Ahí, en medio del recibidor del piso de Lola, iluminadas por una luz fuerte, directa, la magia parece haberse perdido. Sara no sabe qué hacer. Espera algún gesto, alguna señal por parte de Lola pero ella se limita a observar desde arriba cómo Sara acaricia al perro con una débil sonrisa y una mirada ausente.
—¿Cómo se llama? —pregunta Sara para romper el silencio.
—Paco —responde Lola.
—Paco… —repite—. Curioso nombre para un perro…
Lola agarra entonces la mano de Sara y la atrae hacia ella. Luego la va conduciendo a través de un pasillo hasta una puerta que hay al final. El perro las sigue. Pero antes de que pueda llegar a entrar tras ellas, Lola cierra la puerta. Quedan unos instantes a oscuras. Sara siente a Lola moverse y al momento una pequeña lamparita se enciende en la mesita de noche. Se miran desde un extremo a otro de la habitación. Lola vuelve a acercarse a Sara, lentamente, sin decir nada. Al llegar hasta ella se abalanza sobre su boca atropelladamente. Sus cuerpos chocan con violencia. A Sara le resulta inusitada y extraña esa vehemencia. Los besos en los bares fueron apasionados y prometían continuación en esa intimidad que ahora compartían pero no hubiera esperado que fueran así. Lola la coge por las muñecas con fuerza, haciéndola subir los brazos e inmovilizándolos contra la puerta. Sara no comprende ese súbito cambio de actitud. Lola le está besando el cuello totalmente fuera de sí. No encaja con el comportamiento que ha mantenido durante las horas anteriores. Antes ha sido apasionada pero tierna. Ahora está siendo brusca e insensible.
Lola busca nuevamente los labios de Sara pero esta, por primera vez, la esquiva. Pensando que es un simple lance del juego, Lola sigue intentando besarla de nuevo, hasta que se topa con la mirada inquisitiva de Sara.
—¿Por qué me sujetas así? —le pregunta—. No voy a escaparme.
Lola permanece quieta sosteniéndole la mirada. Tras unos segundos que se hacen eternos afloja la presión sobre las muñecas de Sara. Las dos dejan caer los brazos sobre los costados sin dejar de mirarse. Sara busca en el fondo de los ojos de Lola como si quisiera buscar el motivo de su comportamiento, por qué ha actuado de ese modo a partir de entrar en su casa. Como si hubiera querido ser otra persona, convertirse en alguien distinto a quien la había estado acompañando toda la noche de bar en bar. El rostro de Lola se va tiñendo de vergüenza, pillada en una falta que no creía estar cometiendo. Sara nota desasosiego en ella. Acerca su mano a la cara de la chica y la apoya contra su mejilla. Lola cierra los ojos adoptando un semblante pesaroso y confundido. En ese momento podría pasar por una adolescente asustada a la que se le ha ido de las manos aquello que pensaba que controlaría fácilmente. Y Sara vuelve a sentir cómo crece la ternura por ella en su interior. Esa ternura la impulsa a besarla de nuevo, sujetando su cabeza ahora con ambas manos. Al principio Lola parece sorprenderse. Después la corresponde de igual modo, abrazándose a Sara con fuerza. Con la fuerza del que teme caerse y se aferra a lo que considera más sólido.
Se tumban sobre la cama, todavía vestidas, sin dejar de abrazarse, sin dejar de besarse. Sara nota humedad en las mejillas de Lola. Le entristece pensar que a Lola se le puedan haber saltado las lágrimas y no saber por qué. Le acaricia la cabeza, las mejillas, los labios. Y eso consigue que Lola no sólo no se calme sino que empiece a llorar silenciosamente, como si sus lágrimas estuvieran tan adentro que cuando llegan a sus ojos sólo les quedara fuerza para deslizarse hacia fuera.
—¿Qué es lo que te pasa? ¿Quieres que haga algo? —le pregunta Sara con toda la delicadeza que puede.
