Read Un ambiente extraño Online
Authors: Patricia Cornwell
Me acerqué, me puse de cuclillas y abrí el maletín. Cogí gusanos con unas pinzas y los metí en un tarro para que los examinara el entomólogo y, tras realizar un reconocimiento más minucioso, llegué a la conclusión de que la víctima era efectivamente mujer. La habían decapitado a la altura de las vértebras cervicales inferiores y le habían cortado los brazos y las piernas. Los muñones se habían secado y oscurecido con el tiempo, y por eso me di cuenta enseguida de que existía una diferencia entre aquel caso y los otros.
A esta mujer la habían desmembrado cortándole directamente los húmeros y los fémures, que eran huesos fuertes, en lugar de por las articulaciones. Cuando saqué el bisturí, noté que los hombres clavaban la vista en mí. Realicé una incisión de centímetro y medio en el lado derecho del torso, introduje en ella un largo termómetro químico, y dejé otro termómetro encima del maletín.
—¿Qué está haciendo? —preguntó el hombre de la camisa a cuadros y la gorra de béisbol, que parecía como que fuera a vomitar.
—Necesito la temperatura del cuerpo para averiguar la hora de la muerte. La temperatura central del hígado es la más exacta —le expliqué pacientemente—. También necesito saber la temperatura que hace aquí fuera.
—Calor, eso es lo que hace —dijo otro hombre—. Parece que es una mujer, ¿no?
—Es todavía demasiado pronto para decir nada —respondí—. ¿Es suya esta empacadora?
—Sí. —Era un hombre joven, de ojos oscuros, dientes muy blancos y tatuajes en los dedos, algo que yo solía asociar con personas que han estado en la cárcel. Llevaba un pañuelo sudado atado a la cabeza y anudado por detrás, y no podía mirar el torso durante mucho rato sin apartar la vista—. En el lugar equivocado y en el momento menos oportuno —añadió, meneando la cabeza con hostilidad.
—¿A qué se refiere usted?
Grigg estaba mirándolo con atención.
—No ha sido cosa mía, de eso estoy seguro —respondió el conductor, como si se tratara de la cosa más importante que fuera a decir en toda su vida—. La excavadora lo sacó a la superficie cuando estaba extendiendo mi carga.
—¿Entonces nadie sabe cuándo lo han arrojado aquí? —pregunté, escrutando las caras que tenía alrededor.
—Desde las diez de la mañana —respondió Pleasants— han descargado veintitrés camiones en este lugar, sin contar éste —añadió, mirando la empacadora.
—¿Por qué desde las diez de la mañana? —pregunté, pues me parecía una hora bastante arbitraria para empezar a contar camiones.
—Porque a esa hora ponemos la última capa de neumáticos de desecho. Así que es imposible que lo hayan arrojado antes —explicó Pleasants, con la mirada clavada en el cadáver—. De todos modos, no creo que llevara mucho tiempo aquí. No tiene el aspecto de que le haya pasado por encima una apisonadora de cincuenta toneladas con rodillos, camiones o incluso esta excavadora.
Pleasants miró a otros lugares del vertedero en los que estaban sacando basura apisonada de camiones, que unos tractores enormes aplastaban y extendían. El conductor de la empacadora parecía cada vez más inquieto y enfadado.
—Aquí arriba tenemos máquinas de gran tamaño por todas partes —añadió Pleasants—. Y no paran casi nunca.
Miré la empacadora y la excavadora amarilla con su cabina vacía. En el cucharón que había en el aire ondeaba un jirón de bolsa de basura negra.
—¿Dónde está el conductor de esa excavadora? —pregunté.
Pleasants titubeó antes de responder.
—Bueno, en realidad soy yo. Tenemos a una persona de baja por enfermedad y me pidieron que trabajara en la cuesta.
Grigg se acercó a la excavadora y miró lo que quedaba de la bolsa de basura, que seguía moviéndose en el aire estéril y caliente.
—Dígame lo que vio —le dije a Pleasants.
—No mucho. Estaba descargando su camión —respondió, señalando al conductor de la empacadora con la cabeza— y cogí con el cucharón la bolsa de basura, esa que ve allí. Se rompió, y el cadáver cayó donde está ahora.
Se puso a secarse la cara con la manga de la camisa y a espantar moscas.
—Pero no sabe con seguridad de dónde ha salido —insistí. Grigg estaba escuchando, pese a que probablemente ya les había tomado declaración.
—Puede que lo haya sacado yo a la superficie —concedió Pleasants—. No digo que sea algo imposible, pero no creo que lo haya hecho.
—Eso es porque no quieres pensar en ello.
El conductor de la empacadora lo miró con cara de pocos amigos.
—¿Sabes lo que pienso? —exclamó Pleasants sin arredrarse—: Que lo he sacado de tu empacadora con el cucharón cuando estaba descargándola.
—Oye, tío, tú no sabes si lo tenía yo —le espetó el conductor.
—No, no lo sé con toda seguridad, pero tiene sentido, eso es todo.
—Lo tendrá para ti —replicó el conductor con gesto amenazador.
