Un ambiente extraño (7 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Aunque Wingo no era antropólogo, para él también saltaba a la vista.

—Si no fuera porque estoy seguro de que no, pensaría que hemos mezclado sus radiografías con las de otra persona —comentó.

—Esta mujer es de edad avanzada.

—¿Qué edad cree usted que tiene?

—No me gusta hacer suposiciones. —Estaba examinando las radiografías con detenimiento—. Pero diría que setenta por lo menos. Para no equivocarme, entre sesenta y cinco y ochenta. Ven. Vamos a echar un vistazo a la basura.

Pasamos las dos horas siguientes escudriñando una bolsa de basura de gran tamaño con los desperdicios que se habían encontrado en el vertedero, debajo mismo y alrededor del cadáver. La bolsa de basura en la que creía que había estado el cadáver era negra, tenía capacidad para setenta y cinco litros y había sido cerrada con una abrazadera de plástico amarillo. Wingo y yo nos pusimos mascarillas y guantes y empezamos a revolver entre los pedazos de neumático y la borra para tapizar que se utilizaban en el vertedero de cubierta. Examinamos un sinfín de jirones de plástico y papel embarrados y, mientras lo hacíamos, fuimos cogiendo gusanos y moscas muertas y poniéndolos en una caja de cartón.

Descubrimos pocas cosas: un botón azul que probablemente no tuviera conexión con el cadáver y, curiosamente, un diente de niño, que supuse que habrían tirado a la basura tras dejar la moneda debajo de la almohada. Encontramos un peine estropeado, una batería aplastada, varios fragmentos de porcelana rota, una percha de alambre doblada y el tapón de un bolígrafo Bic. Lo que tiramos al cubo de basura fue principalmente goma, borra, pedazos desgarrados de plástico negro y papel mojado. Luego rodeamos la mesa de luces potentes y pusimos el cadáver en el centro de una sábana blanca limpia.

Empecé a examinarla centímetro a centímetro sirviéndome de una lupa. Su piel era un microscópico vertedero de basuras. Cogí con unas pinzas unas fibras de color pálido del oscuro muñón ensangrentado que le había quedado en el cuello y hallé unos pelos, tres en total, de color blanco grisáceo y unos treinta y cinco centímetros de largo, adheridos a la sangre seca en la parte posterior. Entonces me topé con algo que no esperaba encontrar.

—Necesito otro sobre —le dije a Wingo.

Incrustados en los extremos de ambos húmeros, es decir, el hueso superior del brazo, y también en los márgenes de los músculos que los rodeaban, había más fibras y fragmentos diminutos de tela que parecían de color azul pálido, lo cual significaba que la sierra había tenido que atravesarla.

—La desmembraron con la ropa puesta o envuelta en algo —dije sorprendida.

Wingo dejó de hacer lo que estaba haciendo y me miró.

—A las otras no.

Al parecer las demás víctimas estaban desnudas cuando las despedazaron. Wingo tomó más notas y yo seguí mirando por la lupa.

—También hay fibras y trocitos de tela incrustados en los dos fémures.

Miré con más atención.

—Entonces estaba tapada de cintura para abajo.

—Eso parece.

—¿Así que esperó a que estuviera desmembrada para quitarle la ropa?

Me miró; cuando empezó a imaginarse lo ocurrido, la impresión se le reflejó en los ojos.

—No querría que encontráramos la ropa. Podría contener demasiada información —dije.

—¿Entonces por qué no la desnudó o destapó antes de hacer nada?

—A lo mejor no quería mirarla mientras la desmembraba.

—Ah, de modo que se nos está poniendo sensible —exclamó Wingo, como si lo odiara.

—Anota las medidas —le dije—. Espina cervical cortada transversalmente a la altura de C—5. El fémur restante de la derecha mide cinco centímetros por debajo del trocánter menor, y el de la izquierda siete centímetros y medio; marcas de sierra visibles. Los segmentos izquierdo y derecho del húmero, dos centímetros y medio; marcas de sierra visibles. En la cadera superior derecha hay una cicatriz de vacuna vieja y cerrada de centímetro y medio.

—¿Y eso qué es?

Se refería a las numerosas vesículas llenas de líquido que sobresalían en diferentes puntos de las nalgas, los hombros y los muslos superiores.

—No lo sé —respondí, cogiendo una jeringa—. Supongo que un herpes zoster.

—¡Pufff...! —Wingo se apartó bruscamente de la mesa—. Ya podía habérmelo dicho antes. —Estaba asustado.

—Herpes... —Empecé a etiquetar un tubo de ensayo—. Es posible. He de reconocer que resulta un poco extraño.

—¿A qué se refiere?

Estaba cada vez más alterado.

—En el caso del herpes —respondí—, el virus ataca los nervios sensoriales. Cuando estallan las vesículas, lo hacen en hilera por las distribuciones nerviosas; debajo de una costilla, por ejemplo. Además, las vesículas no salen a la vez. Pero éstas forman un conjunto, y parece que han salido todas en el mismo momento.

