Read Un ambiente extraño Online
Authors: Patricia Cornwell
—De acuerdo. —Me lanzó una mirada furtiva y añadió—: Pero va a... No se lo va a contar a nadie, ¿verdad?
—Claro que no —respondí con vehemencia.
—No quiero que se entere nadie de aquí. Ni Pete. No quiero que él se entere.
—No se va a enterar nadie —le aseguré—. Al menos en lo que de mí depende.
Se levantó lentamente y se dirigió a la puerta con la inseguridad de una persona borracha o aturdida.
—No va a despedirme, ¿verdad?
Puso la mano sobre la manilla y me miró con los ojos inyectados en sangre.
—Por amor de Dios, Wingo —dije con emoción contenida—. Esperaba que tuvieses un mejor concepto de mí.
Abrió la puerta.
—Tengo mejor concepto de usted que de nadie. —Las lágrimas volvieron a correr por sus mejillas, y se las secó con la camisa del uniforme de trabajo, dejando al descubierto su abdomen—. Siempre ha sido así.
Se fue casi corriendo; sus pasos sonaron rápidos en el pasillo, y luego se oyó el timbre del ascensor. Agucé el oído cuando salió del edificio a un mundo al que nada le importaba. Luego descansé la frente sobre un puño y cerré los ojos.
—Dios mío —dije entre dientes—. Ayúdame, por favor.
C
uando volví a casa llovía con fuerza y el tráfico era espantoso porque se habían cerrado carriles en ambas direcciones debido a un accidente ocurrido en la 1—64. Había coches de bomberos y ambulancias, y miembros de equipos de socorro abrían puertas con palancas y corrían con camillas. Sobre la húmeda calzada brillaban los cristales rotos, y los conductores frenaban para ver a los heridos. Un coche había dado varias vueltas de campana y luego se había puesto a arder. Vi que otro vehículo tenía el volante doblado y el parabrisas hecho añicos y manchado de sangre. Sabía lo que aquello significaba, así que recé una plegaria por los ocupantes que hubieran sufrido el accidente. Esperaba no verlos en mi depósito de cadáveres.
Al llegar a Carytown me detuve en P. T. Hasting. El establecimiento, adornado con redes de pesca y corchos, vendía el mejor pescado de la ciudad. Cuando entré, olía intensamente a pescado y Oíd Bay. Los filetes que había sobre el hielo de los expositores eran gordos y parecían frescos. Dentro de una pecera se arrastraban unas langostas con las pinzas atadas; conmigo no corrían ningún peligro. Era incapaz de hervir nada vivo, y no podía tocar la carne si antes me traían la res o el cerdo a la mesa. Ni siquiera era capaz de pescar, porque luego tiraba los peces otra vez al agua.
Estaba intentado decidirme cuando Bev salió de la parte trasera de la tienda.
—¿Qué me aconsejas hoy?
—¡Pero mira a quién tenemos aquí! —exclamó cordialmente, secándose las manos con el delantal—. Eres prácticamente la única dienta que se ha atrevido a venir con esta tormenta, así que tienes mucho entre lo que elegir.
—Lo que no tengo es mucho tiempo. Quiero algo ligero y fácil de preparar —le indiqué.
Bev torció un momento el gesto mientras abría un tarro de rábanos picantes.
—Casi puedo imaginarme lo que has hecho hoy —dijo—. Lo han dicho en las noticias. —Meneó la cabeza y añadió—: Debes de estar totalmente agotada. No sé cómo puedes dormir. Permíteme que te recomiende algo para esta noche.
Se acercó a un expositor de cangrejos azules refrigerados y, sin preguntar, escogió medio kilo y lo puso en una caja de cartón.
—Recién traídos de la isla de Tangier. Los he escogido yo misma; ya me dirás si has encontrado un solo trozo de cartílago o caparazón. No vas a cenar sola, ¿verdad? —preguntó.
—No.
—Me alegro.
Me guiñó un ojo. En alguna ocasión había pasado por allí con Benton. Cogió seis gambas de tamaño gigante, peladas y sin veta, las envolvió, y seguidamente puso un tarro de salsa rosa casera sobre el mostrador junto a la caja registradora.
—Se me ha ido un poco la mano con el rábano —me advirtió—, de modo que te llorarán los ojos, pero está bueno. —Empezó a marcar las compras en la caja—. Rehogas las gambas rápidamente para que apenas toquen la sartén con el trasero, ¿de acuerdo? Luego las dejas enfriar y las sirves de tapa. Las gambas y la salsa son cortesía de la casa.
—No es necesario...
Bev me hizo callar con un movimiento de la mano.
—En cuanto al cangrejo, presta atención: bates un poquito un huevo y echas media cucharilla de mostaza en polvo, un par de pellizcos de salsa de Worcestershire y cuatro galletas de bicarbonato sin sal molidas. Luego picas una cebolla, una Vidalia, si aún guardas alguna del verano, y un pimiento verde. Una cucharilla o dos de perejil, sal y pimienta a tu gusto.
—Seguro que estará riquísimo —dije agradecida—. Bev, ¿qué haría yo sin ti?
