Mientras tanto, a las afueras de Madrid, en un pequeño piso de protección oficial, Pilar y Pitu duermen la siesta del sábado por la tarde. Sin ser capaz de quedarse del todo dormida, Pilar sigue pensando en lo sucedido con sus padres. En el fondo era lo que siempre había esperado de ellos. Por eso siempre les ocultó la verdad. ¿Y qué importa ya, después de todo? ¿Qué gana con continuar dándole vueltas al asunto? Cuando Pilar les llamó unos días después su madre apenas quiso dirigirle la palabra. Fue tajante en su postura y le dijo que ni ella ni su padre la consideraban ya hija suya sin importarle el daño que pudieran infligirle esas palabras. Así de típico, así de tópico. Pero a ella le dolió menos de lo que esperaba. Hacía mucho que sus padres demostraron no comportarse como tales. Lo sucedido sólo servía para constatar un hecho obvio desde tiempo atrás. Y por mucho que duela aceptarlo, unos padres que no aceptan la realidad de sus hijos —sobre todo cuando se trata de una realidad que no es dañina sino que, al contrario, les hace felices— no pueden ser considerados como padres. Pilar cree que la familia de sangre está sobrevalorada. La verdadera familia se construye día a día con la gente que tienes a tu alrededor. A veces puede coincidir que compartas un parentesco directo con esas personas pero en muchas otras ocasiones la familia se construye en horizontal. La forman los amigos, las personas que están a tu lado y te ayudan sin esperar nada a cambio. La familia de Pilar la compone su mujer. Y sus amigos. Toda esa gente a la que quiere y que están juntos porque así lo desean, no porque las normas sociales les obliguen a ello. Esa es su verdadera familia. No necesita más. Su otra familia, esa que esgrime el vínculo de sangre como estandarte, no le ha producido más que dolor. Y no quiere sentir más dolor. Ya ha tenido suficiente.
Volviendo a la capital, a la gran ciudad, en otro piso más o menos céntrico, Juan ve la televisión con desgana y hastío. Diego estudia y toma apuntes sobre la mesa del salón. El ambiente es enrarecido entre ellos desde la conversación que mantuvieron. Apenas se han dirigido la palabra desde entonces. Mantienen un trato neutral pero incómodo. Juan no ha querido volver a sacar el tema y Diego ha obviado la discusión. Se pregunta hasta cuándo podrán seguir así. Se pregunta también si él estará sacando las cosas de quicio y la realidad no es tan nefasta como se empeña en pintarla. Durante el intermedio publicitario del programa que está viendo deja la mirada perdida y, por casualidad, se cruza con la de Diego.
—Lo superaremos. No te preocupes —le dice con una leve sonrisa antes de retornar la mirada al libro.
Juan asiente con la cabeza muy lentamente volviendo a mirar al televisor. Quiere creerle. Quiere creerle con todas sus fuerzas aunque ya le queden muy pocas. ¿Será que después de veinte años ha llegado el momento de plantearse si esa unión que mantienen no es tan definitiva como siempre han pensado? ¿Será que ya no sienten amor sino sólo un leve compañerismo, un poso de cariño y costumbre que les ha mantenido juntos? Pensarlo le llena de tristeza y congoja. Mira a Diego, absorto en sus apuntes, y piensa que no se imagina con otro que no sea él. Pero, ¿realmente es una buena idea seguir cuando se ha dejado de estar seguro?
Y más al centro, casi en pleno barrio de Chueca, Lola regresa a su piso de diseño y salón obscenamente grande. Viene cargada de bolsas. Esa noche va a dar una fiesta. Y la perspectiva de llenar su casa de gente la anima sobremanera. Beberá, bailará, reirá y conocerá a gente nueva. Coqueteará con todas las que pueda y espera acabar en la cama con alguna. Se ha propuesto ser frivola y superficial en lugar de sufrir por cosas que no tienen solución.
Se da una ducha, se viste y se seca el pelo. Plantada frente al espejo decide que esa noche volverá a maquillarse. Ya está cansada de ir a cara descubierta. Y no sólo se pintará los ojos, como es su costumbre. No. Maquillará toda su cara. Hasta recubrirla por completo y que la niña que hay debajo quede casi irreconocible. Nadie volverá a hacerla daño. Lo hará ella si es necesario.
Unas horas después, con el piso ya lleno de gente, Lola se transforma de nuevo en la perfecta anfitriona hablando con todo el mundo, lanzando insinuaciones a aquellas que le gustan, interpretando a la perfección ese papel que nunca debió abandonar. El de alguien que ya no espera nada más que su propia satisfacción.
No muy lejos de allí Ruth está sentada en el sofá de una sala de espera. Mueve la pierna nerviosamente y se muerde las uñas porque no puede fumar mientras espera. Una puerta se abre y una mujer de su misma edad pronuncia su nombre, indicándole que puede pasar. Ruth se levanta y sigue a la mujer que la ha llamado hasta el interior de la otra sala. Se sienta en una de las dos sillas que hay frente a una gran mesa de madera maciza. La mujer se sienta tras esa misma mesa y mira a Ruth expectante. Ella le sostiene la mirada unos segundos y luego se dedica a pasearla por la habitación, deteniéndose brevemente en la figura de la mujer de cuando en cuando. Tras quince minutos así, menea la cabeza y abre la boca para hablar. Pero antes de que pueda hacerlo la mujer la interrumpe.