Lola abre muchos los ojos. Busca los de Sara. La mira con tristeza.
—Quiero hacer el amor…
Pero Sara sabe que no sólo se refiere al acto para el que se supone que han venido a su casa. Lo que pide Lola obedece a un deseo mucho más profundo, más ancestral. La nota desamparada entre sus brazos. Permanecen largo rato abrazadas. Sara casi puede escuchar los latidos desbocados de esa niña perdida que yace junto a ella. Pareciera que el corazón quisiera salírsele del pecho. Entonces Lola se separa unos centímetros de su cuerpo, respira hondo y vuelve a acercarse para besarla. Y Sara se da cuenta de que, pese a todo, ella está tan perdida como Lola. Sólo quiere olvidar el dolor aunque sea lanzándose a los brazos de alguien herido. Y se deja caer entre los pliegues de su piel, refugiándose en ese olor tan particular de Lola, tan evocador y tranquilizador que parece albergar en él una promesa de felicidad.
A Lola no le hace falta girarse para saber que Sara sigue en la cama junto a ella. No le hace falta porque Sara esta ahí, abrazada a su cuerpo. Siente su calor y su piel desnuda pegada a la suya. Esa noche, después de hacer el amor con ella, ha dormido profundamente. Mucho más profundamente de lo que recuerda haber hecho en mucho tiempo. Se despierta reconfortada, descansada, liberada de ese peso que le estaba oprimiendo el pecho. En sueños Sara le rodea la cintura con el brazo. Lola se aferra a él apretándolo contra su vientre. Nota que Sara se despierta y que, a continuación, deposita un suave beso en su hombro.
—Buenos días —le susurra al oído.
—Buenos días —le responde ella dándose la vuelta para ver su cara.
Sara también parece haber descansado. De su expresión se ha borrado casi todo rastro de pesar. Al mirarla sus ojos sonríen tanto como sus labios. Por debajo de las sábanas Lola acaricia a Sara con suavidad, demorándose en cada trecho de piel, sólo por el simple hecho de sentirla cerca, a su lado.
—No sé qué hora será… ¿Te apetece desayunar? —Sara se encoge de hombros sin dejar de sonreír—. Te lo digo porque no tengo nada para desayunar en casa. Si quieres bajo en un momento al Starbucks y compro algo.
—No te molestes… —dice Sara débilmente.
—No me molesto. Pero a mí me apetece desayunar y seguro que a ti también —afirma incorporándose de la cama— . Venga, me visto y bajo en un momento.
De un brinco Lola se levanta de la cama y empieza a coger la ropa que anoche quedó desperdigada por el suelo de la habitación. Una vez vestida, apoya una rodilla sobre la cama y se inclina hasta Sara para darle un breve beso en los labios.
—Vuelvo enseguida —anuncia antes de salir de la habitación—. ¿Café con leche, sólo o…? —pregunta deteniéndose en el umbral.
—Con leche —responde Sara perezosamente desde la cama.
Una energía inusitada la domina mientras baja casi corriendo las escaleras del edificio. Enseguida llega al Starbucks y pide los cafés. También compra unos muffins. Con todo ello en una bolsa regresa al piso. Paco parece que la mira acusadoramente al entrar por no habérselo llevado con ella. Lola lo ignora y se dirige al dormitorio cuando repara en que la puerta del salón está abierta. Asoma la cabeza y ve que Sara está en el sofá, ya vestida, mirando a través de los balcones con actitud relajada. Al entrar Lola en el salón, gira la cabeza y le sonríe. Se sienta junto a ella, apoya la bolsa en la mesita y empieza a sacar el contenido. Le tiende a Sara su café y un muffin y luego coge lo suyo. Desayunan despacio, bromeando y riendo de las tonterías que se dicen la una a la otra. Lola no puede evitar tocar a Sara. Sus cuerpos se enredan en el sofá mientras comen. Se besan, deslizan sus manos bajo la ropa de la otra y sonríen picaras. Como dos niñas. Porque esa mañana Sara parece haber rejuvenecido hasta convertirse otra vez en una adolescente.
