DARTH VADER El señor oscuro (20 page)

Meditó por un momento algún posible plan y luego, presionando un botón del panel de control situado en el brazo del sillón, llamó a Mas Amedda a la sala.

El alto y cornudo chagriano, actual intermediario del Emperador con los diversos grupos senatoriales, se movió precavidamente entre los guardias imperiales que franqueaban la puerta, inclinando la cabeza en respetuosa reverencia a medida que se acercaba a Sidious.

Éste atisbó por la puerta abierta una cara familiar en el camarote de espera.

—¿El que está fuera es Isard?

—Sí, mi señor.

—¿Por qué está aquí?

—Ha pedido que le informe de un incidente que tuvo lugar cuando Lord Vader y él estaban en el Templo.

—¿De verdad?

—Me ha hecho entender que alguien desconocido accedió a unas bases de datos concretas empleando el radiofaro.

—Jedi —dijo Sidious, arrastrando la palabra.

—No puede ser nadie más, mi señor.

—¿Y Lord Vader estaba presente para presenciar esta infiltración remota?

—Estaba, mi señor. En cuanto se localizó la transmisión, Lord Vader ordenó que una guarnición local de soldados acabara con el Jedi responsable.

—Los soldados fracasaron —dijo Sidious, inclinándose hacia delante, interesado.

Mas Amedda asintió con gesto grave.

Más de su Jedi fugitivo,
pensó Sidious.
Se niega a dejar atrás ese asunto
.

—No importa —dijo por fin—. ¿Qué asunto te traía ante mí?

—El senador Fang Zar, mi señor.

Sidious entrecruzó los dedos de sus gordas manos y se retrepó en el asiento.

—Uno de los senadores más combativos de los dos mil ilustres que desean verme fuera de mi cargo. ¿Es que ha tenido un repentino cambio de opinión?

—Algo así. Recordará, mi señor, que a raíz de vuestro anuncio de que se había ganado la guerra, Fang Zar y otros firmantes de la Petición de los Dos Mil fueron retenidos para ser interrogados por oficiales del Departamento de Seguridad Interna.

—Al grano —saltó.

—Se dijo a Fang Zar que no abandonara Coruscant, pero se ha ido y ha conseguido llegar a Alderaan, en cuyo palacio de Aldera ha residido desde entonces. Pero ahora ha finalizado el conflicto que consumía a su sistema natal y parece ser que Fang Zar está decidido a volver a Sern Prime sin llamar la atención del DSI ni de nadie.

Sidious lo meditó un momento.

—Continúa.

Mas Amedda abrió sus enormes manos azules.

—Nos preocupa que su regreso repentino a Sern Prime provoque la disensión en ciertos sistemas fronterizos.

Sidious sonrió tolerante.

—Hay disensiones que merecen alentarse. Es preferible que vociferen e insulten al descubierto a que conspiren a mis espaldas. Pero, dime, ¿sabe el senador Organa que Zar fue interrogado antes de huir de Coruscant?

—Puede que ahora sí sepa, pero es improbable que lo supiera al conceder a Fang Zar condición de refugiado.

Sidious volvió a mostrarse interesado.

—¿Cómo piensa llegar a Sern Prime sin, como tú dices, llamar la atención?

—Sabemos que contactó con un criminal de Murkhana...

—¿De Murkhana?

—Sí, mi señor. Igual no desea implicar al senador Organa en su situación.

Sidious guardó silencio por un largo rato, sintonizando con las corrientes de la Fuerza. Corrientes que relacionaban a Vader con Murkhana, y ahora a Zar con Murkhana. Y puede que al Jedi fugitivo con Murkhana...

A su mente acudieron las palabras de Darth Plagueis.

Dime qué consideras tu mayor fuerza, y sabré cuál es la mejor forma de vencerte; dime cuál es tu mayor miedo, que yo sabré cuál debo obligarte a afrontar; dime qué es lo que más quieres, y sabré qué debo quitarte; y dime qué ansías, para que pueda negártelo...

—Quizá lo más prudente para Fang Zar sea que permanezca más tiempo en Alderaan —dijo por fin.

Mas Amedda inclinó la cabeza.

—¿Debo informar al senador Organa de sus deseos?

—No. Lord Vader se ocupará de la situación.

—Para desviar su ansia por el Jedi —se arriesgó a decir el chagriano.

Sidious lo miró fijamente.

—Para aguzarla.

29

Q
uizá fuera la agradable imagen que presentaba Alderaan desde el espacio lo que le había permitido disfrutar de una historia tan larga de paz, prosperidad y tolerancia.

Y cuando uno se adentraba en su intoxicante atmósfera y se iba acercando a ese montaje de nubes de alabastros, mares azules y verdes llanuras, la imagen seguía manteniéndose. El planeta vecino de Coruscant en el Núcleo era una joya sin igual.

