—Es ese… —esponde Pilar con un hilillo de voz.
—¿Sólo hay una habitación? ¿Es que ahora vives sola? —la voz de su madre se ha agudizado.
—No, no vivo sola… —dice ella en un tono cada vez más inaudible.
Para sorpresa de Pilar, su madre sonríe ampliamente, creyendo comprender lo que pasa. Pero ella sabe que se está equivocando en su conclusión.
—¡Ya sé por qué no nos has dicho nada! —exclama su madre sin dejar de sonreír—. ¡Estás viviendo con un chico y creías que nos iba a molestar! Pero Pilar, hija, por dios, que ya tienes treinta años, ¿cómo nos vamos a molestar por algo así? Es normal, tienes edad de tener novio y de vivir con él si te apetece. Ya sabemos que ahora a la gente joven no os va eso de casaros… Pero de ahí a no decirnos nada… —su madre esboza una expresión comprensiva y le aprieta el brazo con ternura—. ¡Cuánto me alegro de que por fin hayas encontrado a un chico que te quiera!
Pilar mira a su madre sin decir nada, completamente quieta. Luego mira a su padre, cuyo rostro continúa imperturbable aunque se pueda adivinar una pequeña mueca de disgusto en el rictus de su boca. Ella no sabe qué decir. No sabe si continuar con la farsa, admitir que está viviendo con un chico y hacer que sus padres se vayan rápidamente, antes de que Pitu llegue de trabajar y se descubra la verdad. Pero por otro lado casi desea que su mujer aparezca justo en ese momento. Así podría decir sin necesidad de palabras lo que tanto tiempo lleva ocultando. No haría falta hacer ninguna confesión. No haría falta nada. La realidad se ocuparía de todo. Quizá fuese mejor así. Porque si sus padres se van pensando que vive con un chico insistirían e insistirían hasta conocerle. Y, tarde o temprano, se descubriría que ese hipotético novio no existe.
—¿Y no vamos a conocerle? ¿Cuándo sale de trabajar? —le pregunta su madre ilusionada y expectante.
—Debe estar al llegar… —susurra Pilar. Y aún no ha acabado de pronunciar la frase cuando escucha cómo una llave entra en la cerradura de la puerta del piso. Sus padres lo oyen igual que ella y los tres dirigen la mirada hacia la entrada. Pilar se siente desfallecer. Ya no hay vuelta atrás. Sus padres ahora sabrán la verdad. Y ella sabrá por fin cuál será su reacción.
La puerta se abre y Pitu aparece por ella. Va vestida de calle y lleva al hombro la mochila en la que guarda el uniforme. Al ver a los padres de Pilar en medio del salón a un lado y otro de ella le cambia la cara. Mira a su mujer con ojos interrogantes. Pilar baja la cabeza, emocionalmente exhausta. Sus padres se miran entre ellos, miran a Pitu, miran a Pilar, vuelven a mirarse entre ellos, las miran a ellas… Así durante varios segundos que se hacen eternos. Por fin su madre abre la boca para hablar.
—Pe…Pero… ¿Qué…? ¿Quién…? —lanza a Pilar una mirada dura y acusadora—. ¡Vives con una mujer! —exclama, casi grita—. ¡Vives con una mujer! —repite con asco—. Duermes con ella… Te acuestas con ella… Eres…
—Sí, mamá, lo soy —afirma Pilar levantando la cabeza y tratando que lágrimas de rabia e impotencia no afloren a sus ojos—. Es lo que hay…
Estupefactos. Asqueados. Disgustados. Reprobadores en las miradas que lanzan alternativamente a Pilar y Pitu. Su madre respira muy deprisa y Pilar siente como el odio que destilan sus ojos crece por momentos.
—Si ya lo sabía yo… Por eso te fuiste del pueblo. Para poder vivir tu vicio sin que nadie te viera… —farfulla con los dientes apretados.
