Amor y anarquía (25 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela, #Histórico

En mayo de 1995 volvió a Italia por un par de meses y participó en la organización de un acto contra el proyecto de Tren de Alta Velocidad que iba a atravesar su región, el Valle de Susa. En marzo de 1996 volvió del todo: se estableció en Bussoleno, donde tenía un taller de herrería, y pasaba algunos días por semana en Turín, en las casas ocupadas anarquistas, o algunas semanas en Villa Freundier, una casa ocupada de Ginebra. Esa vida errante, decía, era lo suyo, pero también tenía problemas.

"En cuanto volví tuve un primer proceso por una pegatina junto con otros compañeros anarquistas de Ivrea. El segundo fue por una pintada en una pared, junto con otro compañero". Una noche de mediados de agosto de 1996 estaba en su casa de la via San Lorenzo, en Bussoleno, cuando oyó unos ruidos. Bajó despacio, sin hacer ruido, y llegó a ver a dos tipos jóvenes que se escapaban con cierta parsimonia: Silvano pensó que serían policías, no ladrones. Unos días des pués se fue a Ginebra, donde tenía pendiente un trabajo. Allí estaba el 23 de agosto, cuando alguien tiró un par de molotovs contra una máquina perforadora de la Consonda, la compañía que había iniciado las exploraciones del terreno para la construcción del TAV, cerca de Bussoleno. Edoardo Massari, mientras tanto, estaba preso.

Silvano siguió yendo y viniendo entre Turín y Bussoleno, herrería y casas ocupadas. Durante el '97 tuvo su cuarto, junto con Edoardo, en el Asilo; antes de fin de año se fue, junto con él, a vivir a la Casa Okupada del manicomio de Collegno.

"Vivíamos de arriba", escribirá más tarde. "Es decir, al margen del sistema trabajá-consumí-morite. Trabajando poco, consumiendo nada, no colaborando con las instituciones, haciendo tareas políticas contra este sistema en todos sus componentes, viviendo nuestros días con emociones grandes, de forma muy intensa. Se vivía más allá de todo. Instantes maravillosos e irrepetibles porque únicos, siempre distintos unos de otros. Se organizaban fiestas todas las semanas, donde se recogían fondos para mandarles a los compañeros presos en las prisiones del Estado. Ejercitar la libertad total y fuera de toda regla de la así llamada vida cívica ya es, en sí mismo, un delito".

—El sábado te hago un regalo.

—¿Por qué?

—¿Qué, no lo querés?

—Ah, sí, por el día de los enamorados... Yo también.

—Vamos a quemar un cajero automático. ¿Sabés qué son los cajeros automáticos?

Le preguntó Edoardo, y Soledad dijo que sí: está grabado. A partir de este momento parte de esta historia pasa a ser un relato policial: las grabaciones clandestinas que hizo la policía en el Volkswagen Polo de Edoardo, el registro de sus idas y venidas por Turín. Las fuerzas del orden debían estar muy aburridas o muy desesperadas: habían dispuesto para esas persecuciones medios que los muchachos seguramente no se merecían. Micrófonos en los coches, GPS —Global Positioning System, un seguidor satelital que permite ubicar un móvil en todo momento—, autos de seguimiento, micrófonos satelitales capaces de grabar sus conversaciones dentro de una casa, vigías con videos frente a la puerta de la Casa: un batallón, una fortuna de dineros públicos. A partir de ese momento, su historia se pone en escena con diálogos de ocasión:

—Tengo una botella de una cosa especial que prendemos con un petardito especial... Se enciende y quema a más de 2000 grados y funde hasta el metal quizás...

—¿Y cómo se hace?

—Y, vas y lo ponés.

—¿Pero cómo se hace esta cosa especial?

—La encontré. No se encuentra fácil, tuvimos mucho culo de encontrarla, una botella. Una botella de plástico llena. Pero una botella llena pesa dos o tres kilos.

—Esa la queríamos hacer en el supermercado.

—No, ésa se quema pero no estalla... Esta tenés que prenderla con una mecha, cuando la prendés hace una llama de un metro y el calor que da te funde hasta el hierro.

—¿Y no es conveniente dividirla y quemar tres o cuatro...?

Dijo Soledad, según los policías, ese jueves 12 de febrero, 17 horas. Todos estos diálogos —las grabaciones de estos diálogos— provienen de una de las partes, la menos creíble: la que tenía que demostrar que no estaba trabajando al pedo. Me pregunto —me lo he preguntado muchas veces— si es legítimo utilizar este material. Soledad, un mes después, le escribiría a Edoardo lo horrible que le resultaba "saber que esos bastardos escucharon todas nuestras conversaciones". Eso la hacía sentir "contaminada, sucia", dijo, y no dijo violada pero habría podido. Dudé. Me dije, finalmente: lo voy a usar, porque parece una aproximación inmejorable a Soledad y Edoardo en esos días finales, pero aclarando cuáles son sus fuentes y todos mis reparos. Edoardo le contestó que no:

—No, porque si la dividís te queda muy poco, en cambio así hacés un buen daño. Cuando queramos damos una vuelta por Turín y buscamos un cajero automático que nos venga bien y la apoyamos... pero en una de esas la botella resbala.. quizás hay que meterla adentro de un bolso o algo así...

