Dentro de WikiLeaks (2 page)

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Authors: Daniel Domscheit-Berg

No es posible expresarlo mejor: ha llegado el momento de mirar entre los bastidores de WikiLeaks.

El primer encuentro

En septiembre de 2007 oí hablar por primera vez de WikiLeaks, de boca de un buen amigo. Por entonces visitábamos con regularidad cryptome.org, la página web de John Young. Cryptome había saltado a las portadas de los periódicos, entre otras cosas, porque en 1999 y en 2005 había publicado una lista de nombres de agentes del MI6, el Servicio de Inteligencia Secreto británico. Cryptome.org publicaba documentos de personas que deseaban sacar a la luz informaciones secretas sin correr el riesgo de ser desenmascaradas como traidores o ser encausadas por ello. En esa idea también se fundamenta WikiLeaks.

Es curioso, pero en un primer momento muchos daban por supuesto que tras WikiLeaks se ocultaba un servicio de inteligencia secreto internacional, y que se trataba de un llamado honeypot: es decir, que se ofrecía una plataforma a todo aquel que quisiera divulgar una información, con el fin de atrapar a los delatores tan pronto como cargasen material realmente explosivo en la página. Debo reconocer que yo era uno de los desconfiados.

Pero en noviembre de 2007 aparecieron en WikiLeaks.org los manuales que utilizaban en la bahía de Guantánamo con el título Camp Delta Standard Operating Procedures (Procedimientos Operativos del Campo Delta), y que revelaban las violaciones de los derechos humanos y de la Convención de Ginebra por parte de los Estados Unidos en los campos de prisioneros ubicados en Cuba. Al momento me resultó obvio lo siguiente:

En primer lugar, que la idea de que WikiLeaks fuera una creación de algún servicio secreto era absurda.

En segundo lugar, que el proyecto tenía potencial para adquirir aún mucha más importancia que Cryptome.

Y en tercer lugar, que WikiLeaks era algo muy positivo.

Para aquellos que desde el principio han estado involucrados en comunidades de la red, Internet no es un confuso océano de datos, sino más bien una aldea. En caso de necesitar una valoración sobre un tema concreto, sabía perfectamente dónde debía acudir. Así lo hice, y en todos los casos obtuve idéntica respuesta: «¿WikiLeaks? ¡Es fantástico!». Eso me confirmó que debía seguir la evolución de WikiLeaks.

Me registré en el
chat
que todavía existe en la página de WikiLeaks y entré en contacto con ellos. Tuve la inmediata sensación de que las personas que participaban en el
chat
tenían una mentalidad parecida a la mía. Les interesaban las mismas preguntas. Trabajaban, igual que yo, a horas intempestivas del día o de la noche. Mantenían debates sobre temas sociales. Creían que Internet ofrecía la posibilidad de abordar los problemas desde una perspectiva totalmente nueva. Un día después pregunté por primera vez si podía colaborar de algún modo. No recibí respuesta. Me sentí desconcertado y hasta cierto punto ofendido. Sin embargo, seguí participando en el
chat
.

La respuesta llegó dos días más tarde: «¿Sigues interesado en trabajar?». Era Julian Assange quien preguntaba.

«¡Por supuesto! Dime qué puedo hacer», contesté.

Julian me asignó un par de tareas poco importantes. Me pidió que pusiera orden en WikiLeaks, que realizase formateos y revisara contenidos. Durante mucho tiempo no tuve nada que ver con documentos delicados. Enseguida se me ocurrió la idea de incluir WikiLeaks en el programa del XXIV Chaos Communication Congress (24C3), la cita anual de
hacker
s
y otros protagonistas del mundo de la informática, que tiene lugar entre Navidad y Fin de Año en el Centro de Congresos de Berlín (BCC), organizado por el Chaos Computer Club.

En aquel momento apenas sabía de los procesos internos de WikiLeaks. Ni siquiera sabía cuántas personas participaban, ni cuál era la infraestructura técnica en la que se basaba. Mi imagen de WikiLeaks era la de una organización de tamaño medio, con un buen equipo, sólidos fundamentos técnicos y servidores en todo el mundo.

Yo tenía un trabajo fijo como diseñador de redes y responsable de seguridad de las mismas para Electronic Data Systems (EDS), una importante empresa estadounidense que gestionaba las necesidades de TI de clientes civiles, pero también del ámbito militar, que tenía su principal sucursal en Alemania, en Rüsselsheim. Según un acuerdo tácito con mi jefe, entre mis funciones no se encontraba la de asesorar a empresas de armamento, de modo que era responsable principalmente de GM, y por tanto también de Opel, así como de varias compañías aéreas. Cualquiera que realice reservas de vuelos por Internet puede que esté utilizando tecnologías que desarrollé en aquella época.

Ganaba unos 50.000 euros al año. Era muy poco para el trabajo que realizaba, pero no me importaba. Me involucré en la Open Source Community, trabajaba muchas más horas de las cuarenta semanales acordadas en mi contrato, y creaba de forma permanente nuevas soluciones, con un rendimiento valorado por todos.