Pilar ni siquiera se molesta en rebatirla. No serviría de nada. Sólo puede esperar que se vayan cuanto antes y termine la pesadilla. Que sus padres salgan por la puerta y ella pueda refugiarse en los brazos de Pitu para dar rienda suelta a las lágrimas que ahora se agolpan en sus ojos pugnando por salir de una vez. No se siente capaz de seguir aguantando la mirada de desprecio que, fijamente, su madre proyecta sobre ella. Hasta su padre parece reaccionar, boquiabierto pero con el ceño fruncido, ante la revelación que ha acontecido en el pequeño salón en los últimos minutos.
Por fin su madre se mueve, deja de mirarla y coge a su padre del brazo, empujándole hacia la puerta del piso, casi arrollando a Pitu que se aparta justo a tiempo para dejarles pasar.
—¡Vámonos! ¡Vámonos de aquí! —rezonga—. No quiero estar ni un segundo más en esta casa.
Y salen del piso. Sin decir nada más. Sin mirar atrás. Dejando a su hija plantada en medio del salón. Y Pilar se derrumba entonces rompiendo a llorar. Pitu deja caer la mochila al suelo y corre a abrazarla.
—Ya está, cariño, ya está. Ya lo saben. No tienes que preocuparte por más… —musita en el oído de Pilar.
Pero ella llora cada vez más fuerte al darse cuenta de que ha perdido a sus padres y que ya nada volverá a ser como antes.
Lunes por la noche. Juan ve la televisión sentado en el sofá. Ya ha cenado. En el interior del microondas ha dejado un plato para cuando Diego venga de trabajar. Y tiene tantas ganas de que llegue a casa como miedo de saber que esa noche le va a mostrar sus cartas. Que no puede más. Que la situación a la que han llegado es insostenible se mire por dónde se mire. Juan necesita saber si continúa teniendo una pareja en Diego o se han convertido en simples compañeros de piso que también y por casualidad comparten cama.
Son más de las once y media cuando escucha abrirse la puerta del piso. Diego entra en el salón con cara de circunstancias, murmura un «Hola, nene», suelta la bandolera y la cazadora sobre una silla y va directo a la cocina. Sabe que tiene la cena preparada y que sólo tendrá que calentarla. Juan escucha el motor del microondas y, un par de minutos más tarde, el timbre que indica que el temporizador ha terminado. Un momento después Diego reaparece en el salón con el plato en una mano y un vaso de agua en la otra. Se sienta a la mesa y empieza a comer. Juan sigue fijando los ojos en la televisión con la mirada vacía. Por dentro está esperando el momento adecuado. Las palabras pugnan por salir. Es cómo si le subieran por el esófago como un chorro de magma. Pero sabe que tiene que controlarse. Que no puede soltar todo a bocajarro. Que tiene que enfocarlo bien o Diego se pondrá a la defensiva desde el principio.
Al principio piensa que dejará que termine de cenar. Viene cansado y con hambre, no tendría sentido importunarle nada más llegar. Mejor será que se relaje, que piense que es una noche más, que nada extraño pasa. Pero unos momentos después empieza a no poder soportarlo. Se muerde la lengua pero al final abre la boca para hablar.
—¿Qué tal el día? —le pregunta. Bien, es un comienzo. Una pregunta cotidiana y normal. Aunque su tono haya sido más hosco que de costumbre.
—Bien —farfulla Diego tragando la comida—. Duro pero bien —y sigue llevándose la comida a la boca echando esporádicos vistazos al televisor.
Juan exhala el aire con fuerza y vuelve a concentrar su mirada en la serie que están emitiendo. Deja pasar unos minutos. Diego está acabando de cenar. Le ve levantarse y volver con una manzana y un cuchillo para pelarla. Justo cuando se está sentando de nuevo, Juan coge el mando a distancia y apaga el televisor. Mira a Diego, cuya cara expresa contrariedad ante ese gesto, y toma aire.
—Tenemos que hablar —le espeta con toda la tranquilidad de la que es capaz.
