Se alejan de la barra y bajan el par de escalones que les conduce al centro del bar. Los demás hablan entre ellos acercando los labios al oído de su interlocutor. Juan no habla con nadie. Se mantiene en pie, sosteniendo su copa en la mano, mirando a su alrededor, oteando el panorama con cara de circunstancias. Algunos tíos cruzan la mirada con él y Juan puede adivinar en sus ojos lo que cruza por sus mentes. Se preguntan qué hace un cuarentón —porque es lo que Juan es, un cuarentón, por mucho que parezca más joven, por mucho que vista a la moda y siga saliendo de bares, aunque intente disimularlo sabe que su rostro deja entrever el paso del tiempo— acompañando a una parejita hetero y a un par de lesbianas visiblemente más jóvenes que él. Le preguntan con los ojos qué hace sosteniendo las velas a esas dos parejas que no parecen tener nada en común con él. Le retan con las miradas. ¿Por qué les ha traído aquí si no es para que él pueda estar en su terreno, para poder moverse entre otros hombres como él? Hombres que han salido con la intención de pasar una noche divertida, de conocer a alguien con quien poder follar. Quizá algunos alberguen todavía la esperanza de encontrar algo más que un simple polvo. Una buena conversación, tal vez, un cerebro escondido tras la pulcra y cuidada imagen del prototipo gay. Un tío que no desaparezca nada más quitarse el condón y que les invite a un café para desayunar… Juan sabe cómo funcionan las cosas en la noche más por haber sido espectador directo que protagonista absoluto. Él siempre ha tenido a Diego a su lado. Esa relación, que muchos han envidiado y otros pocos han mirado con recelo por creer que no podía ser tan perfecta en realidad, ha protegido a Juan de todos los avatares que supone la incesante búsqueda de una persona que quiera permanecer en la vida de otra más allá del intercambio de fluidos propiciado por el deseo insatisfecho y unas copas de más. Él nunca ha necesitado buscar nada fuera. Lo que tenía le bastaba. Y sabe que, pese a todo lo que ha visto, no sabría moverse con soltura de estar en el lugar de aquellos que llenan el local en ese momento.
Sin embargo esa noche se nota distinto. Dentro de él siente la necesidad de sentirse deseado por alguien desconocido y eso le lleva a sostener las miradas que le lanzan en lugar de apartar la cabeza divertido y desinteresado como ha hecho siempre. No es que quiera ligar, no es que quiera deambular por ningún cuarto oscuro buscando alivio rápido ni acabar en la casa de ningún desconocido. No se trata de eso sino de algo mucho más simple. Necesita alimentar su autoestima, sentirse deseado, notar que le desnudan con la mirada, pensar que todavía puede atraer a alguien, que aún tendría una oportunidad si se quedara solo. Pero lo único que consigue es atraer miradas cada vez más indescifrables, que tanto pueden denotar deseo como mofa. Eso hace que su inseguridad crezca aún más. Y junto a su inseguridad crece también la sensación de vértigo. De ver cómo su vida se precipita a un vacío en el que no quiere caer.
Pilar llama su atención pasando la mano por delante de sus ojos. Juan recupera la compostura y escucha a su amiga decirle que Pitu y ella están cansadas y que se van a ir a casa. Juan mira entonces a David y Ali intuyendo por sus caras que ellos secundarán la propuesta de dar por zanjada la noche. A él no le importa. Le da igual quedarse que marcharse. Va a sentirse igual de solo haga lo que haga. Así que dejan las copas vacías por donde pueden y se dirigen a la puerta del local.
Caminan unos metros juntos hasta Gran Vía. Ahí se paran los cinco, algo dubitativos, mirando a un lado y otro de la calle. Juan dice que cogerá un taxi. Ali y David dicen que se van a Cibeles a pillar el búho. Pilar y Pitu explican que han dejado el coche por detrás de Correos y que les acompañarán. Una vez expuestos los planes de huida empiezan a despedirse con cierto sentimiento de derrota. Juan se separa del grupo para cruzar la calle y poder coger el taxi en dirección contraria. Los demás le miran mientras espera que el semáforo se abra. Cuando el muñequito verde se ilumina, Juan les hace un gesto con la cabeza y alza la mano a modo de última despedida. Atraviesa la Gran Vía con rapidez y al llegar al otro lado se planta en el borde de la acera buscando con la mirada un taxi entre los coches que se acercan por su izquierda.