—No crees que esto te vaya a servir de ayuda, ¿verdad?
Ruth cierra la boca de golpe. Sonríe débilmente y vuelve a menear la cabeza.
—No. La verdad es que no.
—Entonces, ¿por qué estás aquí? ¿Por qué esa prisa para te atiendan un sábado por la tarde?
Ruth vuelve a sostenerle la mirada. ¿Qué podría decirle cuando ni ella misma entiende lo que le ocurre? ¿Cómo podría ayudarla esa mujer si ni siquiera ella puede explicarle cuál es el problema?
—Porque… —comienza—. Porque siempre acabo haciendo daño a quienes intento querer. Porque me cuesta querer. Porque no sé lo que estoy haciendo. Porque yo no era así… —suspira con tristeza—. Porque no quiero ser así —añade finalmente.
La mujer ha escuchado a Ruth atentamente y asiente con respeto. Luego baja la mirada hacia un pequeño taco de folios y toma algunas notas. Al acabar mira de nuevo a Ruth esperando que diga algo más. Pero Ruth se ha quedado exhausta después de pronunciar esas frases en voz alta. Durante el resto de la consulta no es capaz de decir mucho más. Antes de marcharse la psicóloga le pregunta si quiere cita para otro día. A punto de alcanzar la puerta, Ruth se gira y la mira.
—Sí. Creo que sí —dice derrumbándose, con los ojos vidriosos a punto de llorar.
La psicóloga consulta una agenda y le propone una tarde de la semana que viene. Ruth acepta y la mujer lo apunta. Luego lo vuelve a escribir en un papelito que le tiende.
—Adiós —se despide saliendo por la puerta.
—Hasta el próximo día, Ruth —escucha a sus espaldas.
Sale del majestuoso edificio ubicado en plena Gran Vía, muy cerca de Plaza de España. Está anocheciendo. Ruth echa a andar calle abajo por inercia. Camina totalmente ajena a lo que sucede a su alrededor. Va metida en su mundo y percibe lo que viene del exterior con la misma sensación de irrealidad que la que deben sentir los buzos al percibir el sonoro silencio de las profundidades oceánicas.
Sin darse cuenta ha llegado hasta el Templo de Debod. Y al recordar la última vez que estuvo allí comienza a llorar. Sin poderlo pero también sin quererlo evitar. Ha entrado en una vía muerta. Es el momento de dar marcha atrás y buscar otra salida.
Y, ahora sí, muy lejos de Madrid ya, Sara viaja de madrugada en un incómodo tren que tardará ocho horas en llevarla hasta Barcelona. Esa tarde sintió un repentino arrebato mientras estaba en casa. Metió algo de ropa en una bolsa y se plantó en la estación de Chamartín dispuesta a coger el primer tren que se dirigiera a la ciudad condal. Poco le importó viajar en el Costa Brava a sabiendas de lo largo del trayecto. Sólo quería poner tierra de por medio. La última semana había transcurrido como una pesadilla y no estaba muy segura de poder seguir soportando la ansiedad durante más tiempo.
Ahora está sentada en el vagón cafetería. La venta hace rato que se ha cerrado pero ella continúa allí, leyendo, pensando, mirando hacia la negrura infinita que se extiende al otro lado de las ventanillas. Apenas un par de personas más comparten el vagón con ella en ese momento. El resto hace rato que se fueron a sus respectivos vagones a intentar dormir. Ella no, aunque también podría haberlo hecho. No se cree capaz de dormir. Según se va alejando de Madrid siente que algo se remueve dentro de ella. Una pequeña esperanza, la creencia de que haciendo eso va dar un paso definitivo en su recuperación, en su proceso de desintoxicación de Ruth, de la capital, de todo aquello en torno a lo cual ha girado su vida durante el último año y medio. Piensa en la gente que deja atrás. No en Ruth, por supuesto. Ruth es algo que debe clasificar aparte. Piensa en todas las personas que le han demostrado su amistad durante todo ese tiempo. Juan, Ali, Pilar… Incluso también Lola. Siente tristeza por estar pensando en sacarlos de su vida. Pero ha llegado el momento de pensar en sí misma.
Llega a la estación de Sants poco después de las siete de la mañana. Los altavoces la reciben emitiendo sus mensajes en catalán y sólo con eso Sara ya empieza a sentirse en casa. Se dirige al metro, tan familiar, ese convoy que entra en la estación por el lado izquierdo en lugar de por el derecho, como en Madrid. Lo había olvidado por la falta de costumbre. Por eso miró al lado equivocado cuando escuchó el ruido del tren. Ha tomado la línea que pasa por la Plaza Cataluña. Empieza a clarear cuando sale a la superficie. Mira a su alrededor, a los edificios y los comercios, a las calles aledañas… Lugares tantas veces escenario de muchas de sus vivencias pasadas y que ya casi tenía olvidados por completo.