—Creo que ya es suficiente, chicos —les advirtió Grigg, acercándose de nuevo y recordándoles con su presencia que era alguien importante y que tenía una pistola.
—Bueno, ya he aguantado bastante esta jodida historia de mierda. ¿Cuándo voy a poder largarme de aquí? Se me está haciendo tarde.
—Este tipo de asuntos causan problemas a todo el mundo —le dijo Grigg, mirándole sin pestañear.
El conductor soltó una palabrota entre dientes y se alejó con paso airado mientras encendía un cigarrillo.
Saqué el termómetro del cadáver. La temperatura del hígado era de treinta grados, la misma que la del ambiente. Di media vuelta al torso por si había algo más que ver y observé en la parte inferior de las nalgas un curioso conjunto de vesículas llenas de líquido. Miré con más atención y encontré señales de otras en la zona de los hombros y los muslos, en torno a unos cortes profundos.
—Métanlo en una bolsa doble —ordené—. Necesito la bolsa de basura en la que lo trajeron y también lo que ha quedado dentro de ese cucharón. Y quiero toda la basura que tiene debajo y alrededor; que me la envíen toda.
Grigg desdobló una bolsa de basura con capacidad de setenta y cinco litros y la abrió de una sacudida. Luego sacó unos guantes del bolsillo, se puso de cuclillas y empezó a coger puñados de basura mientras los sanitarios abrían las puertas traseras de la ambulancia.
El conductor de la empacadora estaba apoyado contra la cabina de su vehículo; yo podía notar su furia como si fuera calor.
—¿De dónde venía su empacadora? —le pregunté.
—Mire las etiquetas —respondió malhumorado.
—¿De qué lugar de Virginia?
No le iba a permitir que me apartara de mi propósito. Sin embargo fue Pleasants quien respondió.
—De la zona de Tidewater, señora. La empacadora es nuestra. Tenemos muchas de alquiler.
La administración del vertedero de basuras daba al estanque cortafuegos y hacía un curioso contraste con sus ruidosos y polvorientos contornos. El edificio estaba estucado de color melocotón claro y tenía jardineras con flores en las ventanas y arbustos esculpidos en los márgenes del camino de entrada. Las contraventanas estaban pintadas de color crema y en la puerta principal había una aldaba de latón en forma de pina. Dentro fui recibida por un aire limpio y refrigerado que supuso un auténtico alivio; sin duda ésa era la razón por la que el detective Ring había decidido llevar a cabo sus entrevistas allí. Estaba segura de que ni siquiera había estado en el lugar de los hechos.
Se encontraba en la sala de estar, sentado con un hombre mayor en mangas de camisa, bebiendo una Coca-Cola
light y
mirando unos diagramas hechos con ordenador.
—Les presento a la doctora Scarpetta —dijo Pleasants—. Perdone —añadió, dirigiéndose a Ring—, no sé su nombre de pila.
Ring, vestido con un elegante traje azul, me miró con una sonrisa de oreja a oreja y me guiñó un ojo.
—La doctora y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo.
El detective era un hombre rubio, y rebosante de una inocencia pura y juvenil en la que resultaba fácil creer. Pero a mí no me había engañado nunca: Ring, un fanfarrón lleno de encanto, en el fondo era un vago. Además a mí no me había pasado inadvertido que desde el momento mismo en que empezamos a trabajar en aquellos casos, se había producido un enorme número de filtraciones a la prensa.
—Y el señor Kitchen —estaba diciéndome Pleasants—. Es el propietario del vertedero.
Kitchen iba vestido de forma sencilla, con vaqueros y botas Timberland. Cuando me tendió su mano áspera y grande, me miró con unos ojos grises y tristes.
—Siéntese, por favor —dijo, sacando una silla—. Qué día más espantoso. Sobre todo para la persona que hay ahí fuera, sea quien sea.
—Para esa persona hoy no ha sido ningún día espantoso —comentó Ring—. En este momento no siente ningún dolor.
—¿Has estado ahí fuera? —le pregunté.
—Apenas hace una hora que he llegado. Además éste no es el lugar del crimen, sino el lugar al que ha ido a parar el cadáver —respondió—. Es el número cinco. —Despegó el adhesivo de un botellín de zumo de frutas y añadió—: Esta vez no ha esperado tanto; sólo dos meses entre uno y otro.
Sentí la habitual punzada de irritación. A Ring le encantaba sacar conclusiones precipitadamente y manifestarlas con la certeza de quien no sabe lo suficiente como para darse cuenta de que podría estar equivocado. Esto se debía en parte a que quería obtener resultados sin trabajar.
—Todavía no he examinado el cadáver ni comprobado el sexo —dije con la esperanza de que se acordara de que había más personas en la habitación—. Éste no es momento para hacer suposiciones.
—Bueno, voy a dejarles —dijo Pleasants tímidamente, camino de la puerta.
—Necesito que vuelva dentro de una hora para tomarle declaración —le recordó Ring con voz autoritaria.
