—No, no te suicidarás —dije.

Se puso a llorar de nuevo.

—¡Doctora Scarpetta, no quiero pasar por esta situación! ¡No quiero acabar en uno de esos sitios, en una residencia para enfermos terminales como la clínica Fan Free, tumbado en una cama junto a otros moribundos a los que no conozco! —Las lágrimas seguían brotando, y su cara tenía expresión trágica y desafiante—. Estaré totalmente solo como siempre lo he estado.

—Escucha. —Esperé a que se calmara—. No vas a pasar por esto solo. Me tienes a mí. —Volvió a deshacerse en lágrimas, tapándose la cara y haciendo tanto ruido al llorar que tuve la seguridad de que lo oirían en el pasillo—. Yo cuidaré de ti —le prometí mientras me levantaba—. Ahora quiero que te marches a casa. Quiero que se lo digas a tus amigos, tienes que hacerlo. Mañana seguiremos hablando y hallaremos la mejor manera de ocuparnos de este asunto. Necesito el nombre de tu médico y permiso para hablar con él.

—Es el doctor Alan Riley, de la Facultad de Medicina de Virginia.

Hice un gesto de asentimiento.

—Lo conozco. Quiero que le llames mañana en cuanto te levantes. Dile que voy a ponerme en contacto con él y que puede hablar conmigo sin ningún problema.

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