Ahora son las ocho y cuarenta y Lola mira el reloj del móvil con impaciencia pensando que Sara no va a aparecer. Un minuto después la ve entrar por la puerta de la cafetería buscándola con la mirada. Lola alza una mano para llamar su atención. Sara la ve enseguida y se dirige hacia ella con paso rápido. Al encontrarse se miran un instante la una a la otra como si se dieran cuenta de lo raro de la situación. Lola se pone en pie para darle dos besos. Sara la corresponde en un rápido movimiento, se quita la cazadora vaquera que lleva puesta y se sienta justo enfrente de Lola.
—Bueno, pues… Aquí estoy —anuncia Sara alzando las cejas y cruzando las manos sobre la mesa, a la espera de una reacción por parte de ella.
—Ya veo… —es lo primero que se le ocurre decir a Lola—. Me alegro de que me llamaras…
El camarero aparece por detrás de Sara para preguntarle qué quiere tomar. Ella pide un café con leche y a continuación saca el tabaco de su bolso y enciende un cigarrillo. Luego parece recordar algo y también saca el móvil, dejándolo junto al paquete de tabaco. Lola piensa que tal vez dentro de un rato sonará ese teléfono y Sara le dirá que tiene que irse por alguna urgencia. No sería la primera en utilizar esa manida excusa. El camarero regresa con el café con leche. Sara le da las gracias, rasga el sobre del azúcar, lo vierte en la taza y lo remueve.
—Bueno, ahora es cuando se supone que tú y yo empezamos a hablar, ¿no? —le dice con una sonrisa sin dejar de remover el café. Una sonrisa que tiene algo que consigue tranquilizar a Lola. Algo que le dice que la tía que tiene enfrente es de fiar, que puede relajarse con ella.
Al principio les cuesta pero al cabo de quince minutos ya están enzarzadas en una animada conversación. Lola le cuenta que nació en el norte y que vino a Madrid para estudiar Comunicación Audiovisual, carrera que, de hecho, ha dejado colgada aunque sus padres aún no lo saben. Le cuenta que le atrae mucho más todo lo relacionado con Internet, el diseño de páginas web y ese tipo de cosas, que quizá haga algún curso aunque todavía no tenga claro a qué quiere dedicarse. Sara, por su parte, le explica que ella también dejó a la mitad la carrera de Derecho porque no lograba compaginar estudio y trabajo, que hasta el verano anterior vivía en Barcelona y trabajaba en una editorial jurídica pero que se trasladó a Madrid y ahora trabaja de recepcionista en una agencia de publicidad aunque quiere cambiarse porque el puesto no acaba de gustarle y el sueldo no le resulta suficiente.
—¿Y cómo es que te mudaste a Madrid? —le pregunta Lola con curiosidad.
La pregunta era inocente en la mente de Lola pero hace que el semblante de Sara cambie de súbito. Desvía la mirada y se pone visiblemente nerviosa. Lola también. Espera no haber dicho nada que la pueda haber molestado pero ¿qué podría molestarle de esa pregunta? Si le resulta incómoda puede obviar la respuesta y cambiar de tema. No pasaría nada. Lola lo entendería. No es asunto suyo.
—Perdona, ¿he dicho algo que te haya molestado? —le pregunta temerosa.
Sara menea la cabeza algo disgustada.
—No, no, tranquila. No es por algo que hayas dicho… Bueno, sí, pero no es por ti… —respira hondo—. Es que esa pregunta me ha recordado algo que no quería…
—Lo siento —se apresura en decir Lola un tanto apesadumbrada.
—Tranquila, no es culpa tuya… —la mira a los ojos y parece sopesar lo que decir a continuación—. La verdad es que me vine a Madrid para estar con mi novia… Bueno, evidentemente, por mi cara, te imaginarás que ya no es mi novia…
—Lo siento —vuelve a decir Lola maldiciéndose interiormente por haber metido la pata tan pronto—. ¿Llevabais mucho tiempo?
