Dentro de WikiLeaks (4 page)

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Authors: Daniel Domscheit-Berg

En el Chaos Communication Congress de 2009, el último al que asistimos juntos, fuimos a la presentación de un nuevo programa para realizar análisis literarios. Los ponentes intentaban demostrar lo sencillo que resultaba relacionar diferentes textos con un solo autor. No solo la caligrafía del escritor, sino también elementos estilísticos recurrentes, palabras o la construcción de las frases ayudaban a reconocer de manera indiscutible al mismo autor de varios textos.

Hice una seña a Julian mediante un golpecito en el pie. Nos miramos y no pudimos evitar empezar a reír a carcajadas. Si alguien hubiera analizado nuestros documentos con un programa similar, hubiera podido determinar que detrás de las numerosas noticias de prensa, análisis de documentos y correspondencia siempre estaban las mismas personas, que adoptaban todo un abanico de identidades distintas.

Asimismo, el número de voluntarios estaba, para decirlo en plata, considerablemente abultado. Desde un buen principio dijimos que contábamos con miles de voluntarios y cientos de ayudantes activos que colaboraban con nosotros. No era del todo mentira, puesto que nos limitamos a contar a todas aquellas personas que se habían inscrito en una lista de correo y que de hecho en alguna ocasión habían comunicado su deseo de apoyar el proyecto. Sin embargo, en su mayoría nunca tuvieron una participación activa; eran simplemente nombres.

Durante mis primeros meses en WikiLeaks no tenía muy claro cuántos éramos. En ocasiones me sorprendía el hecho de no tener que reunirme con otras personas, aparte de Julian, con más frecuencia; o apenas oír hablar de alguien, aparte de nosotros dos, que fuera responsable de alguna tarea. Los remitentes de los correos utilizaban las mismas cuentas de WikiLeaks que Julian. Cuando por fin me di cuenta del reducido número de personas que en realidad participaban en el proyecto, tuve la sensación de ser cada vez más indispensable. Y el hecho de que tan poca gente hubiera tenido una repercusión tan impresionante me motivaba aún más.

La publicación del caso Bär hizo que se pusiera en contacto con nosotros un tal Ralf Schneider*.
[1]
Schneider* era un arquitecto alemán que figuraba en la información adicional del informante como uno de los evasores fiscales. Nos escribió un correo. Le hubiera encantado tener varios millones para ponerlos a buen recaudo en Suiza, pero no era así; debía tratarse de un error. Me quedé estupefacto.

Las informaciones sobre las personas implicadas procedían de nuestro informante. Fuera quien fuese la persona que nos había hecho llegar el material, también había hecho sus propias pesquisas en relación con informaciones sobre los clientes y las había añadido a los documentos con la esperanza de facilitar su comprensión. Precisamente en el caso de aquel nombre había cometido un error. Había confundido al arquitecto alemán Ralf Schneider* con el verdadero criminal, que tenía un nombre similar, un colega de profesión suizo llamado Rolf Schneider*. Del mismo modo que habíamos publicado todas las observaciones de nuestra fuente, enseguida añadimos la información relativa a aquel error. Inmediatamente pudo leerse en nuestra página web: «Este documento, su contenido y ciertos comentarios son, de acuerdo con tres fuentes independientes, entre las que no se encuentra Julius Bär, falsos o están manipulados. WikiLeaks ha abierto una investigación al respecto».

¿Tres fuentes independientes? Suena bien, lástima que nos lo inventáramos.

¿Por qué no eliminamos el nombre de inmediato, cuando la información podía meter en problemas a un inocente? Decidimos no hacerlo porque era habitual que las personas que veían sus nombres publicados y asociados a informaciones negativas se dirigieran a nosotros con la petición de retirar de inmediato su nombre de la página. Queríamos comprobar la información antes de corregirla.

Schneider* estaba furioso, y con razón. Cuando los posibles clientes buscaban «Ralf Schneider, arquitecto» en Google, la primera página que aparecía como resultado era la que le vinculaba al fraude fiscal. No obstante, pudo demostrarnos que las demás informaciones incluidas en los documentos no encajaban con su perfil. «No tengo ni he tenido nunca una cuenta bancaria en la banca Julius Bär —escribió—. No tengo ninguna casa en Mallorca, ni una cuenta en las Islas Caimán, ni vivo en el extranjero. Ya he encargado a mi abogado que presente una denuncia por difamación en el ministerio público de […]»

En realidad no queríamos modificar las declaraciones originales de nuestra fuente, sino que preferíamos defendernos con notas explicativas. Sin embargo, al cabo de un año Schneider* volvió a ponerse en contacto con nosotros porque al buscar su nombre en Google el resultado seguía remitiéndolo a WikiLeaks, por lo que me encargué de la actualización de las páginas en el archivo del buscador.