Mis colegas y yo nos permitíamos las bromas típicas con las que los técnicos consiguen mantener el buen humor en ese tipo de empresas: como protesta ante la deplorable calidad del café, manipulábamos los menús de las máquinas automáticas de manera que debían realizarse constantes operaciones de mantenimiento en aquellos aparatos, en teoría tan rentables. O por ejemplo, enviaba con regularidad correos electrónicos a alguno de mis compañeros, de carácter muy irascible, desde la dirección, y observaba en secreto cómo se encolerizaba aún más. Y de inmediato le enviaba otro correo: «Dios dice que no debemos enfadarnos tanto».

Vivía en Wiesbaden, mi novia de entonces era una joven muy hermosa, y me sentía, en una palabra, feliz, pero en absoluto eufórico. Llevaba una vida alegre y plena, pero aún había sitio para algo más.

En una ocasión, cuando mi relación con Julian ya estaba muy degradada, me dijo que sin WikiLeaks sería un Don Nadie. Y que solo había participado en el proyecto porque no sabía qué hacer con mi vida.

Tenía razón. WikiLeaks fue lo mejor que me había pasado hasta entonces en la vida.

Sin embargo, con anterioridad a WikiLeaks, no me aburría en absoluto: había instalado en mi cocina un servidor con un consumo anual de 8.500 kWh; me rompía la cabeza permanentemente en la creación de estructuras de red y me reunía con miembros de los clubs del caos locales. De ese modo mis días estaban más que colmados.

No obstante, no ponía el alma en ello. Durante todos aquellos años había sentido que me faltaba algo, algo definitivo. Un sentido. Una misión que estaba deseando encontrar, que de verdad anhelaba y por la que sería capaz de dejarlo todo.

En aquel tiempo, el Chaos Computer Club era para mí un importante punto de referencia, y las direcciones de las salas del club en Berlín fueron de las primeras en mi agenda cuando llegué a la capital. Imposible describir qué era lo que me atraía tanto de sus miembros. Todos demostraban una acentuada extravagancia. Se trataba de personas creativas, inteligentes, a veces un tanto toscas, que con toda seguridad no malgastaban su tiempo en relaciones hipócritas de falsa amistad. Su supuesta deficiencia en habilidades sociales quedaba compensada por una lealtad auténtica hacia el nuevo miembro del club, tan pronto como este era aceptado. Todos ellos estaban ocupados las veinticuatro horas del día en algún tema. Todos eran expertos acreditados en sus respectivos ámbitos de especialización, ya fuera software libre, música electrónica, arte visual o cuestiones de pirateo informático, seguridad de TI, protección de datos o espectáculos de luces, es decir, existía un gran abanico de intereses.

Además, el club presentaba una ventaja decisiva en comparación con muchas otras comunidades similares: contaba con un lugar de reunión. Para las personas que pasan gran parte de su tiempo en espacios digitales, este es un atractivo nada despreciable. En el club podíamos sentarnos en torno a una mesa y debatir problemas cara a cara, e incluso, tal como pude comprobar poco después, en situaciones delicadas era posible pasar la noche en uno de los innumerables sofás. El club velaba para que los integrantes de aquel mundillo se reunieran periódicamente, como era el caso del congreso anual en el Centro de Congresos de Berlín (BCC), en Alexanderplatz.

A principios de diciembre de 2007, Julian se había puesto en contacto conmigo a través del
chat
mediante un breve mensaje: «Nos vemos en Berlín. Estoy impaciente por dar esa conferencia».

Lo primero que me vino a la cabeza fue: «Bueno, espero que haya funcionado». Hasta muy poco antes de que empezara el congreso no se sabía con seguridad si su conferencia estaba programada. Había hecho todo lo que estaba en mi mano para incluirla en el programa, pero los plazos de presentación habían finalizado en agosto. Por otro lado, tampoco estaba seguro de no haber alborotado demasiado el gallinero, si al final no aparecía nadie de WikiLeaks.

Como era habitual en él, Julian apareció en el último momento. Pero entonces resultó que su conferencia no estaba prevista. Hasta la fecha no he logrado saber si Julian llegó a entregar el formulario que se le había solicitado. Es posible que los miembros del club tampoco supieran a ciencia cierta qué era WikiLeaks, o que consideraran que no tenía relevancia. O tal vez fuera la actitud de desconfianza de numerosos miembros del club hacia WikiLeaks el motivo por el cual Julian había quedado fuera del programa principal. En un principio, sobre todo en Alemania, tuvimos que luchar contra la actitud recelosa del movimiento de protección de datos personales, cuyo lema era: «Protección de datos privados vs. uso de datos públicos». Nosotros nos posicionábamos en un punto intermedio, por lo que éramos materia de debate.

Sea como fuere, la conferencia de WikiLeaks no estaba incluida en el programa oficial. Los organizadores nos ofrecieron como única alternativa una sala en el sótano para realizar una pequeña presentación. A todo esto, Julian ya había mantenido una discusión en las taquillas al negarse a pagar la entrada. Había dado por supuesto que tenía entrada libre puesto que era uno de los conferenciantes, pero los taquilleros no compartían su punto de vista. Al no constar en la lista de ponentes querían sacarle setenta euros.