Los demás bajan la calle en dirección a Cibeles hablando ya sin ganas, con la cabeza gacha y las manos metidas en los bolsillos de pantalones y chaquetas. Llegan hasta la esquina de Alcalá con Recoletos y cruzan la calle por el paso de cebra. Vuelven a esperar junto al semáforo de la esquina del Banco de España, uniéndose a la mucha gente que hay también esperando. Cruzan los dos tramos del Paseo del Prado y en la puerta del edificio de Correos las dos parejas se despiden. Ali y David se mezclan entre la gente que espera su búho y Pilar y Pitu empiezan a subir hacia la Puerta de Alcalá en busca de su coche.
No muy lejos todavía, ya montado en un taxi, Juan se recuesta en el respaldo tras decirle al conductor el destino del trayecto. Apoya la cabeza en la ventanilla y deja que su mirada se pierda a través de ella. Observa las calles iluminadas del Madrid nocturno, de una ciudad que gana mucho al ponerse el sol, un escenario irreal capaz de engañar al cauto y fascinar al escéptico, ese lugar onírico que cambia de forma según cómo incidan las luces sobre su irregular superficie. Juan siente que puede admirar su peculiar belleza pero que ya no forma parte de lo que sus ojos ven. Que una etapa está terminando y que tendrá que conformarse con arreglar todo lo que no funciona en su vida si no quiere dejar llevarse por la desesperación. Cierra los ojos y hace una profunda inspiración. Sólo quiere dejar la mente en blanco.
Mientras Juan se dirige a una casa a la que será el primero en llegar, Ali y David se apretujan en un autobús nocturno junto a demasiada gente que también, como ellos, ha dado por finalizada la juerga. O el turno laboral. O cualquiera de los otros motivos por los que andan todavía por la calle. Se agarran el uno al otro para no caerse, muertos de ganas, de impaciencia, de ansiedad por llegar a la casa de ella y desnudarse, meterse en la cama, tenerse cerca, devorarse mutuamente con el ansia de los que aún tienen mucho tiempo por delante para recorrer un mismo camino juntos. Ali ahora ni siquiera recuerda a Sara. Sólo puede pensar en el momento en que sienta a David dentro de ella, en la placidez de quedarse dormida a su lado, exhausta y satisfecha. En esa sensación de bienestar que le produce despertarse junto a él cuando la luz comienza a arañar la ventana de su habitación. Apoya la cabeza en el hombro de David y se deja mecer por el traqueteo del autobús.
Ya casi en la otra punta de la ciudad, a punto de traspasar las dos torres inclinadas de la Puerta de Europa y salir de Madrid, Pitu conduce el coche hacia su piso del extrarradio. Agarra la mano de Pilar tras cada cambio de marchas. No hablan, dejan que la música de la radio flote en el interior del auto, poniendo banda sonora a ese momento en que regresan a casa tras una noche con sus amigos. Ninguna de las dos está demasiado cansada pero les apetece dormir, quizá levantarse a la mañana siguiente a una hora tardía, pasar el domingo a solas, disfrutar del hecho de no tener nada que hacer. Al detenerse en el primer semáforo que encuentran al entrar en su ciudad, Pitu se inclina hacia Pilar, pidiéndole un beso sin palabras, sólo con su sonrisa. Se besan durante unos segundos, hasta que el claxon del coche que se ha colocado justo detrás las interrumpe. Pitu regresa a su posición inicial frente al volante, cambia la marcha y deja atrás el semáforo ya en verde.