—Luego lo mezclas todo lentamente y haces pastelillos. —Hizo el movimiento con las manos—. Los rehogas en aceite a medio fuego hasta que se doren un poco. Después puedes preparar una ensalada o comprar un poco de mi ensalada de col —añadió—. Yo no me complicaría más la vida por un hombre.
No me la compliqué más. Me puse manos a la obra en cuanto llegué a casa, de modo que para cuando puse música y me metí en la bañera, las gambas ya estaban enfriándose. Eché en el agua unas sales aromaterapéuticas que en teoría reducían la tensión nerviosa y cerré los ojos mientras el vapor introducía fragancias calmantes en los senos nasales y los poros de la piel.
Pensé en Wingo; se me encogió el corazón y tuve la sensación de que perdía el ritmo como un pájaro angustiado. Lloré un rato. Había comenzado conmigo en aquella ciudad y luego se había ido para proseguir sus estudios. Ahora había vuelto y estaba muñéndose. No podía soportarlo.
A las siete me encontraba de nuevo en la cocina, y Benton, puntual como siempre, aparcaba su BMW plateado delante de casa. Vestía el mismo traje de antes y traía una botella de Chardonnay Cakebread en una mano y una de whisky irlandés marca Black Bush en la otra. Por fin había dejado de llover y las nubes ya marchaban hacia otros frentes.
—Hola —dijo cuando abrí la puerta.
—Has acertado con tu pronóstico del tiempo. Ya veo que el ser especialista en perfiles psicológicos te sirve para muchas cosas.
Le besé.
—Por algo me pagan lo que me pagan.
—El dinero es de tu familia. —Sonreí, y él me siguió al interior de la casa—. Ya sé cuánto te paga el FBI.
—Si fuera tan inteligente con el dinero como tú, no necesitaría el de mi familia.
Tenía un bar en el salón; entré en él porque sabía lo que quería.
—¿Black Bush? —pregunté para cerciorarme.
—Sí, puesto que vas a servirlo tú. Estás hecha toda una contrabandista; has conseguido que me envicie.
—Mientras lo traigas de contrabando de Washington D.C., te lo serviré siempre que quieras —dije.
Eché hielo y un chorro de agua de seltz a los whiskeys y luego fuimos a la cocina y nos sentamos a una cómoda mesa situada junto a una ventana amplia y con vistas al río y a mi patio arbolado. Me hubiera gustado hablarle de Wingo y de cómo me afectaba todo aquello, pero no podía defraudar su confianza.
—¿Puedo hablarte antes de un asunto?
Benton se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de la silla.
—Yo también tengo algo de lo que hablarte.
—Empieza tú.
Bebió un trago sin quitarme los ojos de encima. Yo le hablé de la información que se había filtrado a la prensa y añadí:
—Ring es un problema que no hace más que complicarse.
—Si es que ha sido él, y con esto no quiero decir que lo haya sido ni que no lo haya sido. Lo difícil es hallar pruebas.
—A mí no me cabe ninguna duda de que ha sido él.
—Kay, con eso no basta. No podemos apartar a alguien de una investigación basándonos simplemente en nuestra intuición.
—Pete ha oído decir que Ring tiene un lío con una conocida presentadora de televisión de aquí —le dije entonces—. Trabaja en la misma cadena que poseía la información equivocada sobre el caso, la cadena que decía que la víctima era asiática.
Se quedó callado. Yo sabía que seguía pensando en las pruebas y que tenía razón. Lo que había dicho había sonado a conjetura desde el mismo momento en que había salido de mis labios.
Luego dijo:
—El tío es muy listo. ¿Tienes referencias de él?
—Ninguna —respondí.
—Se licenció con matrículas de honor en psicología y administración pública por la Universidad William and Mary. Su tío es el secretario de Seguridad Pública. —Las malas noticias fueron acumulándose unas sobre otras—. Harlow Dershin, que por cierto es un hombre honesto. No hace falta que te diga que las circunstancias no son las más idóneas para hacer acusaciones a menos que estés segura al cien por cien de lo que dices.
El secretario de Seguridad Pública de Virginia era el jefe directo del comisario de la policía del estado. A menos que hubiera sido el gobernador, el tío de Ring no podía ser más poderoso.
—Lo que me estás diciendo entonces es que Ring es intocable —dije.
—Lo que te estoy diciendo es que, a juzgar por su formación universitaria, está claro que pica muy alto. Los tíos como él tienen las esperanzas puestas en ser jefes, comisarios o políticos. No están interesados en ser unos simples policías.
—Los tíos como él sólo están interesados en sí mismos —añadí con impaciencia—. A Ring le importan un bledo las víctimas y los allegados que no tienen ni idea de lo que les ha sucedido a sus seres queridos. Le da igual si matan a alguien.
—Las pruebas... —me recordó—. En honor a la verdad, son muchas las personas, incluidas las que trabajan en el vertedero de basuras, que pueden haber filtrado la información a la prensa. —Nada iba a conseguir que se disiparan mis sospechas, pese a que carecía de buenos argumentos—. Lo importante es resolver estos casos —prosiguió—, y la mejor manera de hacerlo es que todos nos ocupemos de nuestros asuntos y le hagamos caso omiso, tal como están haciendo Pete y Grigg. Hay que seguir todas las pistas que podamos y esquivar los obstáculos.
