En ese momento apareció Ojo de Tormenta y saltó sobre el negro icor pero profirió un aullido al notar que también empezaba a quemarla. Nada de lo que hacía tenía ningún efecto sobre la masa. Se apartó del charco cada vez más grande y John captó un tufo a pelo quemado.
Levantó la mirada y vio que Jo’clath’mattric viraba en el aire, con la atención puesta ahora en la otra orilla, donde los guerreros Garou iban de acá para allá, confundidos y algunos de ellos agonizantes. Evidentemente, el dragón no creía que la manada representara ya una amenaza.
John miró la lanza y la punta cubierta de hielo. Sabía que seguramente podría hacer algo contra el icor. Fuera el que fuese el poder que le habían conferido los espíritus, era de esperar que tuviera algún efecto sobre la masa líquida que estaba quemando a sus compañeros. Pero si las utilizaba para salvarlos, perdería la única arma con que contaba frente a Jo’clath’mattric. Carlita cayó al suelo entre gorgoteos de dolor. John volvió la mirada a la otra orilla, en busca de algún indicio de que Albrecht y los demás se hubieran recuperado y podían enfrentarse a Jo’clath’mattric. Sólo Mari y Loba permanecían firmes.
Loba estaba mirando fijamente al dragón, con la mano en la bolsa. ¿Le estaban dando los espíritus de saber que guardaba allí valor y sentido del propósito?
Levantó la mirada y vio que Jo’clath’mattric estaba casi ya fuera del alcance de su lanza. Tenía que elegir. Recordó el sueño y volvió a oír aquella voz:
Necio, has desaprovechado el don de los Ancestros Animales
.
Ojo de Tormenta aulló de dolor y se desplomó jadeando junto a Carlita. El icor estaba llegándole al cuello.
Con los ojos inundados de lágrimas, John echó el brazo atrás y arrojó la lanza contra el dragón. El arma voló certera hacia el corazón de la bestia pero el lanzamiento no había sido lo bastante fuerte y la armadura de escamas la repelió. Pero entonces el hielo que recubría la punta despidió un brillo cegador y repentino y la lanza atravesó las escamas y la carne del dragón y se hundió profundamente en su pecho. La punta emergió junto a la espina dorsal de la criatura.
Jo’clath’mattric profirió un gorgoteo y se desplomó. Trató de enderezarse sacudiéndose en el aire con violentos espasmos de las alas, pero ya no tenían la fuerza necesaria para sostenerlo. Cayó con mucha fuerza sobre la orilla de la isla y allí se quedó, convulsionándose. Desde la punta de la lanza que sobresalía de su espalda, una hueste de espíritus empezó a brotar del hielo conforme éste se fundía. Aparecieron animales en el aire y flotaron frente a los ojos del dragón, una casa de fieras extraída de un tiempo anterior al tiempo.
Para el dragón era una agonía. Los espíritus de los animales le susurraban, recordándole los juicios que antaño presidiera para ellos, antes de que su amo fuera apresado, antes de que él fracasara. Sollozó y trató de acallar sus gruñidos, sus balidos, sus trinos. No sirvió de nada. No podía contenerlos, ni tampoco a los recuerdos que traían consigo.
Echó la cabeza atrás y profirió un rugido de angustia y dolor y entonces golpeó las ruinas de la isla con la cabeza e hizo añicos los pilares de piedra y mármol en un intento por destruir su propia mente, por acabar con todo recuerdo. Mientras las rocas empezaban a quebrarse, abrió las fauces y las devoró, las engulló por completo y a continuación pasó a hacer lo mismo con todo cuanto lo rodeaba. La isla empezó a desintegrarse.
John saltó hacia la bestia, sacando las garras para acabar con ella. Una horda de Perdiciones descendió del cielo, tratando de defender a su herido amo. John mató tres de ellas con las garras y saltó sobre otras dos que trataban de colocarse a su espalda. Justo cuando llegaba junto a Jo’clath’mattric y se preparaba para dar un golpe, una Perdición cayó sobre su hombreo izquierdo y le clavó las garras. John aulló de agonía. Pero en lugar de perder el conocimiento u olvidar su propósito, permaneció concentrado en lo que tenía que hacer gracias al dolor.
La Perdición le había mordido la herida, la misma que el espíritu Atcen le había infligido, un recuerdo de la prueba a que lo había sometido su padre. Recordó las palabras de su padre:
golpea a tu enemigo en el corazón
. John agarró la lanza con las dos manos y la arrancó de la carne del dragón. Se asomó a la herida abierta y vio que no había atravesado el corazón, tal como había creído, sino sólo lo había desgarrado.
Jo’clath’mattric se estremecía sacudiendo el torso de un lado a otro. Mientras la Perdición mordisqueaba el hombro de John y el dolor empezaba a volverse insoportable, volvió a apuntar al monstruo con la lanza. Las sacudidas del torso de la bestia lo hacían más difícil. Si no la clavaba en la herida ya abierta, no podría atravesar las escamas. Esperó, tratando de calcular cuándo se volvería el dragón. La Perdición seguía mordiendo y empezó a sentirse mareado, como
si
por fin hubiera tocado una capa de su espíritu y le estuviera absorbiendo la vitalidad.