—¿Qué otra cosa puede ser? —preguntó—. ¿Varicela?

—Es el mismo virus. Los niños cogen la varicela; los adultos herpes.

—¿Y si cojo yo uno?

—¿Tuviste varicela de pequeño?

—No tengo ni idea.

—¿Y la vacuna? —pregunté—. ¿Te la han puesto?

—No.

—Pues si no tienes el anticuerpo contra la varicela, deberías vacunarte. —Alcé la vista para mirarle—. ¿Estás inmunosuprimido?

En lugar de contestar, se acercó a un carro, se quitó bruscamente los guantes de látex y los arrojó al cubo rojo de los desechos biológicamente peligrosos. Disgustado, cogió otro par más grueso de nitrilo azul. Dejé lo que estaba haciendo y lo observé hasta que volvió a la mesa.

—Creo que podía haberme avisado antes —dijo. Parecía a punto de echarse a llorar—. Al fin y al cabo, aquí no tomamos todas las precauciones posibles, como vacunas, excepto la de la hepatitis B, así que cuento con que me diga a qué me expongo.

—Cálmate.

Le traté con delicadeza, porque Wingo era más impresionable de lo conveniente. En realidad, ése fue el único problema que llegué a tener con él.

—Es imposible que esta señora te contagie la varicela o un herpes, a menos que hagáis un intercambio de líquidos del organismo —le expliqué—. Así que mientras lleves guantes y hagas las cosas como sueles hacerlas, y no te cortes o te claves una aguja, no correrás peligro de coger el virus.

Sus ojos brillaron un instante, e inmediatamente apartó la mirada.

—Voy a empezar a sacar fotos —dijo.

4

P
ete y Benton Wesley aparecieron a media tarde, cuando ya había comenzado la autopsia. El reconocimiento externo no daba para más, y Wingo había salido tarde a comer, de modo que me encontraba sola. Benton me miró fijamente cuando entró por la puerta; al ver su chaqueta supe que seguía lloviendo.

—Te advierto que hay aviso de inundación —dijo Pete nada más llegar.

Como en el depósito de cadáveres no había ventanas, yo nunca sabía qué tiempo hacía.

—¿Es un aviso serio? —pregunté.

Benton se había acercado al torso y estaba mirándolo.

—Tan serio como que si continúa así habrá que empezar a amontonar sacos terreros —respondió Pete, al tiempo que dejaba el paraguas en un rincón.

Mi edificio estaba a unas manzanas del río James. Años atrás se había inundado la planta baja, los cuerpos donados a la ciencia habían salido de las rebosantes cubas, y en el depósito de cadáveres y el aparcamiento de la parte de atrás había entrado agua de color rosa contaminada de formalina.

—¿Es como para preocuparse? —pregunté con gran inquietud.

—Va a parar —aseguró Benton, como si por el hecho de dedicarse a trazar el perfil psicológico de los criminales también pudiera pronosticar el tiempo.

Se quitó la gabardina; debajo llevaba un traje azul oscuro, casi negro. Vestía una camisa blanca almidonada, con una corbata de seda de estilo clásico, y llevaba su canoso pelo más largo que de costumbre, aunque bien peinado. Sus angulosas facciones le daban un aire aún más adusto e intimidante que el que tenía en realidad, pero aquel día mostraba cara de malhumor, y no sólo por mí.

Él y Pete se acercaron a un carro para ponerse guantes y mascarillas.

—Perdona que hayamos llegado tarde —me dijo Benton mientras yo proseguía mi trabajo—. Cada vez que iba a salir de casa sonaba el teléfono. Este asunto constituye un verdadero problema.

—Para ella, desde luego —comenté.

—¡Joder! —Pete clavó la mirada en lo que quedaba de aquel ser humano—. ¿Cómo leches puede hacer alguien una cosa semejante?

—Ahora mismo te lo explico —respondí, mientras cortaba secciones de bazo—. En primer lugar, coges a una anciana y te aseguras de que no bebe ni come adecuadamente, y cuando se pone enferma, te olvidas de la asistencia médica. Luego le pegas un tiro o la golpeas en la cabeza. —Alcé la vista y los miré—. Yo diría que tiene una fractura basilar de cráneo; quizás otro tipo de trauma.

Pete puso cara de perplejidad.

—¿Cómo lo sabes si no tiene cabeza?

—Lo sé porque hay sangre en la vía respiratoria. —Se acercaron a ver de qué estaba hablando—. Es posible que tuviera una fractura basilar de cráneo, le goteara sangre por la parte trasera de la garganta y ella se la metiera en la vía respiratoria al aspirarla.

Benton miró atentamente el cadáver con la expresión de quien ha visto muertos y mutilados millones de veces y clavó la vista en el lugar en el que debería haber estado la cabeza, como si pudiera imaginársela.

—Tiene una hemorragia en el tejido muscular. —Hice una pausa para que surtieran efecto mis palabras—. Todavía estaba viva cuando comenzó el desmembramiento.

—¡Dios mío! —exclamó Pete al tiempo que encendía un cigarrillo—. ¿Lo dices en serio?