Vuelven a besarse. Lola se recuesta sobre Sara hasta quedar con la barbilla apoyada sobre su pecho. Ninguna de las dos puede evitar mirarse y sonreír como bobas. De repente Lola se pone seria. Alza la cabeza y adopta un aire de gravedad que Sara nota de inmediato porque su expresión también se tiñe de seriedad.
—Y esto… —comienza a decir Lola—, ¿se va a quedar aquí o… va a continuar?
La expresión de Sara se distiende al escuchar sus palabras. Se ríe y atrae a Lola hasta su boca para besarla.
—No lo sé —le dice al separarse—. Pero habrá que descubrirlo, ¿no?
Lola se muerde el labio inferior tratando de no sonreír demasiado ante la respuesta que ha recibido. La besa. La besa repetidas veces mientras las dos ríen, contagiándose la alegría la una a la otra.
Sara se incorpora y le da el último sorbo al café. Deja el vaso de cartón sobre la mesita y vuelve a recostarse en el sofá.
—Oye, ya sé que tú no fumas pero, ¿te importa que lo haga yo? —le pregunta Sara con un tinte entre temeroso y suplicante en la voz—. Es que el cigarrito del café… —se disculpa.
A Lola no le gusta que fumen en su casa. Si alguien quiere hacerlo, sabe que tiene que salirse al balcón. Pero en ese momento le traen al fresco sus propias normas. No le importa en absoluto que Sara fume. Sólo quiere que se sienta cómoda allí.
—No te preocupes, me saldré al balcón para que no huela mucho a humo —le dice cogiendo su bolso del suelo y sacando de él un paquete de tabaco y un mechero.
Sara se levanta del sofá y se dirige al balcón más cercano para abrirlo. Al hacerlo Paco se dirige al trote hacia allí para salir y mirar hacia la calle. Lola observa la escena complacida e intuye que podría acostumbrarse fácilmente a la presencia de Sara en su casa. En su vida. Mira embelesada cómo saca el cigarrillo de la cajetilla y se lo lleva a los labios. Pero cuando se dispone a prenderlo el mechero no enciende. Lo intenta varias veces, lo agita y lo vuelve a intentar. Sara se quita el cigarrillo de los labios y mira a Lola con una mueca divertida.
—Imagino que no tendrás un mechero, ¿verdad? —le pregunta.
Lola se queda un momento pensativa, haciendo memoria. Su cocina es vitrocerámica. El calentador eléctrico. Y no tiene velas por lo que tampoco tiene cerillas. Pero recuerda en ese momento que la última vez que Ruth estuvo en el piso, aquella noche de ese polvo frío e impersonal, cuando Lola se levantó a la mañana siguiente se encontró un mechero sobre la repisa de la cocina porque Ruth, aún sabiendo desde el día de la fiesta que no le gusta que fumen en su casa, sí lo hizo, tal y como luego pudo comprobar al ver una colilla mojada en el cubo de la basura junto a un brick vacío de leche que ella no recordaba haber tirado.
—Creo que sí. Espera un momento —y se levanta rauda y solícita para ir a la cocina. Si no recuerda mal lo debió de meter en alguno de los cajones.
Y en uno de los cajones lo encuentra. Lo coge y regresa de nuevo al salón. Sara la espera sentada en el brazo del sofá. Le tiende el mechero y se sienta cerca de ella. Pero algo ocurre cuando Sara coge el mechero. Lo mira incrédula mientras su cara se pone blanca de repente. El tiempo parece detenerse. El cigarrillo le cuelga inerme de los labios un momento hasta que lo aparta de su boca con un gesto de rabia.
—¿De dónde lo has sacado? —le pregunta Sara totalmente lívida mostrándole el mechero.