Con una sonrisa en los labios echa a andar Ramblas abajo hasta el puerto. El sol está a punto de reventar en el horizonte cuando pasa junto a la estatua de Colón. Se sienta en uno de los bancos del embarcadero y contempla el mar y el amanecer, las gaviotas que sobrevuelan por encima de su cabeza. Aspira profundamente el olor a sal y al hacerlo se reencuentra con el lugar al que pertenece. Por fin está en casa.
Un rato después desanda sus propios pasos y busca una cafetería por las Ramblas donde pueda desayunar. Con el estómago por fin lleno y fumando un cigarrillo con lo que le queda del café, agarra el móvil y busca el número de Sofía. Aún es pronto para su antigua compañera de piso pero no puede aguantar más. Después de muchos tonos, la voz somnolienta de su amiga le responde al otro lado, confusa y desorientada. Sara apenas le da tiempo a hablar y le anuncia que está en la ciudad. Sofía parece despertarse de golpe.
—¡No jodas! —exclama—. ¿Vienes para quedarte?
—Aún no lo sé. Pero vengo a averiguarlo —contesta con una sonrisa sosegada y casi feliz.
Desde que en 2003 comencé a escribir
A por todas
hasta este 2007 en el que he puesto el punto final a la trilogía ha habido mucha gente que me ha ayudado, a veces incluso sin saberlo, a dar forma a los personajes que pueblan sus páginas. Y es a ellos, más que a mi propio esfuerzo, a quienes debo que estas historias hayan salido adelante.
Sobre todo a José María, amigo fiel, lector y crítico (siempre en ese orden) cuyo nombre merecería estar encima del mío en la portada. Y también a Puri, que ha sabido demostrar que la amistad no se dice ni se promete sino que se cumple día a día. A Trini, que incluso en la distancia sigue estando más presente que otros muchos. A Olaya, porque resulta tremendamente inspirador tener cerca a una persona tan llena de talento. A Vanesa, porque, al igual que la anterior, rebosa talento y sabe captar la esencia del momento con esa cámara que es como una prolongación de su cuerpo. A las blogueras que se han convertido en amigas y confidentes y a la blogosfera en general por demostrar que todavía hay gente con inquietudes e ilusiones. A la letra I, porque siempre hay que encontrar obstáculos para seguir avanzando. Y a tantas y tantas personas que se sentirán identificadas, aludidas, agradecidas o, simplemente, sorprendidas. Me remito al comienzo de esta trilogía: «Esto es una obra de ficción, cualquier parecido con la realidad ha sido pura inconsciencia» Y si aún así hay alguien que se ofenda tras leer esta novela que recuerde que la susceptibilidad siempre nace de la mala conciencia. Yo, por mi parte, la tengo muy tranquila…
although there's something in the air
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LIBERTAD MORÁN
nació en Madrid, aunque a ella le hubiera gustado más nacer en Kuala Lumpur o en Vénus. Y lo hizo precisamente un martes 13 de febrero de 1979, bajo el signo de Acuario, al igual que Paul Auster, su escritor favorito (aunque como es
lerda torpe
un pelín dispersa y parece mentira que se pase la vida conectada a Internet, ha tardado casi veinte años en descubrirlo). Comparte cumpleaños con Costa-Gavras, Kim Novak, Oliver Reed, Stockard Channing, Peter Gabriel, Bibiana Fernández, Robbie Williams, Mena Suvari y La Mala Rodríguez. Por tanto, si se diera el caso de que lo celebraran todos juntos, la fiesta sería cualquier cosa menos aburrida. Rara quizá, pero no aburrida. De todas formas, como tal evento nunca tendrá lugar, podéis dormir tranquilos.
Su infancia transcurrió durante los míticos años ochenta. Merendaba con
Barrio Sésamo
y madrugaba los sábados sólo para poder ver
La bola de Cristal
y a su antaño adorada Alaska (porque ahora, la verdad, a raíz de sus tratos con Interlobotomía y derivados, le está cogiendo un poco de tirria). Tímida, apocada y de gustos raros, en comparación a los demás infantes con los que compartía pupitre en el colegio, pronto descubrió en los libros un agradable refugio en el que pasar todo el tiempo muerto que, por desgracia, tenía. Devoró casi al completo la colección de El Barco de Vapor, los libros de
Los Cinco
(obvia decir que su personaje favorito era Jorge. O Jorgina, según las diferentes ediciones) y casi cualquier cosa que tuviera letras, desde el lateral de las cajas de cereales hasta un libro de cuentos de Chejov que había en su casa por alguna extraña razón (ella era la única que leía). Sin pensarlo dos veces se subió a una banqueta para poder cogerlo y, acto seguido, se sentó en un rincón a leerlo. Tenía cinco años. Nunca lo superó. Hoy en día afirma que tendría que haberse dejado de tanto libro y haberse dedicado más a aprender a ser superficial, frívola y vulgar si de verdad no quería ser una pobre infeliz en el futuro.