Diego le mira con cara de sorpresa, inocente, como si no se imaginara de qué va la historia. Aún tiene la manzana sin pelar en una mano y el cuchillo en la otra.
—Bien, hablemos —claudica dejando ambas cosas sobre la mesa y cruzando las manos a la altura del mentón—. ¿Qué es lo que te pasa? —pregunta con una risa forzada—. Se te ha puesto cara de funeral…
—Supongo que para ti no pasa nada, ¿verdad?
Diego menea negativamente la cabeza y abre mucho los ojos en una expresión totalmente incrédula. Mira a Juan sin entender muy bien qué quiere decirle.
—Bueno, algo debe de pasar para que te pongas tan serio…
Juan suspira exasperado. Se recoloca en el sofá, dirigiendo su cuerpo hacia Diego para poder verle bien.
—Pasa que no puedo más, Diego. Pasa que no entiendo qué nos está pasando… —comienza a decir enarcando las cejas con aire desvalido.
—¿Qué nos está pasando? —repite Diego extrañado—. Yo no creo que nos esté pasando nada…
—¿No crees que nos esté pasando nada? ¿De verdad crees que no nos pasa nada? —contraataca Juan elevando la voz. Diego se echa instintivamente hacia atrás en la silla. Ya se ha puesto en guardia—. ¿Es que no te das cuenta de que nos estamos alejando? ¿De que casi no nos vemos? ¿De que ya casi ni hablamos?
—Juan, no saques las cosas de quicio —responde Diego con una leve sonrisa mientras su mano juguetea con la manzana.
—Claro, yo soy siempre el que saca las cosas de quicio. Yo soy el exagerado que se preocupa cuando ve que su novio, su marido, ya no ante la ley sino en la práctica, es alguien totalmente ausente en su vida… —vuelve a suspirar—. No nos vemos apenas, no hablamos, ya casi ni follamos y tú pretendes que yo haga como si nada —baja la mirada un instante para volver a subirla y clavar sus ojos en los de Diego—. Estoy harto de estas malas rachas. Y estoy harto de ser el único al que le preocupan. Estoy cansado de esperarte por las noches, de que me dejes plantado porque tienes una urgencia o una guardia, de irme a trabajar cuando tú llegas y de acostarme cuando tú te vas…
Diego baja la cabeza y retrae la barbilla en una mueca ofendida. Aún continúa jugueteando con la manzana. Respira sonoramente varias veces, como esperando que Juan prosiga con su discurso. Pero Juan no lo hace. El también espera que Diego diga algo.
—En resumidas cuentas, te molesta que me vuelque en el trabajo… —concluye en un tono de voz contenido pero iracundo.
Juan pone los ojos en blanco y se revuelve nervioso en el sofá.
—¡No seas tan básico, por Dios! ¡El trabajo no es la cuestión!
—¡Pues claro que es la cuestión! —estalla por fin Diego— . Es el trabajo, la dedicación que le doy, el tiempo que paso fuera lo que te molesta.
—¡No! ¡No es eso! ¡Es que no creo que sea incompatible! Por muchas guardias que tengas que hacer, por muchas noches que pases fúera, cuando llegas a casa al menos podrías prestarme un poco de atención que ya no sé si tengo una pareja o un compañero de piso, ¡joder! —exclama con rabia—. Estás ausente, no me cuentas cosas, el tiempo que pasas aquí estás siempre leyendo o estudiando y luego te vas como si nada y yo me siento cada día más sólo y más ridículo. ¡Hasta hay gente que me ha llegado a decir que debes de tener un lío por ahí porque sería la explicación más lógica a tu comportamiento!
Diego esboza media sonrisa irónica al oír esto último.
—¿Quién te ha dicho eso? —pregunta mordaz.
—No importa quién me lo haya dicho. Pero imagínate la cara que se me queda a mí cuando me lo dicen… —gime.
—No tengo ningún lío, Juan. Puedes estar tranquilo… Si no tengo tiempo de estar contigo, no tengo tiempo de estar con nadie…
—Entonces, ¿qué es lo que te pasa conmigo? Porque ya no me siento como si fuera tu pareja sino una mera comparsa… —Juan le mira indefenso.
