Read Un ambiente extraño Online
Authors: Patricia Cornwell
—No parece que lo hayan aplastado —respondí.
—Pues eso también es interesante —dijo con aire pensativo—. ¿Por qué no lo habrán aplastado?
—El cadáver no salió de un centro de transporte, que es donde apisonan y enfardan la basura —respondió Kitchen—, sino de un contenedor que fue vaciado por la empacadora.
—¿O sea que las empacadoras no empacan? —preguntó Ring con dramatismo—. Y yo que pensaba que ésa era la razón por la que las llamaban empacadoras... —Se encogió de hombros y me sonrió.
—Depende de dónde se encontrara el cadáver en relación con el resto de la basura cuando estaban apisonando —dije—. Depende de muchas cosas.
—O si llegaron a apisonarlo, dependiendo de lo lleno que estuviera el camión —agregó Kitchen—. Yo creo que fue la empacadora o, a lo más, uno de los dos camiones que vinieron antes, si es que estamos utilizando las coordenadas exactas en las que ha aparecido el cadáver.
—Creo que voy a necesitar los datos de esos camiones y su lugar de procedencia —dijo Ring—. Tenemos que hablar con los conductores.
—De modo que considera sospechosos a los conductores —le dijo Grigg fríamente—. He de reconocer que es una idea original. Tal como yo veo las cosas, para averiguar la procedencia de la basura no hay que recurrir a ellos sino a las personas que la tiraron. Me figuro que la persona a la que estamos buscando es una de ellas.
Ring lo miró directamente a los ojos, sin inmutarse lo más mínimo.
—Quiero oír lo que tienen que decir los conductores, eso es todo. Nunca se sabe. Sería una buena forma de organizarlo todo: arrojas el cadáver en un punto de tu trayecto y te aseguras de entregarlo tú mismo. O, qué cono, lo cargas en tu propio camión. Así nadie sospecha de ti, ¿no?
Grigg echó su silla hacia atrás, se desabotonó el cuello de la camisa y movió la barbilla como si le doliera. Primero le chascó algún hueso del cuello y luego los nudillos. Por último tiró el cuaderno de notas sobre la mesa y clavó la vista en Ring con cara de malhumor. Todos le miramos.
—¿Le importa si me ocupo yo de este asunto? —le preguntó al joven detective—. Le aseguro que detestaría no hacer el trabajo para el que me contrató el condado. Este caso es mío, no suyo.
—Sólo he venido a ayudar —dijo Ring con despreocupación y encogiéndose de hombros.
—No sabía que necesitara ayuda —repuso Grigg.
—Cuando apareció el segundo torso en un condado diferente al primero, la policía estatal formó un equipo de trabajo multijurisdiccional para homicidios —explicó Ring—. Llega un poco tarde a la partida, amigo. Quizás alguna persona que haya llegado a la hora debería ponerle en antecedentes.
Pero Grigg había dejado de prestarle atención y se había puesto a hablar con Kitchen:
—Yo también quiero esa información sobre los vehículos.
—¿Qué les parece si para mayor segundad les doy la de los últimos cinco camiones que subieron a la cuesta? —nos dijo Kitchen a todos.
—Eso nos sería de gran ayuda —respondí mientras me levantaba de mi asiento—. Cuanto antes pueda hacerlo, mejor.
—¿A qué hora vas a ocuparte de ello mañana? —me preguntó Ring, que permanecía en su silla como si hubiera poco que hacer en la vida y le sobrara tiempo.
—¿Te refieres a la autopsia? —pregunté.
—Pues claro.
—Puede que tarde varios días en abrir este cadáver.
—¿Y eso por qué?
—La parte más importante es el reconocimiento externo, y eso va a llevarme mucho tiempo. —Vi que perdía interés—. Tengo que examinar la basura, buscar rastros, desengrasar y descarnar los huesos, pedirle a un entomólogo que averigüe la edad de los gusanos para ver si puedo hacerme una idea de cuándo arrojaron el cadáver a la basura, etcétera.
—Quizá será mejor que me avises cuando encuentres algo —decidió.
Grigg abandonó la habitación detrás de mí y me dijo con su lenta y reposada forma de hablar, meneando la cabeza:
—Cuando salí del ejército, hace ya mucho tiempo, quería ser policía estatal. Me cuesta creer que hayan aceptado a un estúpido como ése.
—Por suerte no todos son como él —dije.
Salimos al sol en el momento en que la ambulancia bajaba lentamente del vertedero dejando nubes de polvo tras ella. Había camiones traqueteando y haciendo cola y otros a los que estaban lavando mientras se añadía a la montaña de basura otra capa hecha con los jirones de la América moderna. Cuando llegamos a donde estaban nuestros coches, ya era de noche. Grigg se detuvo junto al mío y le echó un vistazo.
—Me preguntaba de quién sería —dijo con admiración—. Un día de éstos voy a conducir uno así; sólo una vez.
Le sonreí mientras abría la puerta.
—No tiene las cosas importantes, como la sirena y las luces.
