Antes de que Sara pueda decir algo, Lola se levanta del taburete y en un rápido movimiento alcanza la puerta de la cafetería y sale por ella sin dirigirle una última mirada, sin girar la cabeza para comprobar cuál ha sido la reacción que su discurso ha provocado. A través del ventanal Sara ve cómo se aleja con paso resuelto y se pierde tras una esquina.
Estupefacta, abofeteada por la verborrea de Lola, Sara no reacciona. Sigue mirando a través del ventanal de forma mecánica, sin ver realmente lo que hay tras él. Pasados varios segundos aparta la mirada, la dirige a su vaso y le da un trago por hacer algo. Pero el café le sabe muy amargo. Vuelve a dejarlo sobre la mesa y observa a la gente que hay allí, tratando de averiguar si la escena les ha llamado la atención. Incómoda, se levanta del taburete y sale a la calle desorientada.
Lola llega hasta su edificio en menos de un minuto. Le tiembla todo el cuerpo. Respira con dificultad y siente como el corazón le late con tanta fuerza que pareciera querer salirse de su pecho. Se refugia en el portal y ya dentro, a oscuras, tiene que apoyarse en la pared para no desplomarse. Las lágrimas, esas lágrimas que ha contenido con todas sus fuerzas mientras le espetaba a Sara todo lo que pensaba, se le saltan. Le hierve la sangre. Siente dolor y rabia a partes iguales. Dolor porque sabe que no volverá a ver a Sara, que todo fue una fantasía, una ilusión de su mente. Rabia por el modo en que se ha dejado arrastrar por la estela de algo tan fugaz. Ella antes lo tenía todo muy claro. No enamorarse jamás, no sentir nada por ninguna mujer. Así no haría ni le harían daño. Nunca debió confiarse y bajar la guardia. ¿Por qué pensó que con Sara sería distinto? Ni ella misma lo sabe. Lo pensó y se equivocó y ahora está pagando las consecuencias de su error. Pero en el futuro, tanto en el próximo como en el lejano, pondrá un mayor cuidado si cabe en que eso no vuelva a suceder. Le da igual lo que tantas veces le dicen, esa cansina monserga de que aún es muy joven y le queda mucho camino por delante. Eso ya lo sabe. Pero es decisión suya si quiere recorrer ese camino sola o en compañía. Y no, no cree que pueda encontrar a alguien. La gente está muy desquiciada. Toda la gente. Incluida ella misma.
Sube hasta su piso con lentitud, demorándose en cada escalón, sintiendo una tristeza derrotada que le oprime el pecho. Y sabe que ya ni siquiera es por Sara. Es por todo. Por la sensación de desesperanza que la domina, por la desilusión, por ese vacío que continúa creciendo en su interior y que creyó que pararía cuando conoció a esa mujer que, consciente o inconscientemente, la ha utilizado. Entra en casa. El perro le hace fiestas. Debería bajarle pero ya no tiene ganas de volver a la calle. Piensa en tumbarse en la cama o en el sofá pero la inquietud que la agita se lo impide. Camina de una punta del piso a otra, nerviosa, angustiada, aún con lágrimas en los ojos, lágrimas que salen solas, sin que nadie las llame, sin que nada las provoque. Su gesto no es de llanto sino de perplejidad. Paco la sigue a pasos cortos, respirando sonoramente, saltando hacia sus piernas cada poco rato, reclamando su atención. Pero ella no le ve, apenas nota su presencia. La cabeza le va a estallar.
