David asiente y le da un sorbo a su copa sin saber qué más puede decirle. Aunque la noche sea momento de confidencias no cree que con el volumen desquiciante de la música pudieran mantener ninguna conversación con un mínimo de coherencia sin dejarse la voz. Y Juan, como si supiera lo que está pensando, tampoco insiste en seguir hablando.
Entretanto, en la barra, Ali agudiza el oído tratando de escuchar a sus amigas. A voces le cuentan novedades y cotilleos del colectivo. En sus frases subyace un tono de reproche por haber dejado de frecuentarlo que Ali no quiere relacionar con el hecho de que salga con David. Tras ponerla al día en lo referente a ese tema, pasan a relatarle sus últimas historias amorosas. La mayoría de ellas encadenan un ligue con otro con facilidad e indolencia, pareciendo que cuantas más muescas luzca el cabecero de sus camas, más felices son ellas. En ocasiones llegan a hablar con cierto desprecio de las chicas con las que han estado, ridiculizando sus reacciones al haberse encontrado con que ellas no querían continuar con algo que no fue más que un rollo pasajero. Y Ali se siente extraña al escucharlas hablar con tanto desprecio. No es algo que le sorprenda porque ella siempre se ha considerado bastante distinta de las chicas de su edad. Sin embargo ahora el abismo que las separa se le antoja más insalvable que nunca.
Desde pequeña se ha acostumbrado a que en su entorno más cercano y familiar la calificaran como una chica mucho más madura de lo que por edad tendría que ser. Con el tiempo ella acabó asumiendo esa sentencia como un rasgo definitorio de su carácter. Y, en consecuencia, se imponía a sí misma ser aún más madura de lo que hubiera debido. Dedicó su adolescencia a estudiar con ahínco para sacar siempre las mejores notas. Decidió vivir por su cuenta al empezar la universidad y se puso a trabajar porque no quería depender de sus madres sino continuar demostrando lo capaz e independiente que era. Y ahora, a punto de cumplir los veinte años, se encuentra con que más que madurar, ha envejecido interiormente. A veces bromea diciendo que su edad mental ya debe de estar rondando los treinta años por mucho que su DNI reste más de una década a esa cifra.
No obstante ahora se encuentra con un obstáculo con el que nunca había contado y es que, si bien en ese entorno cercano y familiar que tan madura la había considerado siempre no tenía necesidad de demostrar nada, al salir fuera de ese círculo ha descubierto que tiene que estar constantemente probando que no es una niñata inmadura sólo por su corta edad. Pero eso no es lo peor. Lo peor viene cuando se da cuenta de que no sólo la tratan con condescendencia porque se dé por sentada una inmadurez fruto de su juventud sino porque esa inmadurez es algo generalizado, independientemente de la edad.
Ali trata con mucha gente. Gente de edades diferentes y variadas y diversas formas de pensar y de ver la vida. Y cada vez le produce una mayor ansiedad advertir que no importa que una persona tenga veinte, treinta o cuarenta años porque todos o su gran mayoría siguen comportándose como adolescentes. Y es ese empeño en dilatar la adolescencia lo que Ali no termina de comprender. No sólo es que esas personas con las que se relaciona a diario padezcan un acusado síndrome de Peter Pan sino que, además, presumen orgullosas de él. Les parece muy divertido peinar canas y comportarse como si todavía estuvieran en el patio del instituto. Trabajar como respetables ciudadanitos de lunes a viernes con corbata y americana o traje de chaqueta y salir de viernes a domingo como salvajes a emborracharse hasta caer redondos. Eso les hace sentirse jóvenes, transgresores, rebeldes. Y a Ali sólo le parecen, simple y llanamente, gilipollas.