—Un año…
Tras decir eso Sara calla y apura su taza de café. Enciende un nuevo cigarrillo mirando a otra parte con ojos ausentes y algo vidriosos. Lola piensa que la ha cagado. Acaba de poner el dedo en la llaga y posiblemente al hacerlo haya conseguido que Sara refuerce sus defensas. Aunque también comprende ahora el por qué de ese aire triste y melancólico que le llamó tanto la atención desde la primera vez que la vio. Si se trasladó a Madrid el verano pasado para estar con su novia y ahora ya no está con ella, la historia debió terminar antes de lo que esperaba. Y cambiar toda tu vida por una persona que te acaba dejando al poco tiempo debe ser desolador.
Pero Sara recupera la actitud que mantenía antes de la fatídica pregunta, fuerza una sonrisa y mira de nuevo a Lola.
—Bueno, pero no hablemos de malos rollos. He venido a conocerte y hablar de mi ex no creo que sea la mejor forma de hacerlo, ¿no crees?
Lola sonríe abiertamente al oírla decir eso. Sus palabras sacuden la pesadumbre que había comenzado a inundarla y se deja llevar por el presentimiento de que esa mujer, por mucho que le saque más de una década, podría convertirse en alguien muy importante para ella.
Ternura. Eso es que lo que le inspira Lola a Sara. Una ternura infinita cada vez que la mira. Después del café decidieron ir a cenar algo. Y es que Sara se encuentra muy a gusto hablando con esa chica. A pesar de que Lola parezca querer recubrirse de una capa de contrariedad, de misterio, como si ocultara un pasado terrible (¿se puede tener un pasado terrible con veintidós años? Quizá sí pero entonces Sara se pregunta cómo será cuando esa chica llegue a tener su edad…), a pesar de que ella misma diga que está pasando por un mal momento, que algo ha cambiado en su interior, por mucho que se empeñe en pintarse como alguien atormentado, la ingenuidad permanece latente en ella. La ingenuidad y la inocencia. Porque Lola todavía está en ese momento de la vida en que, aunque se haya pasado por baches, no debería resultar del todo difícil seguir intentando que las cosas funcionen. Y se lo demuestra a cada palabra que pronuncia. Cuando habla de sus planes, de su vida, de su día a día. Cuando deja caer alguna insinuación sobre lo mucho que le gusta Sara, así, como quien no quiere la cosa, y le sostiene la mirada con esos ojos rasgados de un verde tan difícil de describir.
A los postres Sara descubre lo mucho que le encanta esa chica. Le encanta como un flautista hindú encantaría a una serpiente. Le basta escuchar su voz para sentirse bien. Es curioso cómo la simple presencia de una persona puede bastar para obviar los malos pensamientos. Una persona a la que apenas conoce pero que la hace olvidar, que la entretiene hablando de cosas que, por resultarle ajenas, le procuran el alivio de lo desconocido. Sara siente que se le acelera el pulso por la emoción de vivir un momento feliz. Puede que no sea más que una cena entre dos personas que se acaban de conocer pero, por primera vez en mucho tiempo, está hablando con alguien que no sabe nada de Ruth y que, afortunadamente, tras el comentario al principio de la conversación acerca de las razones por las que ella se trasladó a Madrid, ha sido lo suficientemente avispada como para darse cuenta de que a Sara no le apetece explayarse en más detalles. Sara ya ha hablado demasiado de Ruth a esas alturas y empieza a necesitar el crear nuevos recuerdos que no estén asociados a ella. Momentos en los que su fantasma no sobrevuele las palabras ni los gestos y que Sara pueda sentir que Ruth empieza a convertirse en algo ya lejano.
Piden la cuenta y mientras pagan se dedican fugaces miradas llenas de promesas por cumplir. Sara se está dejando llevar. Lo sabe y no le importa. No está buscando amor. Ni un futuro a largo plazo. Sólo quiere atender al momento presente. Ahora no le importa lo que pueda quedar atrás ni lo que pueda esperarle cuando este momento acabe. Tampoco le importa esa diferencia de edad que tanto lastre le suponía hasta hace unas horas. Hay algo en Lola que ha conseguido cautivarla. Algo visceral y, sobre todo, tierno, muy tierno.