A la luz del techo tenía los ojos casi de color ámbar y la mirada dulce cuando me miró con ellos. Eché la silla hacia atrás y dije:
—Tenemos que poner la mesa.
Sacó la vajilla y abrió el vino mientras yo servía las gambas frías en los platos y ponía en un tazón la «Salsa rosa con los rábanos que Bev tomó por las hojas». Partí unos limones por la mitad y los envolví en unas servilletas de gasa, e hice los pastelillos de cangrejo. Benton y yo nos comimos el cóctel de gambas cuando ya caía la tarde y las sombras de la noche se extendían por el este.
—Echaba esto de menos —comentó—. A lo mejor prefieres no oírlo, pero es cierto. —No dije nada porque no quería enzarzarme en otra fuerte discusión que duraría horas y nos dejaría a los dos agotados—. En fin. —Dejó el tenedor sobre su plato tal como lo hacen las personas educadas cuando han acabado de comer—. Gracias. Te echaba de menos, doctora Scarpetta —dijo entonces con una sonrisa.
—Me alegro de que hayas venido, agente especial Benton.
Me levanté y le sonreí. Me volví hacia la cocina y, mientras él recogía los platos, calenté aceite en una sartén.
—Quería decirte que he estado pensando en la fotografía que te han enviado —dijo—. En primer lugar, tenemos que comprobar que se trata efectivamente de la víctima en la que has estado trabajando hoy.
—Lo comprobaré el lunes.
—Si lo es —prosiguió—, nos encontramos ante un cambio espectacular en la manera de actuar del asesino.
—Eso para empezar.
Los pastelillos de cangrejo cayeron en la sartén y empezaron a crepitar.
—Cierto —dijo, sirviendo la ensalada de col—. Esta vez es algo descarado, como si en el fondo quisiera pasárnoslo por las narices. Luego la victimología está totalmente equivocada, por supuesto. Eso tiene una pinta estupenda —añadió, mirando lo que estaba cocinando.
Cuando volvimos a sentarnos, le dije en confianza:
—Benton, no se trata del mismo asesino.
Titubeó antes de responder.
—Si quieres que te diga la verdad, yo tampoco creo que lo sea. Pero todavía no puedo descartarlo. No sabemos en qué juegos puede andar metido.
Empezaba a sentir la misma frustración de siempre. No se podía demostrar nada, pero mi intuición, mi instinto, me decía a gritos que estaba en lo cierto.
—Bueno, no creo que la anciana asesinada tenga nada que ver con los casos anteriores de aquí y de Irlanda. Alguien quiere que lo creamos, eso es todo. Opino que estamos tratando con un imitador.
—Lo discutiremos con todos el jueves. Me parece que quedamos para ese día. Esto está increíble. ¡Uf! —Se le pusieron los ojos llorosos—. Vaya con la salsa rosa...
—Es un montaje. Está disfrazando un crimen que cometió por otro motivo —le expliqué—. Y no me atribuyas a mí el mérito. La receta es de Bev.
—La fotografía me desconcierta —comentó.
—A mí también.
—Le he hablado a Lucy de ella —dijo. Ahora sí que había despertado mi interés—. Dime cuándo quieres que venga —añadió cogiendo el vino.
—Cuanto antes mejor. —Callé un instante y luego añadí—: ¿Qué tal está? Sé lo que ella me cuenta, pero me gustaría que tú me lo dijeras.
Me acordé de que necesitábamos agua y me levanté para ir por ella. Cuando volví, estaba observándome en silencio. A veces me resultaba difícil mirarle a la cara; mis sentimientos empezaron a desentonar los unos con los otros como instrumentos desafinados. Me encantaban el recto y elegante caballete de su afilada nariz, sus ojos, que podían arrastrarme hasta profundidades para mí desconocidas, y el sensual labio inferior de su boca. Miré por la ventana, pero ya no se veía el río.
—Lucy... —le recordé—. ¿Por qué no le das a su tía una evaluación de resultados?
—Nadie lamenta haberla contratado —dijo con sequedad de una persona que todos sabíamos que era un genio—. Pero me he quedado corto en la descripción. Es sencillamente estupenda. La mayoría de los agentes han acabado respetándola. Quieren que se quede. Con esto no pretendo decir que no existan problemas; no a todo el mundo le hace gracia que haya una mujer en el ERR.
—Sigue preocupándome que trate de forzar la máquina —dije.
—Bueno, está en plena forma, de eso no cabe duda. Yo evitaría pelearme con ella.
—A eso me refiero. Quiere estar a la altura de los demás, cuando en realidad eso es imposible. Ya sabes cómo es. —Volví a mirarle a los ojos—. Siempre quiere demostrar cuánto vale. Si los hombres están haciendo
rappel
a toda velocidad y corriendo por las montañas con una mochila que pesa veinticinco kilos, ella cree que tiene que imitarles, cuando debería estar contenta con sus facultades técnicas, sus robots y todo eso.