Schneider* fue acusado de forma injusta. Por lo que sé, ha sido el único caso en toda la historia de WikiLeaks. Me dio mucha pena. Pero las demás reclamaciones, amenazas y ruegos, que con anterioridad o posterioridad nos llegaron en relación con nuestras filtraciones, en última instancia se trataba siempre de un intento de encubrir los propios delitos. Al introducir su nombre en Google descubrían el
link
que les remitía a WikiLeaks, y entonces se ponían en contacto con nosotros en un tono indignado. Desde amenazas a ruegos, pasando por intentos de soborno, no desistían hasta intentarlo todo. Y nosotros nos divertíamos con ello.

Por ejemplo, habíamos publicado un escrito de demanda de Rudolf Elmer, hasta 2003 vicepresidente de Julius Bär en las Islas Caimán. En 2008 presentó una reclamación por varios casos de violaciones de la Convención de los Derechos Humanos en el Tribunal de Justicia Europeo para los derechos humanos. Muchos creen que Elmer era el informante que facilitó los datos sobre Julius Bär. En todo caso, tras la pérdida de su puesto en el banco, o tal vez incluso antes, se convirtió en un comprometido combatiente contra la ley bancaria en Suiza. En una oración al margen de dicha reclamación, se afirma que un tal John Reilley* supuestamente había recibido asesoramiento del banco Julius Bär. Reilley* es un conocido inversor que se proclama a sí mismo en su página web como un gran promotor de proyectos sociales y «filántropo».

Un par de días después de dicha publicación, se puso en contacto con nosotros un tal Richard Cohen*. Su correo empezaba con un himno de alabanza a WikiLeaks, seguía deshaciéndose en elogios y finalizaba con una propuesta: según decía deseaba hacer una donación, pero puesto que la cuenta en PayPal no funcionaba en aquel momento, le pareció aún mejor idea organizar una recaudación de fondos en Manhattan para nosotros. A continuación mencionaba de pasada que «causalmente» había buscado a su inversor en WikiLeaks, y quién le iba a decir que John Reilley* aparecería vinculado con aquel fraude fiscal. Reilley* estaba por encima de cualquier duda. ¿No podría tratarse de un error de traducción?

Cuando en pocas palabras respondimos que nuestra traducción era correcta, su tono dejó de ser afable.

Fuimos amenazados por toda una serie de abogados, con procedimientos judiciales y otras medidas. Transparencia Internacional y hasta el mismo Dios deberían ser informados. En más de una página, Cohen* exponía de forma detallada cómo el aparato judicial no tardaría en hacernos pedazos, como si aplastara una mosca, y luego se limpiaría la punta del zapato. Nuestra respuesta fue aún más breve que la anterior: «Deje de perder su tiempo y el nuestro con esta estupidez».

Admito que en ocasiones disfrutábamos al imaginar a nuestro interlocutor mordiendo el respaldo de la silla a causa de la ira. En esta vida, a mí también me han sacado de mis casillas algunas personas.

Desarrollamos un sexto sentido para los correos que empezaban con alabanzas. Casi siempre acababan mal.

También publicábamos en nuestra página web las respuestas de nuestros enemigos, sus elogios y maldiciones. Tan pronto como se lo hacíamos saber, empezaba abruptamente el primer asalto.

Publicábamos todo lo que llegaba a nuestras manos en cumplimiento de nuestro principio de transparencia. ¿Cómo hubiéramos podido aplicarlo de otro modo? En caso de no haberlo hecho, se nos hubiera recriminado parcialidad. Nos daba igual que afectara a la izquierda o a la derecha, a personas simpáticas o a tontos: simplemente, lo publicábamos todo. Solo descartábamos las informaciones extremadamente insignificantes. A buen seguro nuestras publicaciones en ocasiones iban demasiado lejos, puesto que no retirábamos los correos privados que afectaban a terceros no involucrados.

Publicamos, por ejemplo, la correspondencia del negacionista del Holocausto David Irving. Con ello echamos a perder de forma indirecta su gira literaria por los Estados Unidos. Cuando se dieron a conocer los lugares en los que tenía programadas sus conferencias, la mayoría de los organizadores demostraron no tener la menor intención de buscarse problemas con una manifestación contra Irving. De manera simultánea, los correos revelaron la desaforada relación del controvertido historiador con su propia asistente. Se trataba sin duda alguna de un asunto privado. Probablemente no fue agradable para su colaboradora. ¿A quién le gusta quedar expuesta como víctima? Pero para mantener nuestra imparcialidad, debíamos imponer nuestro anhelo de transparencia como un principio férreo.

Para Julian los principios estaban por encima de todo. Cuando uno de nuestros informantes descubrió un fallo de seguridad en la página web del senador americano Norm Coleman de Minnesota, y sin más ni más nos envió los datos en sistema abierto, accesibles al público, Julian no solo quería publicar la lista con los nombres de las personas que le financiaban, sino también los datos de sus tarjetas de crédito, incluidas las claves. Por supuesto, informamos por correo electrónico a todos los afectados acerca de la inminente publicación para que pudieran bloquear sus cuentas. Los datos estuvieron disponibles, además, en aplicaciones de intercambio de archivos durante semanas.