Desde un mismo punto de partida los cinco amigos se han dispersado en distintas direcciones, cada uno hacia el lugar al que pertenecen cuando el cansancio y la necesidad de intimidad les vencen. Se cobijan en su pequeño rincón del mundo, su refugio, cada vez más ajenos a esas dos mujeres que en ese momento yacen en una misma cama. Una cama de un pequeño piso del centro de Madrid. Dos mujeres, Ruth y Sara, a las que han querido y continúan queriendo. Por las que se han preocupado. Por las que han sufrido. A las que han intentado ayudar, a cada una como les ha dejado y a las que ahora no les queda más remedio que esperar. Esperar que vuelvan a retomar la vida que antes llevaban, esa vida que también les incluía a ellos como una parte importante. Y esas mujeres, Ruth y Sara, duermen profundamente, también ajenas a lo que en ese momento están sintiendo sus amigos. Abrazadas en lo más profundo de su sueño, satisfechas de haber retomado su relación, su vida en común, tranquilas de volver a tenerse, incapaces todavía de pensar en nadie más que no sean ellas mismas. Con su atención totalmente centrada en lo que viven y sienten de nuevo. Soñando que tal vez sea posible hacer que la felicidad dure para siempre.
S
on casi las seis de la mañana y Lola no ha dormido en toda la noche. Ha dado tantas vueltas en la cama que las sábanas se han convertido en un revoltijo en torno a su cuerpo. Cuando la tensión de no poder dormir se volvía insoportable, agarraba su portátil, que descansaba bajo la cama, y se metía en Internet esperando que la vista se le cansara y así le entrara sueño. De nada le servía. Apagaba el ordenador creyendo notar cierto sopor y cuando trataba de coger la postura que le permitiera quedarse al fin dormida, se desvelaba de nuevo. Y si sólo se tratase de una noche aislada no le importaría demasiado. Sin embargo lleva el último mes así. Durmiendo sólo cuando su cuerpo extenuado no aguanta ni un minuto más y cae en la inconsciencia durante unas pocas horas. Tiempo que le resulta insuficiente pero que no puede alargar hasta alcanzar el descanso reparador que necesita.
Y todo desde aquella mañana en que creyó que comenzaba su felicidad y lo que realmente dio comienzo fue una desdicha aún mayor que la que ya la acompañaba.
Durante el último mes ha visualizado en su cabeza mil veces lo sucedido en esas pocas horas que transcurrieron desde que Sara la llamó aceptando su proposición de quedar hasta que la acompañó, junto a Juan, a su casa. Sara, todavía atontada por los calmantes, prometió que hablarían en cuanto se repusiera. Pero no lo hizo. A los tres días de aquél episodio tuvo que ser la propia Lola quien la llamase a ella para saber cómo se encontraba. Su voz sonó serena al otro lado de la línea. Serena pero incómoda. Reacia a hablar con ella. Le dijo que ya estaba mucho mejor y que hablarían más adelante. Dicho esto se apresuró en despedirse y colgar. Lola se quedó con el móvil pegado a la oreja durante muchos segundos más escuchando el vacío. La única explicación que le podía dar al cambio de actitud de Sara con respecto a ella era a causa del hecho de que Lola se hubiera acostado con su ex novia. Y si bien sería lógico si Lola hubiera estado al corriente de quién era Ruth cuando lo hizo, la realidad era que nunca había sabido nada, que para ella Ruth y Sara habían sido dos personas distintas de las que nunca imaginó que tuvieran alguna vinculación entre sí. Lola no tenía la culpa de lo sucedido. Ni de que Ruth hubiera sido una hija de puta con Sara ni de, por esas retorcidas circunstancias que a veces tiene la vida para desarrollarse, haberse acostado con Ruth cuando para Lola no era más que un rostro vagamente conocido por haber asistido a la fiesta que dio meses atrás.