Se aferró a la admonición de su padre y arrojó la lanza con todas sus fuerzas. Se hundió en la herida abierta justo cuando Jo’clath’mattric detenía sus convulsiones. El arma se hundió de lleno en el corazón.
Jo’clath’mattric rodó sobre sí mismo, cayó al lago con un estruendoso chapoteo y se hundió profundamente bajo la superficie.
El icor negro se disolvió en el aire como si fuera niebla. Las Perdiciones del Saber cayeron al suelo y se convirtieron en nada, liberando a los espíritus atrapados en su interior. Éstos empezaron a volar por toda la caverna, se introdujeron en los miembros de la manada, restauraron sus espíritus y los inundaron con recuerdos de antaño. Todos sacudieron la cabeza mientras trataban de concentrarse en el aquí y ahora y acallar las voces de aquellas historias pasadas.
Julia puso las manos sobre Grita Caos y completó su curación. Su amigo suspiró de alivio, todavía dolorido pero capaz ya de moverse.
—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó mientras se ponía en pie con dificultades sobre el suelo de la isla, que las convulsiones del dragón seguían estremeciendo. Cogió la mano de Julia y echaron a correr hacia la orilla.
Ojo de Tormenta, con todo el pelaje chamuscado, ayudó a levantarse a Carlita. Parecía exhausta, pero al menos estaba viva. Ojo de Tormenta la empujó hacia la orilla y la obligó a entrar en el agua.
Agárrate a mí
, dijo. Carlita gruñó, rodeó el cuello de la loba con las manos y entre las dos se dirigieron nadando hacia la otra orilla.
John los imitó, sujetando a Grita Caos por la cintura para ayudarlo a mantenerse a flote. El Garou estaba muy débil pero aún era capaz de nadar. Julia, ilesa y recuperada ya de su pérdida de memoria, nadaba más deprisa que los demás.
Sintieron que el agua empezaba a moverse hacia atrás y, al volverse, vieron que el dragón estaba sorbiéndola, engulléndola por completo. Se vieron arrastrados por la marea pero multiplicaron sus esfuerzos por ganar la otra orilla.
Los Garou que había allí se metieron en el agua para buscarlos. Todos parecían haber recuperado la memoria y saber con toda claridad dónde se encontraban y lo que estaba ocurriendo.
—Se está deshaciendo —exclamó Grita Caos—. ¡El reino se viene abajo!
—¡Sacad a esos Garou del agua! —gritó Albrecht mientras corría hacia el lago.
—La orilla está desapareciendo —dijo Evan mientras, delante de sus ojos, la arena empezaba a precipitarse hacia las aguas como si la estuviera absorbiendo un aspirador.
La manada logró llegar a la orilla con la ayuda de los guerreros supervivientes. De los cuarenta y siete Garou originales, sólo treinta y tres habían sobrevivido.
—¡Fuera! —gritó Albrecht—. ¡Corred a la salida!
Empujó a los guerreros hacia la salida mientras él se retrasaba y ocupaba la retaguardia.
—¡Albrecht! —exclamó Evan—. ¡No puedes quedarte! ¡Morirás!
—¡Alguien tiene que asegurarse de que Jo’clath’mattric no sobrevive!
Indicó a Evan que siguiera adelante.
—¡Maldita sea, no! —gritó Evan, mientras se apartaba de los demás y regresaba corriendo junto a su compañero de manada.
Albrecht lo apuntó con el klaive.
—¡Largo de aquí, chico! ¡Vete!
Mari, después de esquivar a un Garou que trataba de obligarla a salir, llegó junto a ellos.
—Joder, Albrecht, no. Tú eres el rey. Yo me quedaré. Tengo más razones que tú para querer muerta a esa bestia.
—¿Queréis dejarlo los dos? —gritó Evan—. ¡Éste no es momento para campeonatos de suicidas!
John se separó de su manada y corrió hasta donde estaba Evan.
—¡Albrecht, nadie tiene que quedarse! ¡Los Ancestros Animales se asegurarán de que el dragón muera! ¡Tienes que confiar en los espíritus!
Albrecht volvió la vista hacia la isla, que había desaparecido por completo. Sólo quedaba un remolino gigante, que absorbía toda el agua en sus gigantescas fauces. Por encima de él volaban animales fantasmales, profiriendo una cacofonía de sonidos. Se volvió hacia Evan y John.
—¿Cómo estáis tan seguros?
—Porque somos Wendigo —dijo John—. Sabemos que se puede confiar en los espíritus. Son nuestros contactos.
Evan asintió mientras dirigía una mirada suplicante a Albrecht.
Éste sonrió y corrió hacia ellos.
—¡De acuerdo, de acuerdo! ¡Os sigo!
John y Evan corrieron hacia el túnel por el que habían llegado. Sus paredes estaban empezando a inclinarse, como si sus cimientos subterráneos estuvieran cediendo. Mari esperó a Albrecht y corrió a su lado.
—¿Cómo puedes ser tan capullo?
—¿Yo? —dijo él—. ¡Pero si tú también querías quedarte a sufrir una muerte horrible!