—No digo que estuviera consciente —añadí—. Lo más probable es que la desmembraran a la hora en que se produjo la muerte, o a una hora aproximada. Pero todavía tenía presión arterial, por débil que fuera; esto es cierto al menos en lo que respecta al cuello, aunque no en el caso de los brazos y las piernas.

—Entonces lo primero que le cortaron fue la cabeza —me dijo Benton.

—Sí.

Estaba examinando las radiografías de la pared.

—Esto no encaja con su victimología —señaló—. No encaja en absoluto.

—No hay nada que encaje en este caso —respondí—, salvo que han vuelto a utilizar una sierra. También he descubierto algunos cortes en el hueso que permiten pensar en un cuchillo.

—¿Qué más puedes decirnos sobre ella? —preguntó Benton. Cuando metí otra sección de órgano en el tarro de formalina, noté que estaba observándome.

—Tiene ciertas erupciones que podrían ser herpes, y dos cicatrices en el riñón derecho que indican la existencia de una pielonefritis o infección renal. El cuello del útero es alargado y tiene forma de estrella, lo cual hace pensar que tuvo hijos. Su miocardio, es decir, el músculo del corazón, está blando.

—¿Y eso que significa?

—Eso es obra de las toxinas. Las toxinas producen microorganismos. —Alcé la vista para mirarle—. Estaba enferma, ya lo he dicho.

Pete estaba rodeando la mesa y mirando el torso desde diferentes lados.

—¿Tienes idea de qué?

—Por las secreciones que hay en los pulmones, sé que tenía bronquitis. En este momento no sé nada más, excepto que tenía el hígado en bastante mal estado.

—Por beber —dijo Benton.

—Lo tiene amarillento y nodular. Sí, bebía —concluí—, y además diría que en alguna época fumó.

—Está en los huesos —apuntó Pete.

—No comía —le recordé—. Tiene el estómago tubular, vacío y limpio.

Se lo mostré. Benton fue a un escritorio cercano, cogió una silla y, absorto en sus pensamientos, se quedó mirando al vacío mientras yo sacaba un cable de un rollo que había suspendido del techo y enchufaba la sierra Stryker. Pete se apartó de la mesa, pues aquélla era la parte que menos le gustaba. Nadie dijo nada mientras cortaba los extremos de los brazos y las piernas; en el aire flotaba el polvo de los huesos y el zumbido eléctrico de la sierra sonaba más fuerte que la fresa de un dentista. Coloqué cada parte cortada en una caja de cartón etiquetada y dije lo que opinaba:

—Creo que esta vez nos encontramos ante un asesino diferente.

—No sé qué pensar —dijo Pete—, pero hay dos cosas en común. Un torso y el hecho de que se deshicieran de él en el centro de Virginia.

—Su victimología ha sido variada desde el principio —comentó Benton, que llevaba la mascarilla quirúrgica colgada del cuello—. Una negra, dos blancas y un negro. Las cinco víctimas de Dublín también eran de distintas razas, aunque todas jóvenes.

—¿Entonces preveías que iba a elegir a una anciana esta vez? —le pregunté.

—Francamente, no. Pero el comportamiento de este tipo de personas no es una ciencia exacta, Kay. Se trata de alguien que hace lo que le apetece cuando le apetece.

—Este desmembramiento no es igual que los otros; no lo han realizado por las articulaciones —les recordé—. Además, creo que estaba tapada o vestida con algo.

—Puede que le resultara más difícil hacerlo —comentó Benton, quitándose la mascarilla del todo y dejándola caer sobre el escritorio—. Puede que su deseo de volver a matar fuera irreprimible y que la víctima no se le resistiera. —Miró el torso y añadió—: Así que ataca, pero cambia de manera de actuar porque la victimología ha cambiado de repente y en el fondo no le gusta. Deja a la víctima vestida o tapada, al menos parcialmente, porque violar y matar a una anciana no es lo que le excita, y lo primero que hace es cortarle la cabeza para no tener que mirarla.

—¿Has visto alguna señal de violación? —me preguntó Pete.

—Casi nunca las hay —respondí—. Estoy a punto de acabar aquí. La meteremos en la nevera como a las demás, a ver si con el tiempo conseguimos una identificación. Voy a guardar tejido del músculo y médula para el ADN; espero que acabemos encontrando una persona desaparecida para poder hacer una comparación.

Se me notaba que estaba desanimada. Benton se acercó a la puerta y cogió su gabardina, que había dejado un pequeño charco en el suelo.

—Me gustaría ver la fotografía que te han mandado por AOL —me dijo.

—Por cierto, eso tampoco encaja con su manera de actuar —comenté mientras empezaba a coser la incisión en forma de Y—. En los anteriores casos no me mandaron ninguna.

Pete se dirigió a la puerta apresuradamente, como si tuviera que ir a alguna parte.

—Me voy a Sussex —anunció—. He quedado con Ring
el Llanero Solitario
para que me dé lecciones sobre cómo se investigan los homicidios.

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