Un ambiente extraño (6 page)

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Authors: Patricia Cornwell

—No puedo creerme que hayas hecho eso —me espetó—. Es como utilizar tu fecha de nacimiento para la clave de la alarma antirrobo.

—Utilizo el correo electrónico casi exclusivamente para comunicarme con forenses, personas del Ministerio de Sanidad y la policía. La dirección tiene que resultarles fácil de recordar. Además —añadí al ver que seguía juzgándome con la mirada—, nunca me ha planteado ningún problema.

—¡Joder, pues ahora sí que te lo ha planteado! —exclamó, mirando la copia—. A ver si por lo menos encontramos aquí algo que nos sirva de ayuda. A lo mejor ha dejado una pista en el ordenador.

—En la red —puntualicé.

—Sí, bueno, donde sea —dijo él—. Quizá deberías llamar a Lucy.

—Es Benton quien debería hacer eso —le recordé—. Soy la tía de Lucy, así que no puedo pedirle que nos ayude en este caso.

—Entonces supongo que también voy a tener que llamarle por ese motivo. —Rodeó mi desordenado escritorio y se dirigió a la puerta—. Espero que tengas cerveza en esta barraca. —Se detuvo y se volvió hacia mí—. Ya sé que no es asunto mío, Doc, pero tarde o temprano vas a tener que hablar Con él.

—Tienes razón —dije—. No es asunto tuyo.

3

A
la mañana siguiente me desperté con el sordo golpeteo de una fuerte lluvia sobre el tejado y el persistente pitido de mi despertador. Era temprano para ser un día que en principio iba a tomarme libre, y me impresionó que durante la noche hubiera comenzado el mes de noviembre; faltaba poco para que llegara el invierno y pasara otro año. Subí las persianas y miré al exterior. En el suelo había pétalos de mis rosas, y el río estaba crecido y corría en torno a unas rocas que parecían negras.

Lamentaba lo que había ocurrido con Pete. La noche anterior había estado brusca al mandarlo a casa sin ofrecerle una cerveza, pero no quería hablar con él sobre temas que no iba a comprender. Para él era sencillo: yo estaba divorciada, a Benton Wesley le había dejado su esposa por otro hombre y habíamos tenido un lío, así que lo mejor era que nos casáramos. Durante una temporada la idea me había parecido bien. Benton y yo habíamos pasado el otoño y el invierno del año anterior yendo a esquiar y a bucear, saliendo de compras, cenando en casa y por ahí, e incluso trabajando en mi jardín. No nos habíamos entendido en absoluto.

De hecho, tenía tantos deseos de que pasara por mi casa como que Pete se sentara en mi silla. Cuando Benton movía un mueble o incluso cuando iba a guardar la vajilla y la plata y se equivocaba de armario y de cajón, yo sentía en mi fuero interno una irritación que me sorprendía y consternaba. Cuando todavía estaba casado, yo no había creído en ningún momento que nuestra relación fuera un acierto, pero en aquella época nos habíamos divertido más estando juntos, sobre todo en la cama. Tenía miedo de que el hecho de no sentir lo que pensaba que debía sentir revelase un rasgo de mi persona que me resultara insoportable.

Fui al depósito de cadáveres con los limpiaparabrisas a pleno rendimiento y el implacable aguacero retumbando sobre el techo del coche. Había poco tráfico porque no eran más que las siete de la mañana. El perfil del centro de Richmond apareció lenta y gradualmente en medio del agua y de la niebla. Pensé otra vez en la fotografía. Me la imaginé dibujándose lentamente en la pantalla de mi ordenador y noté que un escalofrío recorría todo mi cuerpo y que se me ponía la carne de gallina en los brazos. Entonces se me ocurrió que la persona que la había mandado podía ser alguien que conocía, lo cual me causó una gran turbación.

