Read Un ambiente extraño Online
Authors: Patricia Cornwell
—¿Unas tostadas con mermelada? —preguntó, como hacía todas las mañanas.
—He desayunado en el hotel, gracias —respondí como siempre mientras él se sentaba detrás de su escritorio.
—A mí eso nunca me impide volver a desayunar. —Sonrió y se puso las gafas—. Bien, entonces repasaré rápidamente su programa. Hoy tiene una conferencia a las once y luego otra a la una; las dos son en la universidad, en el antiguo edificio de patología. Calculo que asistirán unos setenta y cinco estudiantes a cada una. Tal vez más, no lo sé. Es usted muy popular aquí, doctora Scarpetta —me comentó de buen humor—. Aunque puede que la razón se deba simplemente a lo exótica que nos resulta la violencia americana.
—Eso es como decir que una plaga es exótica —dije.
—Bueno, nos sentimos fascinados por las cosas que usted ve.
—Eso me incomoda —dije en tono cordial pero amenazador—. No se dejen fascinar demasiado.
En ese momento sonó el teléfono, que Jimmy cogió rápidamente con la impaciencia de quien recibe demasiadas llamadas. Tras escuchar un momento, dijo con brusquedad:
—Vale, vale... Bueno, ahora mismo no podemos hacer un pedido de ese tipo. Tendré que volverle a llamar en otra ocasión.
Cuando colgó el auricular, me dijo con tono de queja:
—Llevo años detrás de unos ordenadores. Joder, no hay manera de conseguir dinero cuando tienes que depender de los socialistas.
—Nunca habrá dinero suficiente. Los muertos no votan.
—Esa es la jodida verdad. Bueno, ¿cuál es el tema de hoy? —quiso saber.
—Homicidios por causas sexuales —respondí—. En concreto, el papel que puede desempeñar el ADN.
—Esos desmembramientos en los que está interesada... —Bebió un trago de té—. ¿Cree que son por motivos sexuales? Quiero decir, ¿podría el sexo ser una motivación para quien los haya cometido?
Sus ojos reflejaban un vivo interés.
—Desde luego es un factor —respondí.
—Pero ¿cómo puede saberlo si no ha sido identificada ninguna de las víctimas? Podría tratarse de alguien que mata simplemente para divertirse. Como su Hijo de Sam, pongamos por caso.
—En lo que hizo el Hijo de Sam había un factor sexual —puntualicé, buscando con la mirada a mi amiga la forense—. ¿Sabes cuánto puedes tardar todavía? Tengo un poco de prisa.
Shaw volvió a echar un vistazo al reloj.
—Vaya a ver. A lo mejor ha ido directamente al depósito de cadáveres. Estamos esperando un caso, un varón joven, un presunto suicidio.
—Voy a ver si la encuentro.
Me levanté. A un lado del pasillo, junto a la entrada, se encontraba la sala del juez de instrucción, que era donde se llevaban a cabo ante el jurado las investigaciones de las muertes por causas no naturales. Éstas englobaban los accidentes de tráfico y laborales, los homicidios y los suicidios. Las sesiones se celebraban a puerta cerrada, pues la prensa irlandesa no estaba autorizada a publicar muchos detalles. Entré discretamente en una habitación fría y sin adornos, con bancos barnizados y paredes desnudas, donde había varios hombres guardando documentos en maletines.
—Estoy buscando a la forense —dije.
—Se ha marchado hará unos veinte minutos. Creo que tenía un examen —me respondió uno de ellos.
Abandoné el edificio por la puerta trasera. Tras cruzar un pequeño aparcamiento, me encaminé hacia el depósito de cadáveres, del que en aquel momento salía un anciano. Parecía desorientado y miraba a su alrededor, aturdido y dando traspiés. Durante un momento clavó la mirada en mí, como si yo pudiera proporcionarle una respuesta. Me dio lástima; el asunto que le hubiera llevado a aquel lugar no podía ser agradable. Le vi dirigirse apresuradamente hacia la verja, y de pronto apareció detrás de él la doctora Margaret Foley, con expresión desolada y sus canosos cabellos despeinados.
—¡Dios mío! —Había estado a punto de chocar conmigo—. Vuelvo la espalda un momento y desaparece.
El hombre abrió la verja de par en par y se alejó precipitadamente. La doctora cruzó el aparcamiento a paso ligero para cerrarla y echarle el pestillo. Al volver junto a mí, casi sin aliento, estuvo a punto de perder el equilibrio con un bache que había en la acera.
—Qué pronto te has levantado, Kay —dijo.
—¿Un familiar? —pregunté.
—El padre. Se ha ido sin identificarle. No me ha dado tiempo ni a apartar la sábana. Ya me ha arruinado el día.
Margaret me condujo al interior del pequeño edificio de ladrillo del depósito de cadáveres con sus blancas mesas de porcelana para autopsias, que probablemente estarían mucho mejor en un museo de medicina, y su vieja estufa de hierro, que ya no calentaba nada. El lugar estaba frío como una nevera y, a excepción de las sierras eléctricas para autopsias, el equipo moderno brillaba por su ausencia. Por unos tragaluces opacos se filtraba una tenue luz gris que apenas iluminaba la sábana de papel blanco que tapaba el cadáver que un padre se había sentido incapaz de ver.