Salen del restaurante con la sonrisa pintada en sus labios. Sus cuerpos se atraen involuntariamente mientras caminan por las aceras y se dirigen al bar que propuso Sara aún sentadas a la mesa. Nota como sus manos se tientan la una a la otra sin acabar de enlazarse. A cada paso se acercan, se rozan tímidamente, tonteando entre ellas, coqueteando pero sin atreverse a más. Entran en el bar. Lola se pide una copa, Sara una coca-cola light, dándose cuenta de que el vino de la cena se le ha subido a la cabeza. Sabe que no debería haber probado el alcohol para no mezclarlo con las pastillas pero estaba tan a gusto cenando con Lola que no le importó. Porque incluso ese pequeño mareo que ahora asola su cabeza le resulta agradable. Embriagador. Por momentos es como si ni siquiera fuera ella misma. Y eso le gusta.
Se sumergen entre la gente tras pedir sus bebidas. Amagan algunos bailes mientras continúan hablando de cosas sin importancia. El tiempo pasa y las sonrisas que esbozan no se borran de sus rostros. Una burbuja se ha creado entre las dos y nada del exterior puede romperla. Por primera vez en meses Sara siente que las cosas vuelven a la normalidad. Siente una atracción cada vez mayor por Lola. Y saber que Lola siente lo mismo le proporciona una satisfactoria seguridad. Se apoya en la pared para descansar y la observa mientras baila. Se mueve pausadamente, sin grandes aspavientos, marcando el ritmo con las caderas y moviendo el resto del cuerpo en un lento compás. Parece disfrutar de la música, del momento, de la compañía. No pierde de vista a Sara. No hace un contacto visual constante pero cada pocos minutos la mira y la sonríe. O se acerca a ella y le susurra al oído:
—No dejes de sonreír… —le pide con voz dulce.
Y Sara sonríe automáticamente al escucharla. Y Lola deja caer un beso en su mejilla al ver su sonrisa. Y la mira mientras vuelve a alejarse de ella para continuar bailando. Sara tiene claro que va a cometer una estupidez. Que va a dejar que pase algo entre ella y Lola. Sin embargo, ¿por qué se debería considerar una estupidez? Sólo son dos personas sintiendo atracción mutuamente. Lola podría borrar de su piel y de su recuerdo esos besos y esas caricias de Ruth que aún le escuecen. Sería dar un paso más hacia el olvido. Y eso no puede ser malo. Ni una estupidez. Ni siquiera un engaño. Incluso aunque lo fuera le da igual. Quiere dejarse llevar por ese engaño, por esa falsa sensación de felicidad. No cree que pueda ser peor que todo lo que ha tenido que aguantar desde que Ruth la dejó.
Lola baila cada vez más cerca de ella. Hasta casi pegarse a su cuerpo. Entonces cesa en sus movimientos. Se apoya con el costado en la pared, quedándose muy cerca la una de la otra. Lola la mira. Sara corresponde a su mirada. Es unos pocos centímetros más alta que ella y eso, unido a la postura que ha adoptado, hace que la vea en perspectiva, desde arriba. Lola se está ofreciendo. Está pidiendo sin palabras que la bese. Sara mira su boca, mira esa sonrisa que no se borra de ella. Y deja de pensar. Acepta el ofrecimiento y el reto que le propone. Acerca sus labios a los de Lola y al sentir su contacto cierra los ojos.