Ya ha transcurrido un mes de todo aquello y Lola no entiende cómo todavía continúa pensando en Sara con esa insistencia. Se dice a sí misma que sólo fue una noche, que no hubo tiempo para conocerse, para establecer vínculos sólidos. Se ha acostado con muchas mujeres a las que no volvió a ver y ninguna de ellas se le quedó tan clavada dentro. La propia Ruth, sin ir más lejos. Si en algún momento albergó hacia ella algún tipo de sentimiento más allá de la pura atracción física, este se diluyó al ver cómo la trató. Y eso es un motivo más para desesperarse. Si lo que vio en Ruth es su comportamiento habitual no logra entender cómo Sara ha podido sufrir tanto por su culpa. Cómo, varios meses después de haber sido abandonada por ella, tenía tal poder sobre su voluntad como para que el hecho de que Lola hubiera mantenido contacto con Ruth le provocara una crisis. Ruth no le pareció el tipo de persona por la que otra pierde la cabeza. Sara, en cambio, sí lo es. Y Lola siente cada vez más como cierto que está perdiendo el norte por ella. Aunque sólo fuera una noche el reducido espacio de tiempo que compartió con Sara.
Lola ya intuía que pasaría algo así cuando encontrara a una mujer que le gustara de verdad. Por eso siempre le ha dado tanto miedo enamorarse. Desde que puso el pie en Madrid para empezar la facultad y, a la vez, comenzó a dejarse caer por el ambiente tuvo muy claro que enamorarse de una mujer sería su perdición. Optó por la promiscuidad indiscriminada como medida de seguridad para que eso no ocurriera. Alternaba con unas y con otras pero sin dar carta blanca a ninguna. Y a las que intentaban iniciar algo más serio les paraba los pies inmediatamente aduciendo la típica excusa de que no estaba preparada para una relación. Pero en realidad es que no quería. Le aterraba. Aunque en el fondo lo anhelase. No quería sufrir por ninguna. Y tampoco quería que ninguna sufriera por ella al ver que no podían obtener lo que esperaban. Lola había sido cobarde todo ese tiempo. Cobarde, temerosa e infantil. Y justo cuando creyó que era el momento de abrirse a alguien le asestaban esa puñalada que tanto había estado temiendo recibir.
¿Por qué Lola ha actuado así durante los últimos cuatro años? Siempre hay una causa para todo. Y la de Lola es que ella ya se enamoró una vez. Y se mantuvo enamorada, entregada, fiel a lo largo de tres años. De los quince a los dieciocho. Cuando no era más que una niña convirtiéndose en mujer, inexperta en el amor e inexperta también en la vida. Y esa historia, la de su primer amor, la primera y, hasta ahora, la única que la había marcado de un modo indeleble el corazón, acabó mal. Como muchos primeros amores. Como muchos amores que ya no son los primeros y de los que se espera que sean los últimos y definitivos. Lola sintió que daba todo por ese primer amor, por Fran, su único novio, su única pareja hasta la fecha. Una relación que duró casi tres años y que la enseñó cuánto puede llegar a doler amar a alguien hasta la obsesión.
Ahora, con algo más de experiencia vital, Lola mira hacia atrás y no ve más que una historia típica y tópica de amor adolescente. Fran, el chico más guapo del pueblo, un par de años mayor que ella, siempre a lomos de su moto, coqueteando y seduciendo con cada guiño y mirada. Ella, Lola, de la que también se decía que era de las más guapas pero que también era de las más inexpertas, recién salida del cascarón, que acababa de dejar de ser una niña gordita y acomplejada a la que nadie prestaba atención a explotar en una voluptuosa pubertad de sinuosas curvas. Era hasta lógico que acabaran juntos. E igual de lógica, aunque retorcida, fue la relación que tuvieron. Dependiente, apasionada, destructiva y beligerante. Fran le era infiel a menudo. Ni siquiera se molestaba en ocultarlo. Lola callaba y aguantaba, demasiado temerosa de perderle y, por ello, dispuesta a hacer la vista gorda y mirar hacia otro lado cada vez que sospechaba o le decían que Fran había estado con otra. Así aguantó tres años. Tres años de continuos altibajos, de rupturas desgarradoras y reconciliaciones a renglón seguido en las que Fran prometía no volver a engañarla y Lola se juraba a sí misma que no volvería a aguantar su engaño.