—Se lo dejó aquí una chica el otro día… —se explica Lola asustada. No acaba de entender ese cambio repentino de actitud. No es más que un simple mechero con publicidad de una empresa. ¿Por qué ha hecho que a Sara le cambie el humor?
—¿Una chica? ¿Qué chica? ¿El otro día? ¿Cuándo? —Sara, cada vez más nerviosa, acribilla a preguntas a Lola que, a su vez, está cada vez más angustiada.
—No sé, hace unas semanas, una chica que conocí en una fiesta que di hace un tiempo y a la que luego me volví a encontrar.
—¿Es amiga tuya? —pregunta Sara acusadora.
—No exactamente… —responde Lola revolviéndose incómoda en el sofá.
—¿Te has acostado con ella? —inquiere casi al borde del histerismo.
—Sí —masculla Lola—. Sólo una vez. Fue una de esas noches tontas… —explica contrariada, temerosa también de que Sara piense que se acuesta con cualquiera y que ella es sólo una más.
Sara cierra los ojos. Deja caer la cabeza y la menea negativamente. Se levanta del brazo del sillón y camina un par de pasos sin rumbo por la estancia dándole la espalda a Lola. De improviso se da la vuelta y la mira. Los ojos se le han llenado de lágrimas.
—¿Cómo se llama esa chica? —pregunta con una mirada que es el vivo reflejo del dolor.
—Ruth —contesta Lola—. ¿Por qué? ¿La conoces? —pregunta a su vez Lola aunque en el mismo momento en que la pronuncia la considera una cuestión estúpida porque es obvio que Sara debe conocer a Ruth.
Al escuchar su respuesta Sara parece a punto de desvanecerse. Lola se levanta del sofá y acude a sostenerla. Le rodea la cintura y la lleva dando traspiés hasta el sofá. Las dos caen sobre él. Sara recuesta la cabeza sobre el respaldo con la cara desencajada. Lola tiene el corazón a mil por hora. No entiende qué está pasando aunque comienza a hacerse una ligera idea. Le pregunta a Sara qué es lo que ocurre pero sólo obtiene de ella un llanto contenido al tiempo que menea la cabeza negativamente. Respira con dificultad y muy deprisa, tratando de coger todo el aire posible aunque parece que le resulta insuficiente. Balbucea y masculla palabras inconexas, incomprensibles.
—Mi bolso… Dame el bolso… Dámelo —le ordena.
Lola hace lo que le pide. Sara agarra el bolso con furia repentina, lo abre y rebusca en su interior hasta sacar su móvil. Teclea frenéticamente a través de su agenda de teléfonos y termina pulsando el botón que inicia una llamada.
—¿Juan? Soy yo… Necesito que… que vengas a buscarme… Creo que me está dando un… un ataque de algo… —su voz suena cada vez más débil y lastimera—. Estoy… —mira desvalida a Lola—. ¿Dónde estoy?
Las fuerzas le fallan en ese instante. El móvil se desliza de su mano al sofá. Sara se recuesta otra vez totalmente ida. Lola coge el teléfono y se lo pone en la oreja para darle su dirección a quién quiera que sea ese Juan.
Con el miedo en el cuerpo Juan conduce el coche hasta la calle que le indicó esa voz desconocida. Al llegar a ella comprueba que no hay ningún sitio libre y que es demasiado estrecha para dejarlo en doble fila así que lo para justo frente al portal y deja el intermitente puesto mientras sube al piso. Aunque no tarda más de dos minutos en bajar con Sara y la chica con la que estaba, han resultado suficientes para que detrás de su coche se haya formado un pequeño embotellamiento formado por otros cuatro coches más que tocan el claxon insistentemente. Los tres montan todo lo rápido que pueden e inician el camino al hospital. Sara va sentada en el asiento del copiloto, consciente pero desorientada. Juan no sabe qué le pasa pero imagina que ha sufrido un ataque de ansiedad o de histeria o cualquier otro trastorno de esa índole. La cuestión es por qué.