La impresión de paz empezaba a desvanecerse sólo al llegar a las calles de la ciudad-isla de Aldera, y sólo debido a la actividad reinante aquel día, prueba de que la única forma en que puede perdurar la tolerancia es dando voz a todos, incluso cuando la libre expresión desafía la perpetuación de la paz.

Bail Organa comprendía eso, como lo comprendieron sus predecesores en el Senado Galáctico. Pero la compasión que sentía Bail por quienes habían tomado las estrechas calles de Aldera para manifestarse no era simple cuestión de
noblesse oblige,
pues compartía sus preocupaciones y sentía una gran simpatía por su causa. Como decían muchos, de no ser por la genética, Bail habría podido ser un gran Jedi. Y, de hecho, fue considerado un valioso amigo de la Orden durante la mayor parte de su vida adulta.

Se mantuvo a la vista de las multitudes, en un balcón del palacio real, en el corazón de Aldera, que a su vez yacía al abrazo de verdes montañas cuyas suaves cumbres brillaban por la nieve recién caída. Bajo él desfilaban cientos de miles de manifestantes, refugiados de cientos de especies desplazadas a la fuerza por la guerra, vestidos con ropas de colores que los protegían de las frígidas corrientes de aire descendente de las montañas. Muchos de los refugiados llevaban en Alderaan desde los inicios del movimiento separatista, viviendo en refugios proporcionados por el planeta, y otros muchos habían llegado recientemente para mostrarles su apoyo. Ahora que la guerra había acabado, casi todos estaban impacientes por volver a su sistema natal, recuperar lo que quedaba de su destrozada vida y reunirse con los miembros de sus dispersadas familias.

Pero el Imperio intentaba frustrar sus deseos.

Los paneles brillaban y las holoimágenes brotaban de aparatos sostenidos por manos y tentáculos a medida que la multitud pasaba junto a la posición privilegiada de Bail en la torre norte, tras las blancas murallas del palacio y los estanques que mucho tiempo antes sirvieron de fosos defensivos.

«¡Marioneta de Palpatine!», se leía en un holograma.

«¡Rechazar el impuesto!», se leía en otro.

«¡Resistencia a la imperialización!», ponía en un tercero.

El primero era una referencia al gobernador regional que el Emperador Palpatine había enviado a esa parte del Núcleo, el cual había decretado que todos los refugiados de los antiguos mundos de la Confederación debían someterse a rigurosos controles de identidad antes de recibir los documentos de tránsito.

El «impuesto» era el peaje que se cobraba a cualquiera que viajase a los sistemas fronterizos.

El tercer eslogan era ya una frase de uso común e iba dirigida a todo el que temiese los intentos del Emperador de someter a todos los sistemas planetarios, autónomos o no, al mando de Coruscant.

Aunque muy pocos de los enfurecidos cánticos iban dirigidos contra el gobernador de Alderaan, o contra la reina Breha, esposa de Bail, muchos esperaban que Bail intercediera por ellos ante Palpatine. Alderaan sólo era el lugar donde los manifestantes habían decidido reunirse a raíz de que los organizadores optaran por no celebrarla en Coruscant, bajo la vigilante mirada de los soldados, y con el recuerdo de lo sucedido en el Templo Jedi fresco en la mente de todos.

En cualquier caso, las manifestaciones no eran algo nuevo en el planeta. Los alderaanos eran conocidos por toda la galaxia por sus misiones humanitarias y por su constante apoyo a las minorías oprimidas. Y, lo que era más importante, Alderaan siempre había sido fuente de disensión política durante toda la guerra gracias a un movimiento liderado por los Estudiantes de Collus de la Universidad de Aldera, que habían tomado su nombre de un aplaudido filósofo alderaano.

Con su mundo natal tan politizado, Bail se había visto obligado a moverse con mucho cuidado en la capital galáctica, mostrándose tanto como defensor de las poblaciones de refugiados que como miembro del Comité de Lealistas; es decir, de los leales a la Constitución y a la República que la representaba.

Bail era un hombre razonable, uno más del puñado de delegados que se habían visto divididos entre apoyar a Palpatine o no hacer nada en absoluto, consciente de que la lucha política era la única forma de introducir algún cambio en la sociedad. Por tanto, Palpatine y él se habían enzarzado en numerosas disputas, tanto públicas como privadas, sobre cuestiones relacionadas con el rápido ascenso del Canciller a posiciones de incontestable poder y la subsiguiente erosión lenta pero segura de las libertades individuales.

Sólo con el repentino y sorpresivo final de la guerra había comprendido finalmente que lo que consideró maniobras políticas de Palpatine no eran sino parte de una maquinación meditada, el desarrollo de un plan diabólico para prolongar la guerra y acabar con los Jedi en el momento en que éstos le acusaran de negarse a proclamar el final de la contienda con la muerte del Conde Dooku y del general Grievous, pudiendo declararlos así no sólo traidores a la República, sino culpables de fomentar la guerra para servir a sus propios fines y, por tanto, merecedores de ser ejecutados.