Hay personas que no sólo rozan la treintena sino que la sobrepasan cuya conducta resultaría infantil incluso a los propios adolescentes. Si bien comprende que esa infantilización masiva procede en gran medida de las circunstancias sociales que llevan a la gente joven a permanecer en casa de papá y mamá indefinidamente a causa de la precariedad laboral o lo imposible que resulta comprarse un piso, lo que no comparte es que eso les exima de madurar y asumir determinadas responsabilidades. Por mucho que se quejen de su situación, en el fondo sabe que es mera comodidad. Es más fácil quedarse con las ventajas de ser adulto sin las obligaciones que ello conlleva. Esos chicos y chicas con licenciaturas y masters, que se echaron la mochila al hombro para irse a alguna ciudad extranjera a estudiar, aprender un idioma o encontrarse a sí mismos y que luego, al acabar esa etapa, acceden a buenos puestos de trabajo y se consideran unos competentes profesionales totalmente volcados en sus carreras profesionales cuando entran por la puerta de la oficina, vuelven a ser unos crios en cuanto traspasan el umbral de la casa paterna. Abren el frigorífico y lo encuentran lleno a rebosar. Aunque es posible que antes de que hayan podido hacerlo ya tuvieran el plato de comida puesto en la mesa. Y las facturas pagadas. Y la casa recogida. Y la ropa limpia y planchada en el armario. Como mucho se ocupan de cubrir la cuota de Internet en caso de que los padres consideren que es sólo un capricho superfluo. Y puede que hasta la paguen a regañadientes porque no les queda más remedio. Pero luego se niegan a comprar un lector de dvd capaz de reproducir la ingente cantidad de películas y series que se descargan de la red por considerarlo un gasto que no les corresponde a ellos puesto que no van a ser los únicos que lo disfruten.
Sin embargo es en el plano emocional y de las relaciones personales donde Ali encuentra mayores motivos para sentirse un bicho raro. Y agradece infinitamente rodearse de personas como David, como Juan, como Pilar. Jóvenes adultos con defectos y virtudes pero, al fin y al cabo, dueños de sus propias vidas, capaces de afrontar sus miedos por mucho que les cueste y capaces también de ser coherentes entre lo que proclaman y lo que hacen. Lo agradece porque así lidia lo menos posible con esas personas que, como ve en algunas de sus conocidas, huyen con el rabo entre las piernas cuando se dan cuenta de que la gente espera algo de ellas y que luego legitiman su huida aduciendo que no están preparadas. Personas que se enredan en mil excusas, todas muy creíbles, para retardar lo máximo posible el paso a la madurez, que se aferran a sus muchos miedos y temores sin complejos ni el menor atisbo de culpa sólo porque creen que tienen derecho a hacerse caquita cuando las cosas no les gustan y no tienen valor para afrontarlas. Que se empeñan en convencer a los demás, mediante razonamientos aparentemente lógicos, que ya han salido del jardín de infancia por mucho que luego sus actos les contradigan. Que utilizan a los demás impunemente sólo para probarse a sí mismas pero que, por supuesto, no quieren que eso les acarree consecuencias ni que las personas a las que utilizan se quejen porque, de hacerlo, tratarán por todos los medios de hacerles ver que se equivocan para así quedarse con la conciencia tranquila ya que esas personas están convencidas de que siempre actúan correctamente cuando, en el fondo, lo único que quieren es seguir siendo unos adolescentes toda su vida disfrazándose de personas adultas porque convertirse en una de ellas les resulta demasiado duro y complicado…
Entonces Ali se acuerda de Ruth y se da cuenta de que tampoco es necesario seguir bajo las faldas de mamá para sufrir complejo de Peter Pan. Las personas como Ruth han sustituido la seguridad familiar por la seguridad que proporciona un trabajo estable y bien pagado que les permite suplir los cuidados de una madre con dinero. Dinero para comer fuera, para gastarlo en sus caprichos, para, incluso, pagar a alguien que les mantenga la casa limpia. Puede que Ruth no fuera tan distinta de Ali a su edad, yéndose de casa con diecinueve años, estudiando y trabajando, manteniendo una relación de pareja que convive bajo el mismo techo pero el tiempo la ha ido convirtiendo en algo muy distinto, haciéndola sufrir una peculiar regresión a la adolescencia más inmadura y pueril. Dejando a Sara porque se asustó, volviendo con ella porque, de repente, se da cuenta de que la echa de menos. O que la quiere. O cualquier otra razón, tanto da. Obedeciendo a sus caprichos, en definitiva. Y como ella, otros tantos. Personas que van cumpliendo años sin que eso les sirva para algo. Que quizá hagan bien manteniendo vivo al niño que llevan dentro pero quizá no tanto dejando que les controle. Que, a la hora de entablar una relación, como no les vale esa premisa de sus padres y abuelos de que una pareja es para siempre, pasan de la actitud de aguantarlo todo, pase lo que pase, a la de que no tienen porqué aguantar nada y al más mínimo problema, miedo o duda, salen corriendo porque son incapaces de esforzarse lo suficiente para que algo funcione. Y en la vida, cree Ali, si uno no se esfuerza no se consigue nada que merezca la pena.