—Siempre es la peor parte —estaba diciendo Margaret—. Nadie debería ver nunca a nadie aquí dentro.
Entré detrás de ella en un pequeño almacén y la ayudé a sacar unas cajas de jeringas, mascarillas y guantes nuevos.
—Se colgó de una viga del establo —añadió mientras trabajábamos—. Estaba recibiendo tratamiento para una depresión y un problema con la bebida. Es más de lo mismo: desempleo, mujeres, drogas... Luego se ahorcan o se arrojan de un puente. —Me lanzó una mirada mientras reponíamos el material del carro para operaciones quirúrgicas—. Gracias a Dios no tenemos armas de fuego. Lo digo sobre todo porque carecemos de aparato de rayos X.
La doctora Foley era una mujer de constitución frágil que llevaba gafas anticuadas de cristal grueso y tenía predilección por el
tweed.
Nos habíamos conocido en Viena durante una conferencia internacional de ciencias forenses celebrada unos años antes, cuando era poco común ver mujeres en la profesión, sobre todo en el extranjero. Enseguida nos hicimos amigas.
—Margaret, voy a tener que volver a Estados Unidos antes de lo que pensaba —dije, respirando hondo y mirando alrededor, presa de la confusión—. Anoche no pegué ojo.
Ella encendió un cigarrillo y me lanzó una mirada escrutadora.
—Puedo conseguirte copias de lo que quieras. ¿Te corren mucha prisa? Es posible que las fotografías tarden unos días, pero se pueden mandar.
—Cuando alguien así anda suelto, siempre se tiene sensación de apremio —dije.
—No me hace ninguna gracia que te ocupes de este asunto. Esperaba que lo hubieras dejado de una maldita vez después de todos los años que han pasado. —Tiró la ceniza con gesto de irritación y exhaló el fuerte humo del tabaco británico—. Vamos a descansar un momento. Tengo los pies tan hinchados que ya empiezan a molestarme los zapatos. Envejecer sobre unos suelos tan asquerosamente duros como éstos es insufrible.
El cuarto de estar consistía en dos sillas bajas de madera situadas en una esquina en la que Margaret tenía un cenicero sobre una camilla. Apoyó los pies sobre una caja y se entregó a su vicio.
—Nunca consigo olvidarme de esa pobre gente. —Estaba hablando de nuevo de sus casos de asesinatos en cadena—. Cuando me llegó el primero pensé que había sido cosa del IRA. Nunca había visto a una persona tan destrozada, salvo en acciones terroristas.
De pronto me vino a la memoria la imagen de Mark, cuando estábamos enamorados. Lo vi mentalmente, sonriéndome con los ojos llenos de una luz maliciosa que se volvía eléctrica cuando reía y bromeaba. Había habido mucho de eso en Georgetown durante los estudios de derecho: diversión, peleas y noches en vela, y el hambre que teníamos el uno del otro y que era imposible de saciar. Con el paso del tiempo nos habíamos casado con otras personas, nos habíamos divorciado y habíamos vuelto a intentarlo. El había sido mi
leitmotiv
: estaba a mi lado, se iba y luego volvía, me llamaba por teléfono o aparecía ante la puerta de mi casa para partirme el corazón y destrozarme la cama.
No podía sacármelo de la cabeza. Seguía sin parecerme posible que una bomba en una estación de tren de Londres hubiera acabado finalmente con la tempestad de nuestra relación. No me lo imaginaba muerto. No podía representármelo mentalmente porque no disponía de una última imagen que pudiera concederme paz. No había visto su cadáver, había evitado cualquier ocasión de hacerlo, de la misma manera que el anciano dublinés había sido incapaz de ver a su hijo. Me di cuenta de que Margaret quería decirme algo.
—Lo siento —repitió con la mirada triste. Conocía bien mi historia—. No era mi intención recordarte algo doloroso. Ya pareces bastante triste esta mañana.
—Has dicho algo interesante. —Intenté ser valiente—. Sospecho que el asesino al que estamos buscando se parece bastante a un terrorista. Le da igual a quién mate. Sus víctimas son personas sin cara ni nombre. No son más que símbolos de un perverso credo particular.
—¿Te importaría que te hiciera una pregunta sobre Mark? —quiso saber.
—Pregunta lo que quieras. —Sonreí—. De todos modos vas a hacerlo...
—¿Has ido alguna vez a donde ocurrió? ¿Has visitado el lugar en el que murió?
—No sé dónde ocurrió —me apresuré a responder. Me miró sin dejar de fumar—. Lo que quiero decir es que no sé en qué lugar exacto de la estación ocurrió. —Estaba contestando de forma evasiva, casi balbuceante. Ella tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con el pie, pero siguió sin decir nada—. A decir verdad —proseguí—, no sé si he estado en esa estación en concreto, en Victoria, desde que murió. Creo que no he tenido ningún motivo para coger un tren en ella o para bajarme allí. Me parece que la última en la que he estado ha sido la de Waterloo.