—Y se prende enseguida y tenemos que escaparnos.

—También podemos hacer que se prenda un poco después.

—Tenemos que fijarnos bien que no haya cámaras de video.

—Pero, dale. Te ponés una capucha...

—Un pasamontañas.

—No, porque el pasamontaña no podemos, es una cosa rapidísima, tac, se mete el petardito, se pone esta cosa en una bolsa, después el petardo se mete adentro por arriba, capaz que ya prendido con una mecha o algo que dure poco... esta cosa es polvo de óxido férrico, el óxido del hierro mezclado con polvo de aluminio...

—¿O sea que eso se puede hacer en casa...?

—Se puede, pero no sé las proporciones justas y además adentro hay que meter otra cosa que yo no sé bien que es...

—No sé si se puede llegar con el coche, porque a veces hay cámaras donde menos te lo esperás, en una de esas hay un cajero y después a veinte metros una peletería...

—Pero si miramos bien...

—Casi todas las peleterías tienen cámaras.

—Sí, pero no estacionamos delante del cajero, como mínimo enfrente. Tenemos que estar atentos que no haya nadie que nos vea ponerla... porque si hay alguno que nos ve ponerla...

—Hay que ir vestidos de negro o de...

—De oscuro.

—De oscuro.

Dijo Soledad, pero no era tan fácil: los problemas operativos surgían en los rincones más insospechados. Edoardo no tenía pantalones oscuros.

—Pero yo solamente tengo estos pantalones, porque los marrones los puse a lavar.

—Tenemos que llamar a la Alcova para ir a buscar la ropa lavada.

—Sí, hay que llamarlos para hacerles acordar de la ropa. Capaz que se acuerdan pero... No, llamarlos y decirles si quieren venir a cenar, si vienen a cenar vengan a eso de las nueve, nosotros cocinamos, acuérdense de la ropa, bueno, chau... ¿Querés que vayamos a...? ¿Qué era lo que necesitábamos? Podemos ir a ver esa cosa para hacer la marihuana ahí abajo...

Febrero en Turín es invierno muy invierno; noche y niebla. Edoardo y Soledad se pasaban días y días sin mayores marcas, unas horas de yirar buscando algo, otro rato en la casa, el tiempo para el yoga y los arreglos, algún salto a la cama, a veces una fiesta o cena en las casas ocupadas. Una vida sin reglas ni obligaciones pero tampoco grandes logros: una vida de ordinaria marginalidad.

—¿Pero vos robás siempre, Sole?

—Yo no quiero darles plata a estos hijos de puta, aunque tuviera no se la daría.

Las escenas de la vida en el auto espiado se suceden y no se diferencian demasiado. Los espiados se repartían entre el entusiasmo por alguna acción más o menos política, más o menos estrafalaria, que solía quedarse en el proyecto, y las discusiones sobre variados temas y la necesidad de algún pequeño afano que a veces llegaba a realizarse. Como cuando Edoardo y Silvano planeaban robarse documentos de identidad en Ivrea, aunque "por un documento en blanco no te pagan mucho, hay que encontrar quién te la compre y en una de ésas te dan 200.000 liras cada uno o ni siquiera". O cuando Edoardo estaba robando nafta de un coche estacionado y se cortó con su propia navaja, "porque no la abrí bien, no la bloqueé, se volvió a cerrar y me cortó, bruto tajo, ahora quema, me corté hasta el hueso". Soledad le dijo que se pusiera azúcar que es cicatrizante o pegamento para cerrar la herida o que levantase la mano así le salía menos sangre.

—La sangre no duele, igual, y si lo levantás así la sangre sale menos...

O cuando discutían largamente si les convenía robarse un par de sauces o de nogales para plantar en el jardín de Collegno:

—Porque el sauce crece muy rápido, pero necesita agua todos los días. Por eso quiero poner una canilla afuera.

Dijo Soledad.

—El sauce llorón es débil, yo tenía dos y se murieron los dos.

Se opuso Silvano.

—Claro, claro que es débil, en mi casa hay...

—En cambio los nogales no se mueren nunca.

—Pero los sauces crecen más rápido, en un par de años los tenés. Si todavía estamos ahí...

Y otras veces eran sólo palabras de amor, confusas y tiernas, como las del miércoles 18 entre Edoardo y Soledad:

—¿Cómo me queda esta boina? ¿Está bien? Porque quiero ir a ver a mi amor, es...

—¿Amores?

—Sí, porque tengo muchos, se llaman Edoardos Balenos Massaris.

—Menos mal, menos mal.

—Me acuerdo que cuando Andrea estaba en el hospital de Ivrea pensé quién carajo es este Massari libre. Estaba por todos lados, 'Massari libre, Massari libre'.

—Dale...

—'¿Cómo que no sabés quién es Massari? No, no sé quién es Massari. Es Baleno. Ah, Baleno'.