Aun así, me pareció que el riesgo era demasiado grande, y sobre todo inútil. Los datos exactos de las tarjetas de crédito de los donantes de Coleman no tenían mayor relevancia en este caso. Tras gran alharaca, acordamos tintar las últimas cifras de los números de las tarjetas de crédito en nuestra publicación.

Julian parecía disfrutar sembrando la discordia lo más posible. Me dijo de forma explícita que le gustaba fastidiar a la gente. Por ejemplo, consideraba el correo spam como un mal menor e incluso agradable, que exasperaba a los destinatarios. Creía que de este modo se les hacía un favor indirecto. Por casualidad hacía bien poco que había cometido un error con una lista de correo, que provocó la inclusión de 350.000 personas en un bucle de correos de WikiLeaks que se reenviaban continuamente. Nuestra dirección acabó como consecuencia incluida en algunas listas de filtros para correo spam, de las que no resultó tan fácil que nos retiraran. No obstante, Julian consiguió ver la parte positiva de todo ello, al asegurar que las personas se alegran de poder enfadarse.

Durante mucho tiempo consideramos igual de importante nuestra norma de revisar los documentos por orden de recepción. Queríamos publicar todo lo que llegaba a nuestras manos, aunque tuviera una mínima relevancia. Así lo hicimos hasta finales de 2009, cuando Julian sobre todo empezó a insistir cada vez más en que debíamos publicar en primer lugar los temas más mediáticos, un procedimiento que más tarde sería motivo de graves disputas entre nosotros.

Pero en la época del caso Bär, una discusión seria entre Julian y yo hubiera sido impensable. Apenas nos veíamos, casi solo chateábamos. Nuestros raros encuentros eran entrañables. Siempre decía «
Hoi
» como saludo, y «
How goes?
» para preguntarme qué tal me iba. Tal vez Julian no era demasiado cortés, pero tenía la habilidad de hacer sentir bien a sus interlocutores.

Ya por entonces no podíamos reunirnos en lugares «normales». A Julian le preocupaba el hecho de que alguien pudiera observarnos. Creía que era demasiado peligroso que nos vieran juntos. Nunca fui a buscarle al aeropuerto o a la estación de trenes; casi siempre aparecía inesperadamente, o llamaba a mi puerta por la noche, o me pedía que me reuniera con él en algún lugar con poca antelación. Todavía recuerdo cuando en 2008 nos volvimos a encontrar después de largo tiempo. Quedé con él en la estación de metro Rosa-Luxemburg-Platz en Berlín. Se acercó a mí y nos abrazamos calurosamente.

—Me alegro de verte —dijo.

—Yo también —contesté.

Me gustaba estar con él. Sabía que luchaba por lo mismo que yo. No me importaba el que pudiera venderse por mucho dinero a los industriales. Quería hacer algo útil por la sociedad y dar su merecido a los malos, según sus propias palabras.

Un fin de semana del verano de 2008 alquilamos un coche, un Mercedes Clase C Combi plateado. Llenamos el maletero de servidores que habíamos comprado con las primeras donaciones y nos dispusimos a hacer una pequeña gira por Europa, lo cual era absolutamente necesario. Nuestra infraestructura se tambaleaba bajo el peso de los cada vez más numerosos envíos y visitas a nuestra página. En principio era positivo crecer, tal como había sucedido. Pero en realidad nuestra infraestructura técnica era una osadía irresponsable. Si alguien hubiera descubierto entonces el emplazamiento de nuestra máquina, lo hubiera tenido muy fácil para darle el golpe de gracia a WikiLeaks.

Tenía pensada la ruta para las posibles ubicaciones, en varios países distintos, lo más seguras y discretas posible, que deberían mantenerse en absoluto secreto. No queríamos poner en peligro a las personas que nos alquilaban los locales para los servidores.

Nos esperaba un periplo extenuante durante aquel fin de semana. Cuando devolvimos el coche veinticuatro horas después, los trabajadores de la casa de alquiler se quedaron estupefactos al comprobar en el cuentakilómetros que habíamos recorrido dos mil cien kilómetros.

Tuve que pisar fuerte el acelerador, sin dejar de observar por el retrovisor los coches que nos seguían, por miedo a que alguien pudiera descubrir nuestra misión secreta; a mi lado Julian no paraba de despotricar. Era un espantoso acompañante. Se quejaba todo el rato de que conducía demasiado rápido. Al ser australiano, las calles le parecían demasiado estrechas y demasiado transitadas. Además, parecía que no podía librarse de la sensación de estar circulando por el carril contrario.

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