Tomé la salida de la calle Siete y avancé por el pasaje de Shockoe, con sus adoquines mojados y sus restaurantes de moda, los cuales estaban a oscuras a aquella hora. Pasé por delante de unos aparcamientos que ya empezaban a llenarse y entré en uno situado detrás del edificio de estuco de cuatro pisos en el que trabajaba. Me quedé asombrada cuando vi que había una furgoneta de la televisión esperando en mi plaza, la cual estaba marcada claramente con un cartel que rezaba FORENSE JEFE. Los periodistas sabían que si esperaban el tiempo suficiente, serían recompensados con mi presencia.

Me detuve cerca de ellos y les indiqué que se apartaran. En ese preciso momento se abrieron las puertas de la furgoneta y saltó hacia donde yo estaba un
cámara
, con un impermeable, seguido por una periodista con un micrófono. Bajé unos centímetros la ventanilla y dije sin ninguna amabilidad:

—Venga, fuera. Están ocupando mi plaza de aparcamiento.

Pero les daba igual. Entonces salió otro periodista con unos focos. Yo me quedé un momento mirando, y la irritación me volvió dura como el pedernal. La periodista estaba obstruyendo la puerta de mi coche y metiendo el micrófono por la abertura de la ventanilla.

—Doctora Scarpetta, ¿puede confirmarnos si el Carnicero ha vuelto a actuar? —preguntó en voz alta al tiempo que la cámara empezaba a grabar y se encendían los focos.

—Saquen la furgoneta —dije con nervios de acero mirando directamente a la periodista y a la cámara.

—¿Es realmente un torso lo que se ha encontrado? —preguntó ella, metiendo aún más el micrófono por la ventanilla. Le caía agua de la capucha.

—Voy a pedírselo por última vez: saquen la furgoneta de mi plaza de aparcamiento —dije como un juez a punto de dictar desacato al tribunal—. Están molestando.

El cámara encontró un nuevo ángulo y tomó un primer plano. Las luces me deslumbraban.

—¿Estaba desmembrado como los otros...?

La periodista retiró el micrófono justo a tiempo para que no se lo pillara con la ventanilla. Cambié bruscamente de marcha y empecé a recular para dar una vuelta de trescientos sesenta grados. Los miembros del equipo de televisión se quitaron atropelladamente de en medio. Derrapé y aparqué justo detrás de la furgoneta, de manera que quedó encajonada entre mi Mercedes y el edificio.

—¡Espere un momento!

—¡Oiga! ¡No puede hacer eso!

Parecían que no dieran crédito a sus ojos cuando salí. Sin molestarme en abrir el paraguas, corrí hasta la puerta y la empujé.

—¡Oiga! ¡Que no podemos salir! —siguieron exclamando.

Nuestra enorme furgoneta de color burdeos se encontraba dentro del garaje, salpicada de gotas de agua al igual que el suelo de hormigón. Abrí otra puerta, entré en el pasillo y miré a ver si había llegado alguien más. Las baldosas blancas estaban inmaculadas y el aire cargado de desodorizante industrial superconcentrado. Cuando me acerqué al depósito de cadáveres, la descomunal puerta aislante de acero inoxidable se abrió con un zumbido.

—¡Buenos días! —exclamó Wingo con una sonrisa de sorpresa—. Qué pronto viene hoy.

—Gracias por meter la furgoneta para que no se mojara —dije.

—De momento no van a llegar más casos, que yo sepa, así que he pensado que no sería mala idea meterla en el garaje.

—¿Has visto a alguien ahí fuera cuando la has metido? —pregunté.

Puso cara de perplejidad.

—No, pero de eso hace ya una hora.