—Dale. ¿No lo sabías?

—No sabía que tu apellido era Massari, que eras tan famoso, tan conocido.

—¿Y qué decías de este Massari? ¿Vos qué decías

—Massari libre.

—No, pero vos ¿qué pensabas?

—Pero ¿quién es este Massari? Yo siempre decía Marzio libre, Salvo libre, Markus libre, ¿este Massari quién será? Uno más de estos. Y mirá lo que resultó.

Amor precisa juegos: cada amor se inventa el estilo de los suyos. "A veces Edo se paraba y dejaba pasar el auto de la policía y después lo seguía", dirá Silvano. "Sole los insultaba, jugaban, era como si todo fuese un juego para ellos, esos días de febrero".

El día de la boina Silvano, más tarde, subió al auto. Soledad y Edoardo se iban a la montaña al día siguiente, a visitar a la familia, y Soledad dijo que quería salir temprano para que pudieran subir a esquiar. Entonces Silvano empezó a hablar de su odio por las estaciones de esquí. O, al menos, eso dicen las transcripciones policiales:

—Yo siempre pensé en poner autos bomba en las estaciones de esquí.

—Claro. Voy a esquiar y antes de irme pongo una bomba.

Le dijo Soledad.

—Carajo, yo les tengo un odio a las estaciones de esquí, un odio... Carajo, pondría una ametralladora en la montaña con cinco, seis cajas de cartuchos y después, el domingo al mediodía, cuando hay colas, todos amontonados, porque el sol está caliente, empiezo a ametrallarlos, pam, pam, pam... Carajo, con una MG, mi sueño es una MG, me haría como cuarenta, cincuenta muertos.

Entonces Silvano empezó a hablar de un sabotaje hecho ocho años atrás en una estación de esquí con dos topadoras de 500 caballos. Y prometió:

—Yo tengo todos los contactos para sabotear estas centrales, las visité varias veces...

—¿Las de tu región?

—Sí, de mi región.

—¿Del Valle de Aosta?

Le preguntó Soledad. Parece un detalle menor pero, a la luz de lo que pasaría poco después, no lo era: Soledad no sabía siquiera que la región de Silvano era el Valle de Susa. O, por lo menos, eso asegura la transcripción del acta oficial de acusación.

—No.

Le contestó Edoardo, y Soledad se acordó:

—Ah, Valle de Susa.

—Sí, y también sería justo ir a hacer algo ahí en el Valle de Aosta.

—Sólo que en el Valle de Aosta estoy fuera de base.

—Pero...

—Estoy fuera de base, en cambio en mi valle yo tengo las bases, los contactos...

Dijo Silvano. Pero todo —casi todo, en esos diálogos robados por los agentes de la ley— parecían sueños o proyectos o proclamas de intenciones lejanas.

—Yo digo uno de esos circos que tienen animales, acá, en Turín. Capaz que hacer una pintada... Pero vos tenés... ayer me hablabas de hacer algo en el McDonald's.

—¿En el McDonald's?

—Sí. Yo no puedo inventar nada, no sé preparar...

Dijo Soledad, modesta de repente. Algunas ideas persistían, aunque fueran cambiando de características. Hasta volverse casi tiernas. Edoardo se inspiró:

—Sería lindo hacer una especie de bomba que cuando explote sólo desparrame colores, una pintura roja, por todas partes...

—¿Y eso lo sabés hacer?

—Sí, que no le haga mal a nadie.

La frase, después, sería usada por la acusación: "sería lindo hacer una especie de bomba", citaron los fiscales con el engaño del recorte. Y la frase, en realidad, era un chico jugando: "una especie de bomba que cuando explote sólo desparrame colores, una pintura roja... que no le haga mal a nadie".

—Pará, veamos dónde comemos. En el Asilo no; vayamos mejor a la Alcova. ¿Y cómo se hace eso que decías?

—Y, habría que probar, porque no sé... Nunca lo hice, se puede probar, habría que hacer... Agarrar un recipiente de plástico fino, una botella de plástico.

—Muy finitas, están esas que no cuestan un carajo que las hacen finitas finitas...

—Y después meterle adentro la pintura y agarrar unos petardos, yo tengo unos petardos, se ponen adentro de algo para que la pintura no los arruine... después se ponen junto a la botella con un tubo de cartón y le pasás la mecha por adentro... lo único que hay que conseguir es una mecha... y la mecha no sé, un tanto así, dos o tres minutos de mecha, después vas al McDonald's...

Le iba explicando Edoardo, y Soledad se entusiasmaba:

—Qué grande, con toda la gente adentro...

—Pero tendrías que dejarla sobre una mesa y deberías...

—Sí, cuando me voy la dejo.

—Pero sobre la mesa...

—Están las cámaras de video.

—Sí, hay que ir primero a mirar.

—¿Sabés dónde la dejo? Donde están los tachos de basura, ahí arriba y chau. La dejo rápido, en un minuto...

Dijo Soledad, ya viéndose, ya saliendo, completando su acción. Pero Edoardo tenía algo que discutir:

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