—El único lugar del crimen que la gran doctora Scarpetta no está dispuesta a visitar. —Sacó de un golpe otro Consulate del paquete—. ¿Te apetece uno?
—Ya lo creo que me apetece, pero no debo.
Margaret suspiró.
—¿Te acuerdas de Viena? Había un montón de hombres, pero aún así fumábamos más que ellos.
—Probablemente fumábamos tanto por la gran cantidad de hombres que había —dije.
—Puede que ésa fuera la causa pero, en lo que a mí respecta, me parece que no hay remedio, lo cual sirve para demostrar que lo que hacemos no guarda conexión con lo que sabemos y que nuestros sentimientos carecen de cerebro. —Apagó la cerilla de una sacudida y añadió—: He visto pulmones de fumadores y también bastantes hígados adiposos.
—Tengo los pulmones mejor desde que lo dejé. Pero no puedo responder de mi hígado —dije—. Todavía no he renunciado al whisky.
—No lo hagas, por amor de Dios. Serías un muermo. —Hizo una pausa y luego añadió con toda la intención—: Claro que los sentimientos se pueden dirigir o educar para que no conspiren contra nosotros.
—Es probable que me marche mañana —dije, volviendo al tema de antes.
—Primero tienes que ir a Londres para cambiar de avión —me indicó, mirándome a los ojos—. Quédate allí, aunque sólo sea un día.
—¿Cómo dices?
—Es un asunto que tienes pendiente, Kay. Hace tiempo que lo pienso. Tienes que enterrar a Mark James.
—Margaret, ¿a qué viene ahora todo esto?
Volvía a trabárseme la lengua.
—Sé cuándo una persona está huyendo. Y tú estás huyendo, como lo está haciendo ese asesino.
—Pues sí que me consuela oír eso... —repliqué.
No deseaba mantener aquella conversación, pero esta vez ella no estaba dispuesta a dejarme escapar.
—Por razones muy diferentes y también por razones muy parecidas. Él es un desalmado; tú no. Pero ni tú ni él queréis que os pillen.
Sus palabras me habían hecho mella, y ella lo sabía.
—¿Y se puede saber quién o qué está intentando pillarme, según tú?
Mi tono de voz era de despreocupación, pero notaba la amenaza de las lágrimas.
—A estas alturas, me figuro que Benton Wesley.
Me volví con la mirada ausente hacia la camilla y su protuberante y pálido pie, del que colgaba una etiqueta. La luz que entraba por el tragaluz cambiaba de forma gradual conforme las nubes pasaban por delante del sol, y el olor a muerte de las baldosas y la piedra resultó de repente mucho más opresivo.
—Kay, ¿qué quieres hacer? —me preguntó Margaret cariñosamente mientras yo me enjugaba las lágrimas.
—Quiere casarse conmigo —respondí.
Volví a Richmond en avión. Cuando las temperaturas empezaron a bajar, los días se me hicieron largos como semanas; las mañanas tenían el lustre de la escarcha, y pasaba las noches delante de la chimenea, pensando y angustiándome. Había muchas cosas calladas y sin resolver, y hacía frente a la situación como siempre lo había hecho, adentrándome cada vez más en el laberinto de mi profesión hasta perder el camino de salida. Estaba volviendo loca a mi secretaria.
—¿Doctora Scarpetta? —preguntó. Sus fuertes y rápidos pasos sonaron sobre el suelo embaldosado de la sala de autopsias.
—Estoy aquí dentro —respondí mientras caía el agua.
Era 30 de octubre. Me encontraba en el vestuario del depósito de cadáveres, lavándome con jabón antibacteriano.
—¿Dónde estaba?
—Trabajando en un cerebro. La muerte súbita del otro día.
Mi secretaria tenía una agenda en la mano y estaba pasando hojas. Llevaba las canas bien recogidas e iba vestida con un traje de chaqueta rojo oscuro que parecía apropiado para su malhumor. Rose estaba muy enfadada conmigo; llevaba así desde que me había ido a Dublín sin despedirme. Luego, al volver, me había olvidado de su cumpleaños. Cerré el grifo y me sequé las manos.
—Hinchado, con ensanchamiento de las circunvoluciones y estrechamiento de las anfractuosidades, todo lo cual hace pensar en una encefalopatía isquémica causada por su profunda hipotensión sistémica —cité.
—Estaba buscándola —dijo, esforzándose por mostrarse paciente.
—¿Qué he hecho esta vez? —pregunté, alzando las manos.
—Había quedado para comer con Jon en el Cráneo y Huesos.
—¡Dios mío! —exclamé, pensando en él y en las otras personas de la facultad de medicina a las que asesoraba y que apenas había tenido tiempo de ver.
—Se lo he recordado esta mañana. La semana pasada también se olvidó de él. Tiene que hablar urgentemente con usted sobre su puesto de interno, y la clínica Cleveland.
—Lo sé, lo sé... —Sentí muchísimo lo ocurrido cuando miré el reloj—. Es la una y media. ¿Y si viniera a mi despacho alomar el café?