Cuando el encuentro se produce el rictus de la pareja cambia de súbito. Las sonrisas desaparecen, las bocas se abren como si quisieran dejar salir palabras que los labios no pueden pronunciar. La expresión de Sara es de culpabilidad, no es capaz de sostenerle la mirada a Lola. La de Ruth es de ingrata sorpresa. No entiende por qué esa chica se ha parado frente a ellas como si esperase una respuesta a algo cuando quedó claro en su momento que lo que hubo entre ellas fue lo que fue. Pero su cara cambia cuando empieza a comprender que la cosa no va tanto con ella como pensaba al comprobar que a quien mira Lola es a Sara. Y Sara agacha la cabeza incómoda y pesarosa. Ruth mira alternativamente a Lola y a su novia. Una y otra vez. Sin entender. O quizá entendiendo que algo ha ocurrido entre las dos al margen de ella.
Lola se alegra de que la lluvia arrecie más y más a cada minuto. Así ninguna de las dos podrá ver que está llorando, que lo que moja sus mejillas no es sólo agua sino sus propias lágrimas, que, al igual que aquella noche pasada con Sara, afloran silenciosamente a través de sus ojos.
—Me alegro de que ya estés bien —dice por fin tras los escasos segundos en los que se han estado estudiando las unas a las otras. Y lo dice con acritud, con rabia, con ira. Con todos los sentimientos negativos que había estado dejando crecer hacia Sara durante el último mes y que trataba de contrarrestar con todo lo bueno que le hizo pasar.
Sara no contesta. Y Ruth ya no mira a Lola, sólo a Sara. La mira boquiabierta esperando una explicación que no llega. Pero ella agacha cada vez más la cabeza, queriendo desaparecer de allí, ser tragada por la tierra en ese preciso instante para no ser taladrada con la mirada inquisitiva y llena de dolor de Lola.
—Me voy —vuelve a decir—. Ya veo que te dejo en buena compañía.
Y se hace a un lado para proseguir su camino. No mira hacia atrás. Paco tira aún con más fuerza de la correa. Siente tentaciones de girar la cabeza, de ver cuál es la reacción de Sara. Pero no le serviría de nada. Sara ha elegido. Ha vuelto con la persona cuya sola mención le provocó un ataque. La que tan mal la trató, a juzgar por lo poco que ella sabía. Cada cual elige como engañarse y destrozarse la vida pero Lola creyó que Sara sería el tipo de persona con la suficiente decencia como para ser honesta con ella. No pensó nunca que sería de las que esconden la cabeza y rehuyen sus responsabilidades. No pensó que sería como todas. Y ahora se da cuenta de que lo es. Es una más. Como ella. Como la propia Ruth. Una pieza más de un engranaje malvado que siempre se ceba con los más débiles.
Ha caminado tan deprisa que cuando se quiere dar cuenta está frente a su portal. También se da cuenta de que el nerviosismo y la desesperación están guiando sus actos. Sube las escaleras a trompicones. Mete la llave en la cerradura con ansiedad, sintiéndose perseguida, acorralada. Entra en casa y cierra la puerta apoyando la espalda contra ella. El sonido que hace al cerrarse le sirve como detonante para derrumbarse. Su cuerpo se desliza por la superficie de la puerta hasta caer al suelo. Lola llora. Con desconsuelo. Con rabia y furia. Lamentándose por no poder dejar de sentir algo por alguien para quien ella no ha significado nada. Una persona que ha vuelto con la que seguramente la destrozó y le hizo perder la cabeza. Lola no lo entiende. Podría si sólo se tratara de que Sara no tiene interés en ella. Eso le dolería. Pero que quiera volver con su verdugo es totalmente incomprensible. Le hiere en lo más hondo. Le hace sentirse débil e insignificante, incapaz de ser merecedora del cariño de nadie. Una paria. Y cuanto más piensa que sólo pasó una noche con Sara más ridicula se siente. Después de tanto tiempo renegando del amor, ¿le bastó una noche para enamorarse de ese modo? Se insulta a sí misma. Se llama niñata inmadura, crédula, gilipollas, insensata. Se fustiga y martiriza en un intento de hacerse más dura y fuerte y que, descubriendo lo absurdo de sus sentimientos, deje de albergarlos en un pecho que parece estar rompiéndose por momentos.
Paco deambula por el recibidor arrastrando la correa tras de sí. El animal está tan mojado como ella y va dejando sus huellas por toda la tarima. Se acerca a Lola queriendo jugar, lamiéndole y mordiéndole la mano, quizá sintiendo que su ama está triste y tratando de consolarla. Pero eso sólo consigue que el llanto de Lola aumente su fuerza. Nada podría consolarla en ese momento.
E
l domingo termina y con él la tranquilidad del fin de semana. Sobre la mesita baja que hay frente al televisor reposan los restos de una cena a base de sobras de otras comidas, embutidos y picoteos varios. Tumbadas en el sofá Pilar y Pitu mantienen sus cuerpos enredados en la típica modorra dominical, mirando sin mucho interés los programas basura que se suceden en los distintos canales. Pilar está medio dormida sobre el pecho de Pitu, satisfecha de que últimamente su mujer tenga turno de día y los fines de semana libres. Por fin sus vidas empiezan a parecer normales, llevar el mismo ritmo, permitiéndoles disfrutar más de su mutua compañía.