Con el paso de los minutos la perplejidad vuelve a convertirse en la furia que la dominaba en la cafetería. En la cabeza se le agolpan todas las cosas que podría haberle dicho a Sara. Las frases van acudiendo a su mente con la rapidez de los relámpagos. Frases hirientes, ofensivas, dañinas. Tal vez haya sido mejor no decirlas pero ahora le queman en la lengua. No tiene ningún sentido seguir pensando en ello. Ya le ha dicho lo que tenía que decirle, lo más importante. Y la ha dejado con la palabra en la boca y se ha marchado. Ella misma ha cerrado la puerta a cualquier otra posibilidad. Pero, ¿qué posibilidad? Sara ha vuelto con esa Ruth que trató a Lola de un modo tan frío y distante, tan cruel y que tal vez se comporte del mismo modo con Sara. O tal vez no, quién sabe. Quizá Ruth sea un encanto en otras circunstancias, con otras personas. Y quizá Sara no sea esa mujer casi perfecta que Lola ha estado idealizando. Puede que hasta la culpa de la ruptura fuera de la propia Sara y no de Ruth, como ha llegado a pensar. Nunca lo sabrá. Como tampoco sabrá lo que ocurre con ellas. A esas alturas lo único que le queda claro es que cada cual elige la forma en que quiere destrozarse la vida. Y el modo en que quiere auto-engañarse, mentirse a sí mismo y a los demás. Y cada cual encontrará siempre perfectas justificaciones a los errores que haya cometido y a sus malos comportamientos argumentando sin sombra de duda ni mala conciencia las razones por las que ha herido a los demás. Porque todo ser humano puede ser, sin necesidad de proponérselo, víctima y verdugo al mismo tiempo. De su propia existencia y de la de los demás.
E
se viernes, un día después del desencuentro con Lola, Sara vuelve a quedarse a dormir en casa de Ruth decidida a concentrar su atención y su esfuerzo en averiguar qué es lo que pasa con su novia. Pero Ruth sigue encerrada en su mutismo aunque lo disfrace de un casual cansancio. Se acuestan antes de la medianoche. En la cama no se rozan ni se buscan. Cada una se refugia en un extremo de la cama hasta quedarse dormida. Si a lo largo de la noche sus cuerpos llegan a tocarse es porque no pueden controlarlo, no porque lo quieran.
A la mañana siguiente Sara escucha a Ruth levantarse a una hora más temprana de lo que es habitual en ella un sábado. La oye ducharse. Mas tarde, a través de la nebulosa de un sueño pesado del que no se siente con fuerzas de despertar, la ve en el dormitorio vistiéndose. Luego sale del piso cerrando la puerta con cuidado. Poco después o puede que mucho, el sopor de Sara le impide discernirlo, regresa. A los pocos minutos le llega un aroma a café recién hecho que le despierta el apetito. Venciendo su propia pereza, se levanta de la cama y aparece en el salón. Ruth está sentada en el sofá leyendo el periódico y desayunando. Por inercia se acerca a ella a darle un beso de buenos días. Ruth se lo devuelve, distraída y ausente, y continúa leyendo. Sara suspira levemente y se mete en el baño para darse ella también una ducha.
Al salir y dirigirse al dormitorio para vestirse puede comprobar que Ruth no ha cambiado de postura. Sigue con la mirada fija en el periódico, sigue bebiendo café a sorbos. La única diferencia es que ahora está fumando un cigarrillo. Sara sacude la cabeza, entra en la habitación y se sienta en el borde de la cama con la toalla húmeda aún enrollada en su cuerpo. Agacha la cabeza y se mira pensativa los dedos de los pies. Se siente impotente, atrapada en un bucle que se repite sin fin. Una parte de ella trata de convencerla de que no está sucediendo nada anormal. Ruth está un poco rara, sí, de acuerdo. Pero todo el mundo tiene malas rachas. Ella no le ha dado ninguna explicación acerca del encuentro con Lola y eso quizá la pueda haber molestado. Pero la otra parte le recuerda que Ruth tampoco ha abierto la boca. Ni le ha preguntado de qué conoce a esa chica ni le ha contado que ella misma también la conoce. Las dos están ocultando algo. Y ninguna de las dos está cumpliendo la promesa que se hicieron de hablar de lo que les pudiera ocasionar problemas. Sara está cansada de ser siempre la que tira de un carro tan pesado mientras la otra mula se niega a moverse. Es agotador.