Diego le sostiene la mirada duramente. Luego la baja, perdiéndola en la superficie de la mesa. Se sonríe para sus adentros y toma aire antes de empezar a hablar.
—Así que te sientes como una mera comparsa —hace una pausa y vuelve a mirarle—. Entonces ya sabes cómo me he sentido yo durante mucho tiempo.
Ahora es Juan el extrañado. Abre los ojos y mira a Diego sin entender.
—¡Ah, claro, no lo entiendes! —vuelve a sonreír con una tristeza casi irónica—. Tú siempre has sido la cabeza visible, el fuerte de esta relación. El chico de las brillantes notas que se sacó una oposición a la primera. El que a los veintipocos se encontró con un trabajo para toda la vida y el futuro resuelto. El funcionario de carrera sin problemas de dinero ni de horarios… ¿Y yo? ¿Qué he sido yo? Yo he sido el chico que se mataba a estudiar dos carreras con poco futuro y menos salidas laborales. El utópico que quería cambiar el mundo y ayudar a los más débiles. El que se ha pateado los curros más indeseables para poder aportar su granito de arena a la economía de esta casa. El que con treinta y muchos seguía trabajando en los putos colectivos gays por un sueldo ínfimo para acabar descubriendo que se habían estado riendo de él. Yo he sido siempre el novio protegido y mantenido…
—¡No digas gilipolleces! —le interrumpe Juan.
—¡Déjame hablar! —le ordena—. Para ti puede que no signifique nada. Ni siquiera digo que lo hayas hecho a propósito. Pero es cómo me he sentido yo muchas veces. El sueldo no me llegaba a fin de mes y ahí estabas tú, solucionando todo a golpe de tarjeta. Lo he aceptado porque creo que en una pareja no debe haber cabida para orgullos de ese tipo pero aún así, es algo que siempre me ha carcomido por dentro, porque yo no estaba a la altura, porque iban pasando los años y mi situación no mejoraba. Y ahora, cuando por fin encuentro un trabajo que me gusta, un trabajo que responde a mis expectativas a todos los niveles y, sí, un trabajo absorbente que me ocupa la mayor parte del tiempo pero que me permite estar a tu misma altura, ahora, ¿precisamente ahora vienes tú a hacerte la damisela ofendida e incomprendida? No me parece justo, Juan, ¿qué quieres que te diga?
Juan, perplejo ante lo que acaba de escuchar, menea la cabeza. Se siente acorralado, vencido en sus argumentos. Pero la explicación le parece insuficiente. Razonable pero insuficiente. Y pueril. ¿Por qué ha esperado tanto tiempo para decirle algo así?
—Puedo entender lo que me dices pero lo que no entiendo es que quieras poner en peligro veinte años de relación por un trabajo…
—¡No estoy poniendo nada en peligro, Juan! ¡Sigo aquí! Ausente, de acuerdo, pero sigo aquí. ¿Es que todavía piensas que en las parejas todo es bonito y de color de rosa? ¿Me he quejado yo cuando tú te has agobiado con las promociones, con tus jefes, con las tareas que te asignaban? No. He aguantado y he estado a tu lado. Y he esperado a que las malas rachas pasaran. Y me parece egoísta que tú no seas capaz de hacer lo mismo. ¿O es que acaso temes que ahora deje de depender de ti?
—No seas tan retorcido —se queja Juan con una mueca de hastío—. Yo sólo tengo miedo de que esto se acabe. Y no quiero quedarme de brazos cruzados viendo como tú te alejas.
—Yo no me estoy alejando, Juan. Eres tú el que está cavando una zanja que nos separa —sentencia levantándose y recogiendo las cosas de su cena—. Eres tú el que no parece querer comportarse como una pareja, el que se mira el ombligo porque ahora se siente solo y prefiere culparme a mí o a mi trabajo de todos los problemas.