Ella ya lo está notando. Su independencia le cuesta. Muchas veces se siente agotada, incluso derrotada. Estudia, trabaja, se ocupa del pequeño rincón propio de su piso. Abre el frigorífico y a veces encuentra el espacio que tiene asignado casi vacío. El dinero le llega justo casi siempre. Esa noche, probablemente, ella y David no puedan tomarse más que un par de copas cada uno. Porque David es también como ella. Un luchador. Alguien que quiso tener su propia vida y se fue a trabajar de camarero a Londres, no para encontrarse a sí mismo, sino para ganar experiencia aparte de dinero. Que regresó a su país y no quiso volver con sus padres sino comenzar una nueva etapa independizándose definitivamente gracias a lo que había estado ahorrando con gran esfuerzo. Ellos no son el tipo de personas que huyen por mucho que les domine el pánico. Aguantan los chaparrones y los golpes de frente. Y se joden y se aguantan e intentan aprender cuando les dicen que no han estado a la altura de las circunstancias. Los dos tratan de conocer sus miedos y sus culpas y sus complejos y sus traumas y se rompen los cuernos tratando de superarlos. Intentan explicarse siempre lo mejor que pueden para que la gente que les importa pueda entenderles aunque sepan que no siempre lo consiguen. Tratan de no utilizar a nadie porque tienen demasiado desarrollada la empatia y siempre se dejan la palabra justa —e hiriente— en la punta de la lengua. Aún así algunas personas acaban haciéndoles más daño del que les puedan hacer a ellos. Y sus conciencias no siempre están tranquilas porque siempre acaban poniéndose en todos los lugares opuestos al suyo y eso hace que entren a menudo en contradicción consigo mismos, entre lo que les gustaría hacer y lo que deberían hacer. Porque lo único que quieren es ser adultos responsables y coherentes entre lo que piensan, lo que dicen y lo que hacen. No quieren dejar de ser jóvenes por ello. Pero ya no quieren ser un par de crios. Porque saben que pretender seguir ese camino prefijado que muchos tienen en la cabeza, ese que dicta que primero se acaba de estudiar, luego se encuentra un buen trabajo, a continuación llega una pareja y después, para rematar, la casa en las afueras, el perro, el niño y el monovolumen en la puerta, es absurdo. Los trabajos fallan, cuesta encontrar uno a la medida de cada cual. La pareja puede tardar en llegar. O no llegar nunca y pasar la vida manteniendo relaciones sin futuro. Y en cuanto a la casa, el perro, el niño y el coche… la vida no es como las teleseries americanas hacen creer.
Y quizá sea por todo eso, porque tienen la misma forma de ver la vida, porque se complementan y se apoyan el uno al otro, por lo que no pudieron evitar estar juntos, por lo que se quieren, por lo que lo suyo funciona. Y por muchas dudas que pueda tener Ali, por mucho que zozobre cuando ve a Sara o piense en ella, eso no son más que pensamientos. Ella sabe que, por ahora, su lugar está junto a David. El ha sido la persona con la que ha conseguido entablar una relación más profunda y sólida pese al escaso año que llevan juntos. El es su pareja. Aunque a algunas personas, como esas chicas con las que ahora está hablando, les cueste tanto comprenderlo.