Se levanta de la cama y comienza a vestirse. Se dice a sí misma que hará un último intento, que le concederá a Ruth por última vez el beneplácito de la duda. No cree que pueda aguantar más. El dolor de perderla de nuevo se está transformando en hastío, en desencanto. Y empieza a dudar de que merezca la pena seguir intentándolo. Pero lo hará. Sara es de las que lo intenta hasta el final. Hasta el límite de sus fuerzas.
Ya vestida sale de nuevo al salón. Se sienta al lado de Ruth y se recuesta sobre su hombro. Ella la acoge mecánicamente, sin levantar la vista de la lectura.
—¿Quieres que prepare algo especial para comer? —le pregunta al cabo de un momento.
—Como quieras, nena —musita su novia.
—¿Hago una paella?
Ruth levanta la cabeza y la mira como si hubiera dicho una tontería.
—¿Y dónde la vas a hacer si no tengo paellera? —le pregunta con sorna.
—¿No tienes nada dónde pueda hacerla?
—No —se ríe y vuelve a mirar el periódico—. No te compliques, Sara. Haz cualquier cosa. O si lo prefieres salimos a comer fuera.
—Pero me apetece cocinar —protesta con fastidio.
—Pues haz otra cosa. No sé, pasta o algo así…
—Pasta o algo así —repite Sara por lo bajo con acritud y burla. Se levanta del sofá—. Voy a bajar a la calle a comprar, a ver si así se me ocurre algo… —le anuncia.
—Vale…
Sara se pone una cazadora y sale del piso. Se acerca a un supermercado cercano por cuyos pasillos deambula un buen rato sin acabar de decidirse por una comida en especial. Va echando en la cesta algunos artículos absurdos por innecesarios o por excesivamente caros. Y podría seguir así indefinidamente si no fuera porque cuando va a doblar una esquina para dirigirse al pasillo contiguo se topa con su reflejo deformado en uno de esos espejos redondos que se colocan para vigilar a los clientes. Se mira a sí misma durante unos momentos sin reconocerse. Y con la mirada clavada en ese espejo nota cómo algo se revuelve dentro de ella. Un conato de ataque de ansiedad se apodera de su pecho. Su respiración se acelera mientras Sara se pregunta a sí misma qué le está pasando. Deja la cesta en el suelo, junto a los estantes, y sale del supermercado sin comprar nada.
Regresa al piso apurada. Entra en él sin hacer ruido. Desde la puerta de la cocina observa a Ruth en el salón. Ha cambiado el sofá y el periódico por la silla y el ordenador. Contempla la pantalla totalmente absorta. Sara la mira, todavía calmando su respiración apurada, y siente que sus ojos se abren por primera vez en meses. Observa a su novia sentada impertérrita frente al ordenador, ajena a cualquier cosa que no sea ella misma y Sara entonces se pregunta qué hace allí. Es absurdo continuar esperando que las cosas vuelvan a ir como al principio. Esa relación nunca va a funcionar. Ruth no va a cambiar. O puede que algún día lo haga, cuando no le quede más remedio, pero ella ya no quiere esperar a que llegue ese día porque no tiene garantías. Ni confía en ella. Ha perdido demasiado tiempo ya. Ha luchado y peleado. Ruth pareció querer luchar y pelear hace unas semanas pero ahora ha vuelto a su rincón del ring y se niega a moverse. Y Sara está en medio del cuadrilátero, esperando, dispuesta a dejarse la piel en un combate que ya poco importa quién gane porque es la realidad la que está venciendo por K.O. técnico. La realidad que, en ese momento, al fin, después de todo el tiempo que ha pasado, le está haciendo ver a Sara lo que realmente ocurre. Que Ruth no sabe lo que quiere, que nunca la querrá lo suficiente, que si siguen juntas continuarán indefinidamente en esa montaña rusa emocional en la que están montadas y que las marea un poco más a cada vuelta. Y se da cuenta también de que hablarlo no serviría para nada. Sólo para prolongar la agonía. Hablarlo podría ser una solución temporal pero poco después Ruth volvería a las andadas, a sus miedos, a su mutismo, a su parálisis. Ruth no puede mantener una relación. En el fondo no es más que una cría que ni sabe lo que quiere ni lo que no quiere. Seguir a su lado es estar indefinidamente expuesta a sus cambios de humor, a ser lo más importante para ella en un momento dado y un estorbo al siguiente, es seguir viviendo a su lado con miedo, con una incertidumbre demasiado confusa como para poder afrontarla. Dejarla es la única opción posible. Dejarla, alejarse de ella, no enredarse en promesas de felicidad inconclusas que sólo prolongan la agonía de saber que el final llegará más pronto que tarde.