Mientras corrían por el túnel en pos de los demás guerreros, Evan se detuvo para echar un vistazo a las pinturas de las paredes.
—¡Albrecht! ¡Mira!
Albrecht lo hizo y se quedó boquiabierto. El líder de los Colmillos Blancos que despedía un resplandor blanco no era ya una figura esquemática trazada por una mano primitiva; ahora estaba representada con la fidelidad de una pintura del Romanticismo. Arkady se erguía frente a una a una hueste de ancestros de los Colmillos Plateados y los dirigía contra el dragón. Tras él, dirigiendo otro grupo, venía Albrecht. Las cabezas de ambos despedían un fulgor blanco y la forma imprecisa de un halcón volaba por encima de ellos.
Mari tuvo que arrastrarlos a los dos para alejarlos de la pared, que estaba empezando a agrietarse. Caía tierra del techo.
—¡Moveos! —gritó. Lo hicieron.
Las brillantes luces de la cámara del tesoro estuvieron a punto de cegarlos. Los espíritus del saber volaban por toda la estancia, devolviendo a las riquezas el lustre de antaño, cuando su historia era aún nueva. Loba se detuvo para abrir su saquito y profirió una invocación muda. Algunos de los espíritus regresaron a la bolsa. Volvió a cerrarla y corrió hacia la entrada de la caverna.
Los Garou brotaron como una riada sobre la planicie rocosa que había al otro lado. Aurak Danzante de la Luna alzó las manos para convocar a los espíritus de los vientos que aún los esperaban allí. De uno en uno, alzaron a los Garou en vilo y se alejaron en espiral por la Umbra.
John, Evan, Mari y Albrecht fueron los últimos en salir de la caverna. Mientras se volvía para contemplar cómo se colapsaba tras ellos la boca de la caverna, John vio su lanza dando vueltas en el aire, como si estuviera atrapada en un remolino. Alargó el brazo hacia ella y se la arrebató al viento. Cuando lo hizo, un solitario espíritu del saber, empapado de icor negro, fue tras ella. Había estado atrapado en el corazón mismo de Jo’clath’mattric y ahora era libre. Atravesó a John y la cabeza empezó a darle vueltas.
La planicie rocosa desapareció y se encontró en el bosque agreste en el que había morado Jo’clath’mattric cuando todavía era joven y puro. Permaneció en silencio, escuchando un sonido metálico, parecido al golpe de un martillo sobre un yunque. Se volvió y vio al maltrecho dragón, que estaba golpeando su cabeza contra una roca. La luz de sus ojos estaba cada vez más apagada y el cerebro se le iba haciendo pedazos.
En ese momento, un precioso pájaro de plumaje rojo se posó sobre la rama de un árbol próximo y dijo:
—Macheriel, siento lástima por tu condición, pero tú mismo eres el responsable. Más lástima me inspiran aquellos que vivirán en los últimos días del mundo, que tu muerte traerá a la tierra una vez que por fin te hayas devorado a ti mismo.
El dragón cesó por un momento de debatirse y se volvió hacia el pájaro.
—Oh, Fénix, señor de la profecía, dime que ese día llegará pronto.
—No. Tu miseria será larga y no remitirá hasta el día en que los Elegidos de Gaia te liberen de una prisión de tu propia hechura.
El dragón lanzó un grito de angustia y empezó de nuevo a golpearse la cabeza. El cráneo se le hizo añicos, cayeron ríos de sangre por toda su cara y sus ojos quedaron ciegos.
El Fénix echó a volar y desapareció en la inmensidad del cielo.
John sintió que un viento frío le mordía el pelaje y se percató de que el cielo se había oscurecido. Los espíritus del viento se lo llevaron lejos, a la noche de la Umbra, muy por encima de las sendas lunares. Vio a sus compañeros no muy lejos, dando vueltas y vueltas, mareados por la velocidad de su viaje. Los vertiginosos cambios del paisaje hicieron que sintiera vértigo. Cerró los ojos y se sintió mejor.
Cuando volvió a abrirlos, se encontraba en tierra firme. Había otros Garou de la partida cerca de él, tratando de recobrar el equilibrio con piernas temblorosas. Albrecht miró a su alrededor y vio que estaban todos los que habían salido de la caverna. Echó la cabeza atrás y lanzó un aullido de victoria. Los demás se unieron a él y su aullido se extendió por el paisaje Umbral en el que se encontraban, en las tierras del túmulo del Rey Albrecht.
John estaba sentado en el lindero del bosque, contemplando cómo sacudía el viento las ramas desnudas de los árboles. Una ramita se partió a su espalda y al volverse se encontró con sus camaradas, que caminaban hacia él entre los troncos. Se puso en pie y trató de sonreír.
—Ahí está —dijo Julia—. El hombre del día, escondido en el bosque.
—Sí —dijo Carlita. Tenía quemaduras por todo el cuerpo. Le habían curado la mayoría de ellas por medios mágicos pero conservaría algunas cicatrices—. ¿Qué ocurre? Todo el mundo quiere hablar contigo, tío. Dentro de unos años les contarán a sus cachorros que te conocieron.