David aparece a su espalda y le rodea la cintura desde atrás. Ese simple gesto basta para que las chicas cesen en su interminable verborrea y vayan frenando su lengua. Ali agradece el rescate, deja caer un «bueno, ya nos veremos» y, agarrada a David, regresa con sus amigos al rincón. Juan, Pilar y Pitu hablan entre ellos a gritos pero animadamente. Al verles aparecer, Pilar se les acerca y les comenta que estaban pensando en irse a otro sitio, que tanta música electrónica les está empezando a rayar. Ellos dos muestran sus copas, ya mediadas, dando a entender que en cuanto las terminen podrán irse todos. Luego Ali se gira para quedarse frente a David y le atrae hacia ella para besarle. En ese momento le desea de tal modo que casi siente ganas de decirles a los demás que ellos prefieren irse a casa. Pero decide aguantar. Sabe que si ellos se van, apagarán los ánimos y, probablemente, los demás también acaben por irse.
Así que acaban sus copas, hacen un gesto con la cabeza y comienzan a recoger sus abrigos. Emergen de las profundidades del local de nuevo a la plaza de Chueca y se miran unos a otros preguntándose a dónde ir.
—¿Truco?
—Demasiada gente.
—¿La Bohemia?
—Igual. Estará hasta la bandera.
—¿Escape?
—Es demasiado pronto. Además, lo tengo muy visto ya…
—¿Entonces…?
Todos miran a Juan, que es el único que no ha dicho nada, esperando que sugiera algo. Él abre mucho los ojos y se encoge de hombros.
—¿Y yo qué sé? —repone divertido—. Es la una, todo va a estar en hora punta…
—¿Y el sitio al que ibas cuando me encontré contigo? —le pregunta Pilar.
—¿El Rick's? No sé, como queráis. Pero ahí sólo hay tíos, a lo mejor no os apetece…
—¡Bah! —exclama Ali desenvuelta—. Aquí ninguno va a ligar, sólo queremos tomarnos una copa…
Y los cinco cruzan la plaza hasta el extremo opuesto para encaminarse allí. Juan encabeza la comitiva guiándoles a través de las calles, cruzando la plaza de Vázquez de Mella y llegando hasta la puerta del Rick's. El portero de la otra vez les abre la puerta y entran en el local que, aún siendo la hora que es, no está todavía muy concurrido. Se apalancan junto a la barra a pedir sus consumiciones. Ali y David deciden compartir una cerveza, Pitu se pide una sin alcohol porque luego tendrá que conducir de vuelta a casa, sólo Pilar y Juan se piden una copa para cada uno. Beefeater con limón para él, Ballantine's con coca-cola para ella. Se miran con la confianza de los amigos que se conocen hace más tiempo del que recuerdan y hacen un pequeño brindis entre ellos, chocando tímidamente los dos vasos. Hay un punto de resignación en sus miradas, en sus gestos. Interiormente se sienten cansados. Y si hay algo más que tienen en común es que los dos echan de menos a Ruth. Su ausencia es casi más aplastante que su presencia. Ambos han notado en más de una ocasión a lo largo de la noche que, inconscientemente, acaban adoptando alguna de las actitudes que tendría ella de estar allí, hacen bromas más propias de Ruth que de ellos o piensan fugazmente que la canción que suena por los altavoces le gustaría a su amiga. Es sofocante y desolador sentir nostalgia por alguien que se ha apartado de sus amigos de esa forma. Tratan de acostumbrarse a la nueva rutina, a que Ruth, probablemente, ya no compartirá muchos momentos con ellos. Que aunque volviera a acompañarlos en noches como esa ya no podría ser igual que antes. La brecha abierta ha cicatrizado sin cerrarse del todo.