El sonido de su móvil la saca del sopor de golpe. Se incorpora y busca el aparato entre las cosas que cubren la mesita. Lo encuentra y antes de descolgar comprueba en la pantalla quien está llamando: «Mis padres». Lo dice en voz alta casi sin darse cuenta. Pulsa el botón de responder y se arma de valor para ese mal trago que siempre le supone hablar con ellos. Su rostro ha perdido la relajación que lo dominaba hasta ese momento. Pitu permanece a su lado observándola alerta porque es consciente de lo mucho que le cuesta a Pilar mantener una relación cordial con sus padres. Y más desde que se casó con ella sin querer hacerles partícipe del evento.
—Hola —dice Pilar tratando de disimular el hastío de su voz.
—Hola, hija —responde su madre al otro lado—. ¿Cómo estás?
—Bien, bien —se apresura en contestar Pilar aunque sabe que por su parte la conversación no dará para mucho más—. ¿Y vosotros?
—Bien también… —su madre hace una breve pausa, Pilar oye murmullos de fondo—. Escucha, te llamo porque mañana tenemos que ir a Madrid para la revisión de tu padre. Así que por la tarde podríamos quedar a comer o a tomar algo y así te vemos. Que hija, como hace tanto que no vienes a vernos… —le reprocha su madre en ese tono lastimero en el que es toda una especialista.
—No he podido ir, mamá. Ya sabes que estoy muy liada… —se excusa Pilar removiéndose incómoda en el sofá.
—Ya, ya, ya… —le dice su madre con acritud—. ¿A qué hora sales de trabajar mañana?
—Ya lo sabes, mamá —responde con tono cansino—. A las cuatro…
—Bueno, es tarde pero todavía se puede comer… Podemos ir a buscarte a la salida y comer por la zona. Porque sigues trabajando en el mismo sitio, ¿verdad?
—Sí, mamá… —contesta Pilar nerviosa, deseando que la llamada termine cuanto antes.
—Pues hacemos eso. Cuando salgamos del médico, te llamamos y te decimos algo, ¿vale?
—Vale…
—Venga, mañana nos vemos. Un beso, hija.
—Un beso…
Pilar pulsa el botón de finalización de llamada y se queda mirando el móvil unos instantes con aire de abatimiento. Finalmente lo deja sobre la mesita, se levanta y comienza a recoger los platos sucios y los restos de comida.
—¿Qué pasa? —le pregunta Pitu desde el sofá.
—Mis padres vienen mañana —responde escueta Pilar iniciando el primer viaje a la cocina.
Deja los platos aún con restos sobre la encimera. Con sensación de derrota apoya las manos sobre ella y observa el fondo del fregadero con la mirada perdida. Pitu entra en la cocina y le rodea la cintura desde atrás. Le da un tierno beso en la cabeza y le susurra al oído un «No te preocupes» que acrecienta aún más su desazón.
Porque los padres de Pilar apenas saben nada de ella. Desde que se marchó del pueblo ha regresado en varias ocasiones, no más de dos o tres veces al año, siempre en fechas señaladas, y con el tiempo ha ido perfeccionando su interpretación de mujer anodina que se dedica únicamente a trabajar en la gran ciudad pero que no tiene vida personal. Ha aguantado estoicamente todas las preguntas de amigos y familiares, intensificadas a medida que iba cumpliendo años, acerca de cuándo iba a darles la sorpresa anunciándoles su boda. Su boda con un buen mozo, por supuesto. Porque nadie, absolutamente nadie, ni sus padres, ni sus tíos y primos ni los amigos y conocidos del pueblo, sabe que a Pilar le gustan las mujeres. Es más, está convencida de que ni siquiera han llegado a sospecharlo. Sus mentes son tan obtusas que cuando una mujer no manifiesta interés por los hombres es que, sin más, carece de deseo. Jamás se les ocurriría pensar que la ausencia de parejas masculinas en su vida es síntoma de que existan otras femeninas. Y en esa línea de pensamiento, una mujer a la que nunca se le ha conocido novio es porque tiene vocación de solterona. En ese pequeño pueblo castellano en el que creció saben que existen los maricones porque cada vez que ponen la televisión aparecen a docenas ante sus ojos. Pero eso es normal. Porque los hombres son sexuales. Y viciosos en la mayoría de los casos, sobre todo si les gustan otros hombres. De las lesbianas no saben nada. Han oído hablar de ellas pero como nunca las han visto en su comprensión de la vida directamente no existen.