Julian dejó la mochila (a menudo su único equipaje) en la sala de prensa y exigió el uso de la sala a partir de aquel momento.

Se trataba de una sala no demasiado grande, con el suelo cubierto de oscuras baldosas y una hilera de mesas dispuestas tras tabiques de separación. La sala se encontraba en un extremo del primer piso, al final del pasillo. Las persianas estaban bajadas incluso durante el día. Normalmente la utilizaban los periodistas para elaborar sus textos con tranquilidad desde sus portátiles. Julian tomó posesión de la sala de inmediato y empezó a trabajar, esto es: permanecía horas y horas inmóvil ante el ordenador, mientras pulsaba con fuerza las teclas.

En caso de que alguien quisiera utilizar la sala, aunque solo fuera durante un cuarto de hora para llevar a cabo una entrevista para la radio, Julian se negaba a abandonarla o a teclear con más suavidad.

Aunque los organizadores ponían todo su empeño en deshacerse del tozudo invitado, Julian consideraba que estaba en su derecho a quedarse a pasar la noche. Y al final se salió con la suya, con toda seguridad durmió arropado en su chaqueta, sobre las mesas, ya que las baldosas debían de estar muy frías.

La primera vez que lo vi pensé que era un tipo genial. Llevaba pantalones militares de color verde oliva, una camisa blanca inmaculada y un chaleco de lana verde. Julian llamaba la atención, destacaba entre los demás con su resplandeciente camisa blanca.

Era muy dinámico, desenvuelto, se desplazaba a grandes pasos. Cuando bajaba la escalera, los tablones temblaban. Hay personas que parecen estar haciendo una prueba de resistencia del suelo con cada paso que dan. A veces cogía carrerilla, daba un salto y patinaba con sus desgastadas botas sobre el suelo recién encerado. O se dejaba deslizar por la barandilla de la escalera y casi daba una vuelta de campana en el aterrizaje. Diversiones que yo también compartía.

Nos vimos por primera vez en el primer piso del Centro de Congresos de Berlín, donde acababa la escalera de caracol. Aquel día el local estaba abarrotado. En la planta baja, los visitantes que habían llegado tarde suplicaban que les dejasen entrar. Se acababa de superar el récord de tres mil visitantes, y toda aquella multitud avanzaba a empujones con gran fragor a través del pasillo del pabellón de congresos. En ocasiones era necesario un cuarto de hora para recorrer veinte metros en aquel atasco. En el primer piso, al final de la escalera, había un poco más de tranquilidad. Recuerdo que a la izquierda había un sofá de cuero blanco con vistas a Alexanderplatz. Durante los siguientes días, ese fue nuestro punto de encuentro. Cuando uno de los dos necesitaba ir al baño o a buscar algo de comer, el otro hacía vigilancia. Como respuesta a la mirada ávida de los cansados asistentes al congreso, enseñábamos los dientes.

Al principio hablábamos durante horas. Después con frecuencia solo compartíamos el sofá; Julian trabajaba inmerso en su ordenador y yo hacía lo propio.

No sé qué es lo que esperaba Julian cuando emprendió su viaje a Berlín. La sala del sótano que nos habían asignado para la presentación me resultaba desagradable. Por suerte era una sala pequeña, porque a la conferencia acudieron menos de veinte personas, entre ellas ninguna cara conocida del club, lo cual me entristeció mucho. No podía comprender por qué a ninguno de sus miembros parecía interesarle la idea de WikiLeaks.

Me senté en primera fila, a la derecha, y observé a Julian mientras hablaba sobre WikiLeaks con su encantador acento australiano. Julian llevaba siempre la misma ropa. La reluciente camisa blanca, que en nuestro primer encuentro me había deslumbrado, a esas alturas ya no parecía tan esplendorosa.

No sé si Julian estaba decepcionado por el escaso público que había bajado al sótano, pero en todo caso disimuló. Habló durante cuarenta y cinco minutos, y cuando comenzó la ronda de preguntas, respondió con tranquilidad a los tres asistentes que formularon alguna.

Me dio un poco de pena. Después de todo, había tenido que pagar el viaje de su bolsillo. Durante su ponencia, de vez en cuando me volvía hacia los oyentes y observaba la expresión un tanto perpleja de sus rostros.

Más adelante volvería a dar aquella misma conferencia de forma mucho más gráfica, con ayuda de más ejemplos, pero entonces su discurso era todavía demasiado teórico. Julian era incansable a la hora de ganar adeptos para su idea. Apenas nadie conocía WikiLeaks y solían confundirnos con wikipedia, así que durante los meses siguientes hablamos sobre WikiLeaks a cualquiera que quisiera escucharnos durante un par de minutos, aunque solo fueran tres personas. Hoy nos conoce el mundo entero. En aquella época cualquier alma era bien recibida.

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