Wingo era el único miembro del personal que solía llegar al depósito de cadáveres antes que yo. Era delgado, fuerte y atractivo, y tenía unas bonitas facciones y el pelo castaño, largo y desordenado. Como era un obseso compulsivo, planchaba el uniforme de trabajo y lavaba la furgoneta grande y las furgonetas anatómicas varias veces a la semana, y se pasaba el día puliendo los objetos de acero inoxidable para dejarlos como un espejo. Su trabajo era ocuparse del depósito de cadáveres, y lo realizaba con la precisión y el orgullo de un jefe militar. Ninguno de los dos permitíamos imprudencias o muestras de insensibilidad en el depósito, por lo que nadie se atrevía a tirar desechos peligrosos sobre los muertos o a hacer bromas de estudiante con ellos.

—El cadáver del vertedero de basuras sigue en la cámara —me dijo Wingo—. ¿Quiere que lo saque?

—Vamos a dejarlo hasta después de la reunión del personal —respondí—. Cuanto más tiempo esté refrigerado, mejor. No quiero que entre nadie por aquí a mirar.

—Descuide —dijo como si acabara de insinuar que desatendía sus obligaciones.

—Ni siquiera miembros del personal a los que les pique la curiosidad.

—Ya. —En sus ojos brilló una chispa de irritación—. No comprendo a la gente.

Wingo no la comprendería nunca porque no era como ella.

—Puedes llamar a los de seguridad —dije—. Hay periodistas en el aparcamiento.

—¿Lo dice en serio? ¿Tan temprano?

—Los del Canal 8 me estaban esperando. —Le di la llave de mi coche—. Espera cinco minutos y luego deja que se vayan.

—¿Qué significa eso de «deja que se vayan»?

Clavó la mirada en el mando a distancia que tenía en la mano y frunció el entrecejo.

—Están ocupando mi plaza de aparcamiento.

Eché a andar hacia el ascensor.

—¿Que están qué?

—Ya lo verás. —Entré—. Como me rocen el coche, les acusaré de intromisión ilegítima y daño intencionado de bienes. Luego pediré a la Fiscalía General del Estado que llame al director general de la cadena. A lo mejor los demando —añadí sonriéndole antes de que se cerraran las puertas.

Mi despacho se encontraba en el primer piso del Centro de Laboratorios, que había sido construido en los años setenta, íbamos a abandonarlo pronto junto con los científicos de arriba, pues por fin íbamos a tener un lugar espacioso en el nuevo parque biotécnico de la ciudad, que estaba situado al lado de la calle Broad, cerca del Marriott y el Coliseum.

Las obras ya habían empezado, y yo pasaba demasiado tiempo discutiendo detalles, anteproyectos y presupuestos. Lo que había sido mi casa durante años era ahora un caos; había cajas amontonadas a los lados de los pasillos, y empleados que no querían archivar documentos porque al fin y al cabo había que empaquetarlo todo. Aparté la mirada de las nuevas cajas y avancé por el pasillo en dirección a mi despacho, donde mi mesa corría peligro de sufrir un alud como de costumbre.

Volví a mirar el correo electrónico, temiendo encontrarme otro archivo anónimo como el último que había recibido, pero no había ningún nuevo mensaje. Les eché una ojeada y envié breves respuestas. La dirección «muerteadoc» aguardaba pacientemente en mi buzón, y no pude resistirme a abrir el mensaje y el archivo de la fotografía. Estaba tan concentrada que no oí entrar a Rose.

—Creo que convendría que Noé construyera otra arca —comentó.

Alcé la mirada sobresaltada y la vi en la puerta que comunicaba mi despacho con el suyo. Estaba quitándose la gabardina y tenía cara de preocupación.

—No quería asustarla —dijo. Entró vacilante en mi despacho y me lanzó una mirada escrutadora—. Sabía que estaría aquí a pesar de todos los consejos que le di —añadió—. Tiene cara de haber visto un fantasma.

—¿Qué haces aquí tan temprano? —pregunté.

—Me he imaginado que estaría ocupadísima. —Se quitó la chaqueta—. ¿Ha leído el periódico esta mañana?

—Todavía no.

Abrió el bolso y sacó las gafas.