Y tal vez dejarla sea lo que su autoestima necesita. En pocas ocasiones ella ha dejado las relaciones. Siempre ha luchado hasta el final, agotando las posibilidades, su propia paciencia y casi poniendo en juego su salud mental. Y ya no puede más. Tomar la decisión de dejar a Ruth es la única forma en la que puede conseguir desengancharse de ella y volver a tomar las riendas de su vida.
Se sorprende de verlo tan claro. Se sorprende de no sentir ese dolor desgarrado que la asoló cuando Ruth la dejó la primera vez. El dolor que ahora nota en su pecho es distinto. Es enorme, inmenso, pero necesario. Y tiene que vencerlo si quiere que las cosas cambien. Sobreponerse a ese dolor. No hacerle caso. Obviar todo lo que siente por Ruth. Por muy enamorada que esté de ella nunca será feliz a su lado. Es en esa convicción en la que tiene que concentrarse. Dejar a Ruth y alejarse de ella. Con decisión, sin pensar en la posibilidad de volver atrás. Esta vez no habrá otra oportunidad.
Cruza el salón en dirección al dormitorio. Al pasar junto a Ruth ella deja caer un «¿ya estás aquí» dubitativo que ni espera ni obtiene respuesta. En la habitación Sara coge su mochila y comienza a guardar su ropa y sus cosas dentro de ella. Con calma y tranquilidad, con la mente clara y el pulso firme. Luego entra al baño con la mochila al hombro. Va a coger el cepillo de dientes pero su mano se queda a medio camino. No le importa el cepillo de dientes. No quiere llevárselo. No lo necesita. Puede comprar los que quiera. Pero deja la mochila entre sus piernas y se lava la cara con agua fría. Para darse fuerzas, para asegurarse de que todo es real. Se seca la cara y vuelve a colocarse la mochila al hombro. Y justo cuando va a salir se topa con Ruth que estaba a punto de entrar también al baño.
—¿Qué haces? ¿Te vas? —pregunta extrañada—. ¿No ibas a hacer la comida?
—Sí, me voy.
Se miran a los ojos. Sara esperando que Ruth comprenda lo que está ocurriendo. Ruth sin acabar de entenderlo. Frunce las cejas en un gesto interrogante.
—Te dejo, Ruth —anuncia Sara. Y a continuación la hace a un lado para poder salir del baño.
Ruth, estupefacta y con la boca abierta, sale del baño tras ella. En mitad del salón la detiene agarrándola del brazo. Sara se vuelve y la mira con expresión de hastío.
—Pero, ¿qué es lo que pasa ahora? ¿Qué es lo que he hecho? ¿Por qué me dejas? —pregunta atropelladamente. Luego, como si no le pudiera dar otra explicación, aventura—, ¿es por esa chica?
Sara sonríe amargamente. Incrédula y alucinada de comprobar, una vez más, lo ciega que puede llegar a estar Ruth.
—No, no es por esa chica. Es por ti. Esta relación no tiene ningún sentido ya. Tú no estás dispuesta a luchar por ella en la misma medida que yo. Y yo ya estoy cansada de luchar por las dos. Esto es lo mejor…