Se rió y dijo:
—Pete y yo jugamos en la misma liga de bolos. Mi equipo se llama Bolas de Fuego; el suyo, Golpe de Suerte. Ese chico es el peor deportista que he visto en mi vida. Bebe cerveza y come, y luego piensa que todo el mundo hace trampa. La última vez llevó a una chica. —Movió la cabeza en un gesto de negación y añadió—: Jugaba a los bolos como los Picapiedra, y además iba vestida como ellos, con esos trapos de piel de leopardo. Lo único que le faltaba era el hueso en el pelo. Bueno, dígale a Pete que ya hablaremos.
Se alejó haciendo sonar las llaves.
—Gracias por su ayuda, detective Grigg —dije.
Me hizo una señal con la cabeza y subió a su Caprice.
Cuando hice el proyecto de mi casa, me aseguré de que el cuarto de la lavadora estuviera justo al lado del garaje porque no quería dejar el rastro de la muerte en todas las habitaciones de mi vida privada después de trabajar en un lugar como el vertedero. En cuanto salí del coche, metí la ropa en la lavadora y puse los zapatos y las botas en el fregadero industrial, donde las limpié con detergente y un cepillo de cerdas duras.
Enfundada en un albornoz que colgaba siempre al otro lado de la puerta, me dirigí al dormitorio principal y me di una larga ducha de agua caliente. Estaba agotada y desanimada. En aquel momento no tenía energías para imaginármela, ni para pensar en su nombre o en quién había sido, así que aparté de mi mente olores e imágenes. Me preparé una ensalada y algo para beber mientras miraba tristemente la gran fuente de golosinas de Halloween que había sobre la encimera y pensaba en las plantas del porche que aún tenía que poner en macetas. Luego llamé a Pete.
—Escucha —le dije cuando cogió el teléfono—. Creo que Benton debería venir mañana por la mañana para investigar este caso.
Se produjo un largo silencio.
—De acuerdo —respondió—. Eso significa que quieres que sea yo y no tú quien le diga que se venga para Richmond.
—Si no te importa. Estoy hecha polvo.
—No hay ningún problema. ¿A qué hora?
—Cuando quiera. Yo estaré allí todo el día.
Antes de acostarme volví al despacho de mi casa para ver si me habían mandado algo por correo electrónico. Lucy no solía llamarme cuando podía utilizar el ordenador para decirme cómo y dónde estaba. Mi sobrina era agente del FBI y trabajaba de técnico especialista para su Equipo de Rescate de Rehenes o ERR, por lo que en cualquier momento podían enviarla a cualquier parte del mundo.
Al igual que una madre preocupada, miraba con frecuencia si me había mandado algún mensaje pues tenía miedo de que llegara el día en que sonara su busca y tuviera que enterarme de que la enviaban con los chicos a la base aérea de Andrews para subir una vez más a un carguero C—141. Tras rodear las pilas de revistas pendientes de lectura y los gruesos libros de medicina que había comprado recientemente y que aún no había colocado en las estanterías, me senté detrás del escritorio. Mi despacho era la habitación de la casa en la que más horas pasaba, y lo había proyectado con una chimenea y unos ventanales que daban a un recodo rocoso del río James.
Cuando entré en America Online o AOL, una maquinal voz masculina me saludó informándome de que había recibido correo. Tenía mensajes sobre diversos casos, juicios, reuniones profesionales y artículos de revistas, y también uno de alguien que no conocía. Su nombre de usuario era «muerteadoc». Me puse nerviosa al instante. No había descripción de lo que aquella persona había enviado, y cuando abrí lo que me había escrito, simplemente ponía: «diez».
Había adjuntado un archivo gráfico. Lo bajé y lo descomprimí. En la pantalla empezó a materializarse una imagen; se desplazaba de arriba abajo cambiando de color y mostrando una banda de píxeles cada vez que lo hacía. Me di cuenta de que estaba viendo la fotografía de una pared de color masilla y una mesa en cuyo borde había una especie de mantel azul claro encharcado de algo rojo oscuro. Entonces se dibujó en la pantalla una enorme herida roja de forma irregular, tras lo cual aparecieron unas manchas de color carne que se transformaron en muñones y pezones ensangrentados.
Cuando se terminó de formar la imagen de aquel horror, me quedé mirando incrédulamente la pantalla y cogí el teléfono.
—Pete, creo que será mejor que vengas —dije con voz teñida de miedo.
—¿Qué ocurre? —preguntó alarmado.
—Hay algo aquí que tienes que ver.
—¿Estás bien?
—No lo sé.
—No te muevas, Doc. —Se hizo cargo de la situación—. Ahora voy.
Imprimí el archivo y lo grabé en un disco por miedo a que pudiera desvanecerse ante mis ojos. Mientras esperaba a Pete, bajé la intensidad de las luces del despacho para que los detalles fueran más nítidos y los colores más vivos. Mientras miraba aquella carnicería, la cabeza me dio vueltas en un bucle terrible; la sangre formaba en ella una imagen espantosa como las que yo estaba acostumbrada a ver. Otros médicos, científicos, abogados y policías me mandaban a menudo fotografías como aquélla por Internet. Por lo general me pedían por correo electrónico que examinara lugares en los que se había cometido un crimen, órganos, heridas, diagramas e incluso reconstrucciones animadas de casos que estaban a punto de ir a los tribunales.