—Imagínese el escándalo que se ha armado con el asunto del Carnicero. Cuando venía en el coche, he oído en las noticias que desde que han empezado a producirse estos casos se han vendido una barbaridad de armas de fuego. A veces me pregunto si las armerías no estarán detrás de estos asuntos. Nos dan unos sustos de muerte para que vayamos como locos a coger el revólver del 38 o la pistola semiautomática que tengamos más cerca.

Rose tenía el pelo del mismo color de acero de siempre y la mirada aristocrática y perspicaz. No había nada que no hubiera visto ni nada que le diera miedo. Sobre mí se cernía la inquietante amenaza de su jubilación. Sabía su edad, y no tenía que trabajar para mí. Si seguía era únicamente porque tenía interés y porque no le quedaba nadie en casa.

—Echa una ojeada —dije, apartando mi silla.

Rodeó el escritorio y se puso tan cerca de mí que noté el olor de Almizcle Blanco, el perfume de todo lo que había mezclado en The Body Shop, donde estaban en contra de los experimentos con animales. Rose acababa de adoptar su quinto galgo retirado. Criaba gatos siameses, tenía varios acuarios y estaba a punto de representar un peligro para cualquier persona que llevara pieles. Clavó la mirada en la pantalla del ordenador y puso cara de no saber qué estaba viendo. Entonces se puso tensa.

—Dios mío —dijo entre dientes, mirándome por encima de sus gafas bifocales—. ¿Esto es lo que hay abajo?

—Me parece que se trata de una versión anterior —respondí—. Me lo han mandado por AOL. —Rose no hizo ningún comentario—. No hace falta que te diga —proseguí— que tienes que mantenerte ojo avizor mientras yo esté abajo. Si entra en el vestíbulo alguien que no conozcamos o que no estemos esperando, quiero que lo detengan los de seguridad. Ni se te ocurra ir a ver qué quieren.

Le lancé una mirada penetrante, porque la conocía.

—¿Cree que podría venir aquí? —preguntó inexpresivamente.

—No sé muy bien qué pensar, salvo que le hacía falta ponerse en contacto conmigo, eso está claro. —Cerré el archivo y me levanté—. Y sigue haciéndole falta.

Aún no habían dado las ocho y media cuando Wingo colocó el cadáver sobre la báscula del suelo y dimos comienzo a un reconocimiento que sabíamos iba a ser largo y laborioso. El torso pesaba veintiún kilos y medía cincuenta y tres centímetros de largo. La lividez cadavérica era ligeramente posterior, es decir, que cuando había cesado la circulación, la sangre se había posado según la gravedad, lo cual significaba que después de producirse la muerte había estado de espaldas durante horas o días. Yo no podía mirarla sin ver el maltratado torso que había aparecido en la pantalla de mi ordenador; creía que era el mismo que tenía ante mis ojos.

—¿Qué tamaño cree usted que tenía?

Wingo me miró al tiempo que dejaba la camilla junto a la primera mesa de autopsias.

—Nos basaremos en las alturas de las vértebras lumbares para calcular la altura, porque no tenemos ni tibias ni fémures —respondí, atándome un delantal de plástico sobre la bata—. Pero parece pequeña; frágil, a decir verdad.

Poco después, las radiografías ya estaban reveladas y Wingo las sujetaba a las cajetas de iluminación. Lo que vi contaba una historia que parecía carente de sentido. Las caras de la sínfisis del pubis, es decir, las superficies en las que un pubis se une al otro, ya no estaban ásperas y estriadas como durante la juventud. Por el contrario, el hueso estaba fuertemente erosionado y mostraba unos márgenes labiados e irregulares. Nuevas radiografías revelaron que había unos tumores óseos irregulares en las puntas de las costillas esternales, que el hueso era muy fino y tenía los bordes afilados, y que además se habían producido cambios degenerativos en las vértebras lumbosacras.

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