Y sus padres siguen a pies juntillas esa visión del mundo. Jamás le han preguntado si salía con algún chico. Es más, Pilar está convencida de que su padre duerme más tranquilo pensando que ningún cabrón desalmado le pone la mano encima a su niña. Nunca le ha preguntado cuándo va a casarse. A lo máximo que llega es a preguntarle cuándo se piensa sacar el carnet de conducir para comprarse un coche y venir a verles más a menudo. Y Pilar ha tenido siempre el mismo interés en aprender a conducir como en salir con hombres. Ninguno. Su madre es otro cantar. En algún momento Pilar ha tenido la sensación de que quizá a ella sí se le habría pasado por la cabeza la posibilidad de que los gustos de su hija fueran por otros derroteros. Pero si es cierto que lo sospecha, su madre se cuida muy mucho de hacerlo notar. De lo que sí se han encargado ambos es de dejar claro el profundo disgusto y asco que les produce "esa gentuza" que una vez al año toma las calles de Madrid y se dedica a hacer el payaso en la esperpéntica cabalgata que montan para celebrar sus desviaciones y perversiones.
Cada vez que Pilar ha pensado en sincerarse con sus padres no ha tenido más que recordar todos esos despectivos comentarios para echarse atrás. Y puede que ser honesta consigo misma sea importante pero también hay que ser realista. Desde que tiene uso de razón ha existido un infranqueable muro entre ella y sus padres. Pilar siempre ha estado a un lado y ellos al otro y cualquier intento de traspasar ese imaginario obstáculo era frenado incluso antes de surgir. Ella era la cría inexperta y ellos los padres en absoluta posesión de la razón. Sus obligaciones se reducían a ayudar a su madre en las tareas domésticas y convertirse así en una buena ama de casa porque no valía para nada más. Con los estudios sólo fueron estrictos en lo tocante a acabar el instituto porque era lo que todo el mundo hacía pero nunca le preguntaron si quería estudiar una carrera universitaria. Eso a ella no le iba a hacer falta porque su destino sería otro. Casarse con algún muchacho del pueblo y honrarle con una manada de churumbeles que la mantendría suficientemente ocupada los siguientes veinte años.
Por ello no encajaron demasiado bien que Pilar decidiera marcharse del pueblo para buscarse la vida en Madrid. No la animaron sino más bien al contrario, hicieron todo lo posible por desalentarla, aduciendo que ella, una chica de pueblo sin estudios ni cultura, no tenía nada que hacer allí y no tardaría en volver con el rabo entre las piernas. Así se daría cuenta de que su lugar estaba en el pueblo y que Madrid sólo le serviría para cerciorarse de que nunca llegaría a nada. Aún así, muerta de miedo y de incertidumbre, se marchó. Secretamente se juró a sí misma que no volvería a aquél opresivo lugar a menos que fuera cuestión de vida o muerte. Intuía que si lo hacía sería como sentenciarse a sí misma.
No volvió. Luchó y peleó por hacerse un hueco en esa ciudad menos inhóspita de lo que había llegado a creer. Y cada vez que iba de visita se hacía más palpable que el distanciamiento con sus padres crecía de modo superlativo. Si antes tenían poco que contarse, los escasos días que permanecía en su pueblo natal pasaban lenta y tediosamente, comunicándose con aquellos que la trajeron al mundo a base de monosílabos, respondiendo con frases hechas a los conocidos que la interpelaban por su nueva vida, rehuyendo las preguntas incómodas y sintiendo un alivio supremo cuando por fin montaba en el autobús que la llevaría de vuelta a Madrid, a su casa. Aunque su casa fuera un piso de alquiler compartido con otro par de chicas. Era su hogar mucho más que ese en el que había crecido. Suspiraba por el consuelo que le suponía dejar atrás las pocas casas que formaban el pequeño pueblo sabiendo que la próxima vez que viese esas mismas construcciones, al volver en su siguiente visita, ese consuelo volvería a transformarse en la angustia de regresar al lugar del que había huido.
Eran extrañas y contradictorias las sensaciones que albergaba en su interior cuando avistaba su pueblo desde el autobús en cada viaje. Por un lado se sentía como un preso conducido al patíbulo, se le oprimía el corazón en el pecho y los hombros se le cargaban con un peso insoportable. Por otro sentía alivio de saber que su vida de verdad transcurría muy lejos y satisfacción por haber tenido el suficiente valor como para haberse largado de allí antes de que fuera demasiado tarde. Cuando se cruza por las calles de la pequeña localidad con caras conocidas baja la cabeza instintivamente. O mira hacia otro lado, como si la cosa no fuera con ella, evitando que la persona poseedora de ese rostro pueda decirle algo. Allí todo sigue como siempre. Sus compañeros de instituto sólo han cambiado físicamente. Ellos están más gordos y más calvos y ellas más teñidas y también más gordas. Algunos se encargan de los negocios familiares y otros siguen dedicándose a vivir de la sopaboba. De los pocos que, como ella, se fueron del pueblo se habla en susurros, como si les hubieran traicionado, y siempre terminan las frases con la coletilla de qué verán en Madrid (o Barcelona o la ciudad que sea) que no haya en el pueblo.
Por esa y otras muchas razones hace mucho que Pilar no va a ver a sus padres. Desde que empezó con Pitu las visitas se redujeron al mínimo indispensable. Prefería gastar con su novia el tiempo libre del que pudiera disponer. Y tampoco quería que sus padres la viesen más animada y contenta, más feliz de lo que nunca la hubieran podido ver, y que empezaran a sospechar que había cosas que no les contaba.