Desde entonces, Bail se había visto obligado a llevar en Coruscant, Centro Imperial, un juego mucho más arriesgado, pues sabía que Palpatine era un adversario mucho más peligroso de lo que sospechaba nadie, de hecho más peligroso de lo que la mayoría apenas podía empezar a adivinar. Aunque senadores como Mon Mothma o Garm Bel Iblis esperaban que Bail se uniera a su intento de organizar una rebelión secreta, había una circunstancia que lo obligaba a ser discreto y a mostrar públicamente una lealtad por Palpatine muy superior a la que había mostrado nunca.

Esa circunstancia era Leia. Y el miedo que sentía por su seguridad había aumentado desde su encuentro con Darth Vader en Coruscant.

Sólo le había mencionado el encuentro a Raymus Antilles, capitán de la nave consular
Tantive IV
. Antilles estaba encargado de la custodia de C-3PO y R2-D2, los androides de protocolo y astromecánico de Anakin. El primero había pasado por un borrado de memoria para salvaguardar la verdad todo el tiempo que fuera necesario, y así garantizar la protección de los mellizos Skywalker.

¿Podía ser Vader en realidad Anakin Skywalker?,
se preguntaban los dos hombres.

La supervivencia de Anakin no parecía posible, dado el relato de Obi-Wan de lo sucedido en Mustafar. Pero puede que Obi-Wan subestimase a su discípulo. Puede que la gran sintonía con la Fuerza que tenía Anakin le hubiera permitido sobrevivir.

¿Acaso Bail estaba criando a la hija de un hombre que seguía vivo?

¿Qué otra posibilidad había? ¿Que Palpatine, o Sidious, hubiera bautizado a otro aprendiz como Darth Vader? ¿Que la monstruosidad negra que Bail había visto en la plataforma de aterrizaje no fuera más que una versión androide de Anakin, tal y como el general Grievous era una versión ciborg de su antiguo yo?

De ser eso cierto, ¿consentirían los soldados en ser dirigidos por un ser así, por mucho que se lo ordenara Sidious?

Estas cuestiones carcomían a Bail sin proporcionarle respuestas, y acontecimientos como la manifestación de refugiados sólo servían para que peligrase aún más su posición en Coruscant y aumentase su preocupación por Leia.

Palpatine era capaz de aplastar sin ayuda a todo el que se opusiera a él. Y aun así, continuaba permitiendo que otros le hicieran el trabajo sucio, para conservar su imagen de dictador benévolo. Palpatine utilizaba a sus gobernadores regionales para emitir los decretos más duros, y a sus soldados para imponerlos.

Los organizadores de la marcha habían prometido a Bail que sería pacífica, pero Bail sospechaba que Palpatine había infiltrado en ella espías y agitadores profesionales. Los gobernadores regionales podrían utilizar los disturbios como excusa para arrestar a disidentes y a teóricos alborotadores y anunciar nuevos edictos que harían que viajar fuera aún más difícil y costoso para los refugiados.

Con la llegada de tantas naves procedentes de sistemas cercanos, había sido imposible controlar a la gente y encontrar entre ella a agentes y saboteadores imperiales. Y de haber alguna forma de identificarlos y emitir ordenes restrictivas, Bail sólo le habría hecho el juego a Palpatine, alienando así tanto a los refugiados como a sus ardientes defensores, que consideraban Alderaan uno de los últimos bastiones de la liberad.

De momento, los agentes de la ley estaban haciendo un buen trabajo confinando a los manifestantes al circuito preasignado por palacio, y el cielo estaba lleno de flotadores policiales y naves de vigilancia asegurándose de que la situación seguía bajo control. Sólo se tomarían medidas activas si Bail daba la orden, y sólo como último recurso.

Bail, parado en el balcón, era blanco de gritos, llamadas, cánticos y baterías de puños alzados. Se pasó la mano por la boca, rogando porque la Fuerza lo acompañara.

—¡Senador! —dijo alguien detrás de él.

Bail se volvió para ver al capitán Antilles, que se dirigía hacia él procedente de la Sala de Grandes Recepciones del palacio. Venía acompañado de Sheltray Retrac y Celana Aldrete, dos ayudantes de Bail.

Antilles dirigió la atención de Bail a un holoproyector cercano.

—No le va a gustar esto —dijo el capitán de nave espacial, a modo de aviso.

En el campo azul del proyector apareció la holimagen de una enorme nave bélica.

El ceño de Bail se arrugó por la confusión.

—Un destructor estelar clase Imperator —explicó Antilles—. No ha comunicado nada, y ahora está en órbita estacionaría sobre Aldera.

—Esto es insultante —dijo Celana Aldrete—. Ni siquiera Palpatine puede tener el descaro de venir a interferir en nuestros asuntos.

—No te engañes —dijo Bail—. Lo tiene y lo ha hecho. —Se volvió hacia Antilles—. Llama a la nave —ordenó, mientras el visir de Aldera y otros consejeros corrían hacia el balcón para quedarse boquiabiertos ante la holoimagen proyectada.

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