Aquella fotografía podía habérmela mandado fácilmente un detective, un colega, el fiscal del estado o alguien de la UAMSM. Sin embargo, había algo que evidentemente no encajaba. Hasta aquel momento, en aquel caso no había habido lugar del crimen, sólo un vertedero en el que se habían deshecho de la víctima junto con la basura y la bolsa hecha jirones que se había encontrado a su lado. Únicamente el asesino u otra persona implicada en el crimen podía haberme mandado aquel archivo.
Un cuarto de hora más tarde, casi a medianoche, sonó el timbre. Me levanté de la silla de un salto y fui corriendo a abrir a Pete.
—¿Qué leches pasa ahora? —dijo nada más entrar.
Estaba sudando bajo la camiseta gris de la policía de Richmond que ceñía su enorme cuerpo. Llevaba además unos pantalones cortos y holgados y unas zapatillas deportivas con los calcetines elásticos subidos hasta la pantorrilla. Olía a sudor reseco y cigarrillos.
—Ven.
Me siguió por el pasillo, entró en el despacho y, cuando vio lo que había en la pantalla del ordenador, se sentó en mi silla y frunció el entrecejo sin apartar la vista de la imagen.
—¿Es esta mierda lo que pienso que es? —preguntó.
—Parece que la fotografía está sacada donde desmembraron el cadáver.
No estaba acostumbrada a que hubiera alguien en mi lugar privado de trabajo y notaba crecer mi ansiedad.
—Esto es lo que has encontrado hoy.
—Lo que estás viendo se hizo poco después de que se produjera la muerte —puntualicé—, pero es cierto, se trata del torso del vertedero.
—¿Cómo lo sabes?
Pete ajustó mi silla sin quitar los ojos de la pantalla. Luego, cuando se movió para ponerse más cómodo, tiró unos libros al suelo con sus enormes pies. Entonces cogió unas carpetas y las puso en otra esquina de mi escritorio, y yo ya no pude soportarlo más.
—Tengo las cosas donde quiero —le indiqué enfáticamente al tiempo que volvía a poner las carpetas en el desordenado lugar de antes.
—Oye, relájate, Doc —dijo sin dar importancia a mi comentario—. ¿Cómo sabemos que no es un truco?
Quitó de nuevo las carpetas de en medio, y entonces me enfadé de veras.
—Pete, será mejor que te levantes —le dije—. No dejo sentar a nadie en la silla de mi escritorio. Estás volviéndome loca.
Me lanzó una mirada de enojo y se levantó de mi silla.
—Oye, hazme un favor: la próxima vez que tengas un problema llama a otro,
—Intenta ser comprensivo...
Pero él perdió la paciencia y me cortó.
—No. Eres tú la que tienes que ser comprensiva en vez de tan quisquillosa. No me extraña que tú y Benton tuvierais problemas.
—Pete —le advertí—, te estás pasando de la raya. Será mejor que no sigas. —Se quedó en silencio, mirando alrededor, sudando—. Volvamos a esto —dije. Me senté en mi silla y la reajusté—. No me parece que sea un truco y creo que es el torso del vertedero.
—¿Porqué?
Tenía las manos en los bolsillos y no quería mirarme.
—Le han cortado los brazos y las piernas por los huesos largos, no por las articulaciones. —Toqué la pantalla—. Hay otras similitudes. Es ella, a menos que hayan asesinado y desmembrado de la misma manera a otra víctima con un tipo de cuerpo parecido y no la hayamos encontrado todavía. Además no sé cómo podría hacer alguien un truco como éste sin saber cómo ha sido desmembrada la víctima; eso sin contar con que este caso aún no ha salido en la prensa.
—Mierda... —Estaba malhumorado—. ¿Y hay algo parecido a un remitente?
—Sí. Una persona en AOL llamada «muerteadoc».
—¿«Muerte a la doctora»?
Estaba tan intrigado que se olvidó de su malhumor.
—Sí, pero no es más que una suposición. El mensaje consistía en una sola palabra: «diez».
—¿Nada más?
—En minúsculas.
Me miró con expresión pensativa.
—Si cuentas las de Irlanda, esta víctima es la número diez. ¿Tienes una copia del archivo?
—Sí. Y los casos de Dublín y su posible conexión con los primeros cuatro han salido en la prensa. —Le entregué la impresión—. Cualquiera puede saberlo.
—Da igual. Si se trata del mismo individuo y ha cometido otro crimen, el asesino sabe perfectamente a cuántas personas ha matado —dijo—. Lo que no comprendo es cómo se ha enterado de dónde podía mandarte el archivo.
—Mi dirección en AOL no debe de ser difícil de encontrar. Es mi propio nombre.