Kitchen estaba callado, mirando los diagramas. Entonces entró Grigg, quien nos saludó inclinando la cabeza y se sentó.
—No creo que sea una suposición decir que lo que tenemos entre manos es un homicidio —me dijo Ring.
—Eso puedes decirlo sin temor a equivocarte —respondí, sosteniéndole la mirada.
—Y que es exactamente igual que los demás.
—Eso ya no lo puedes decir sin temor a equivocarte —puntualicé—. Todavía no he examinado el cadáver.
Kitchen se movió incómodo en su silla.
—¿Desean algún refresco o café? —preguntó—. Los servicios se encuentran en el pasillo.
—Es lo mismo —afirmó Ring como si supiera de qué estaba hablando—: otro torso en un vertedero.
Grigg estaba observándonos inexpresivamente, dando golpecitos con su cuaderno de notas en señal de inquietud.
—Estoy de acuerdo con la doctora Scarpetta —le dijo a Ring tras hacer dos ruiditos secos con el bolígrafo—. Creo que aún no deberíamos relacionar este caso con nada. Sobre todo públicamente.
—Dios no lo quiera. Preferiría no tener esa clase de publicidad —dijo Kitchen, exhalando un profundo suspiro—. ¿Saben una cosa? Cuando uno se dedica a este negocio, acepta que esto puede ocurrir, sobre todo si recibe basura de lugares como Nueva York, Nueva Jersey o Chicago, pero nunca piensas que pueda ocurrir precisamente en tu patio. —Miró a Grigg y añadió—: Quisiera ofrecer una recompensa para ayudar a capturar a quien ha hecho esa atrocidad. Diez mil dólares por cualquier información que contribuya al arresto.
—Es usted muy generoso —comentó Grigg impresionado.
—¿Incluye eso a los investigadores? —preguntó Ring con una amplia sonrisa.
—Me da igual quién lo resuelva. —Kitchen no estaba sonriendo cuando se volvió hacia mí—. Dígame qué puedo hacer para ayudarla, señora.
—Según tengo entendido, utilizan un sistema de seguimiento por satélite —dije—. ¿Pertenecen a él estos diagramas?
—Precisamente estaba comentándolos en este momento —respondió Kitchen.
Me pasó unos cuantos. Sus dibujos de líneas ondulantes parecían cortes transversales de geodas y estaban señalados con coordenadas.
—Ésta es una imagen de la superficie del vertedero —explicó Kitchen—. Podemos obtenerla cada hora, cada día, cada semana, siempre que queramos, para averiguar dónde se ha originado la basura y dónde ha sido depositada. Gracias a estas coordenadas se pueden establecer las posiciones en el mapa con toda precisión. —Dio un golpecito al papel—. Se parece un poco a las gráficas de geometría o álgebra. —Alzó la vista para mirarme y añadió—: Me imagino que usted también sufriría algo de eso en la escuela.
—«Sufrir» es la palabra clave. —Le sonreí—. Entonces lo que nos está diciendo es que usted puede comparar estas imágenes para ver cómo cambia la superficie del vertedero después de cada descarga.
Kitchen hizo un gesto de asentimiento.
—Sí, señora. Eso es en resumidas cuentas.
—¿Y a qué conclusión ha llegado usted?
Colocó ocho mapas, unos al lado de otros. Las líneas onduladas de cada uno eran distintas, como las diferentes arrugas de la cara de una misma persona.
—Cada línea representa básicamente una profundidad —dijo—, de modo que podemos saber con bastante precisión qué profundidad corresponde a cada camión.
Ring vació su lata de Coca-Cola y la arrojó a la papelera. Luego hojeó su cuaderno de notas como si estuviera buscando algo.
—Este cadáver no ha podido estar sepultado a mucha profundidad —le dije—. Está muy limpio, teniendo en cuenta las circunstancias. No presenta heridas ocurridas después de la muerte y, por lo que he podido observar ahí fuera, las excavadoras cogen las pacas de los camiones y las hacen pedazos de un golpe. Luego extienden la basura por el suelo para que la apisonadora pueda nivelarla con la pala recta, triturándola y comprimiéndola.
—En eso consiste poco más o menos. —Kitchen me miró con interés—. ¿Quiere trabajo?
Tenía la cabeza ocupada por imágenes de excavadoras con aspecto de dinosaurios robotizados que hincaban sus garras en las pacas envueltas en plástico de los camiones. Conocía a fondo las heridas de los casos anteriores, en los que los restos humanos habían aparecido aplastados y mutilados. En cambio esta víctima estaba intacta, sin tener en cuenta lo que había hecho el asesino, por supuesto.
—Es difícil encontrar buenas mujeres —estaba diciendo Kitchen.
—Y que lo diga, amigo —comentó Ring. Grigg lo miraba cada vez con más desagrado.
—Me parece que tiene usted razón —dijo—. Si ese cadáver hubiera estado en el suelo un mínimo de tiempo, estaría destrozado.
—Los cuatro primeros parecían carne machacada —dijo Ring. Luego me miró con fijeza y preguntó—: ¿Tenía éste aspecto de haber sido apisonado?