Se besan. Sara se concentra en sentir. Siente esos labios que no conoce, a los que se acostumbrará en los próximos instantes hasta que le empiecen a resultar familiares. Lola besa bien. No se apresura, juega con su lengua, con su boca. Se complementa bien con ella desde el principio. Pero no prolonga el placer demasiado. No se aferra a ella. Se separa con una leve sonrisa y continúa bailando. Aunque ahora la mirada que le dirige es mucho más cómplice. Sara se queda con ganas de más. El beso ha activado aún más su deseo. Pero tampoco quiere forzar la situación. Espera paciente a que llegue el próximo. Y ese llega pronto. Lola la busca con más decisión, acercándose a ella, volviendo a besarla, rodeando su cintura con los brazos, subiendo la mano por su espalda, atrayéndola hacia ella para tenerla más cerca.
Al rato le propone cambiar de bar. Sara acepta y coge su chaqueta y su bolso. Salen al exterior y, ahora sí, se cogen de la mano espontáneamente. Caminan con más lentitud que antes. Sara casi había olvidado lo electrizante que puede llegar a ser la primera vez que sientes el tacto de otra persona. Ese cosquilleo arrebatador al sentir en tu mano la mano de alguien nuevo. Entran en el siguiente bar. Se dirigen a la barra. Lola se pide otra copa. Esta vez Sara no se pide nada. Y hace bien. Porque cuando se apartan de la barra y toman posiciones en un rincón perdido en el que apenas hay gente vuelven a besarse. Ya con más ganas, con más pasión, dejándose conducir por algo visceral, por el puro deseo de devorarse la una a la otra. Se olvidan del mundo que las rodea. Sara deja de escuchar la música y las voces de las personas de su alrededor, concentrándose sólo en sentir a quien tiene entre sus brazos y que la está besando de un modo que ya creía olvidado. Tal es su enajenación que cuando por fin se separan y Lola va a coger su copa para darle un trago, se da cuenta de que alguien la ha robado. Ambas se ríen y el hurto sólo les supone un nuevo motivo para seguir besándose.
Todavía recalan en un bar más, ya bien entrada la madrugada. Pero Sara sabe que el deseo de Lola es otro que nada tiene que ver con gastar el tiempo entre copas y desconocidos sino más bien con apurarlo entre sabanas revueltas y piel desnuda.
Nota su deseo al mismo tiempo que su indecisión para proponérselo. Y Sara espera porque no será ella quien saque esa última carta sobre el tapete. No puede hacerlo. No cree que le corresponda dar ese paso. Ni tiene fuerzas para darlo. Prefiere ser la que se deje llevar por una proposición que ser ella quien la exprese. No quiere tomar demasiadas decisiones.
Pero los besos se tornan más ansiosos cada vez. A ninguna de las dos les parecen suficientes. Por el contrario, esos besos las consumen. Sara vuelve a sentirse mareada. Pero ya no es por la mezcla del vino con las pastillas. Es por el deseo. Y por el pánico que le provoca volver a sentir deseo. La respiración de ambas es entrecortada las escasas ocasiones en que separan sus labios. En una de esas ocasiones Lola le lanza una significativa mirada y susurra en su oído: «¿Nos vamos?». No es una simple pregunta. Es una pregunta ambigua. Podría estar refiriéndose a marcharse de ese bar y cambiarlo por otro. Podría ser que ya hubiese llegado el momento en que el cansancio hubiese hecho mella y tocase la despedida y la promesa de verse más adelante. Pero Sara sabe de sobra lo que quiere decir Lola, la cuestión implícita que se esconde en esas pocas sílabas. Le devuelve la mirada y asiente con la cabeza, dispuesta a tirarse al río de una vez por todas.
Cogen sus chaquetas y vuelven a salir a la calle. Y sus manos vuelven a entrelazarse, ahora más nerviosas que antes. Expectantes. Las dos sonríen al andar y se regalan nuevos besos. Caminan unos pocos minutos y Lola anuncia que han llegado a su calle. Unos metros más y se detienen frente a un portal. Entran en él y suben al primer piso. Lola mete una llave en la cerradura y, cuando se escucha el sonido que indica que ha sido abierta, mira a Sara y sonríe. Luego empuja la puerta. Su perro acude a recibirlas. Sara no puede por menos que reír al verlo. Se agacha a acariciarle mientras Lola cierra la puerta.