Dentro de WikiLeaks (3 page)

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Authors: Daniel Domscheit-Berg

Cuando aquellos tres oyentes ya no tenían más preguntas, Julian recogió sus cosas y regresó al sofá para volver a enfrascarse en su trabajo.

Tiempo más tarde supe cuáles fueron los problemas con los organizadores y que Julian había protagonizado varios altercados con algunos de mis conocidos. Tras el congreso, el club, que por aquel entonces era para mí algo así como mi hogar social, miró con escepticismo WikiLeaks durante meses. Y yo no dejaba de preguntarme cuál sería el motivo.

La actitud de Julian me había impresionado. Aquel vigoroso australiano no dejaba que nadie se metiera con él, ni que nada le apartara de su trabajo. Asimismo, era muy culto y tenía una opinión muy clara sobre muchos temas. Su posición respecto a la comunidad de
hacker
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, por ejemplo, era por completo distinta a la mía. Consideraba que eran idiotas, «inútiles». Con frecuencia juzgaba a la gente por el grado de «utilidad», según su propia definición de «útil». Incluso los
hacker
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especialmente hábiles eran a sus ojos idiotas, si no empleaban sus capacidades en un objetivo superior.

Los juicios de Julian tenían siempre un carácter intransigente. Daba su opinión sin que nadie se la pidiera. Y ya entonces pensé que debía de causar mala impresión a mucha gente con sus comentarios.

Teníamos mucho de que hablar y planes que concretar. No me cuestioné si el comportamiento de Julian me resultaba chocante o si podía confiar en él. No me planteé si podría meterme en problemas serios a su lado. Al contrario. Me halagaba el hecho de que quisiera trabajar conmigo. Julian Assange no solo era el fundador de WikiLeaks, sino también Mendax, miembro de Subversivos Internacionales: uno de los
hacker
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más grandes, coautor de
Underground
, un libro muy valorado en determinados círculos. Nos entendimos perfectamente a la primera.

No le interesaba saber cosas de mí. Creo que me respetaba en calidad de nuevo compañero de armas, que desde el primer día había expresado sus ganas de colaborar y había mantenido su palabra. Había sido así de sencillo, tal vez porque le aportaba bastante más de lo que hasta entonces había recibido de otros, como pude comprobar muy pronto: tras cada publicación aparecían un par de voluntarios que decían querer apoyar a WikiLeaks. Sin embargo, cuando se les encomendaban tareas concretas, con mucha suerte de cien voluntarios respondía uno. En ocasiones encargué una tarea a cien personas distintas, con lo cual tuve que explicar lo mismo cien veces, y al final todo fue en vano.

Creo que a Julian esto le había sucedido a menudo, y por eso estaba encantado de haber encontrado en mí a un aliado. WikiLeaks auspició enseguida una estrecha unión entre nosotros, puesto que teníamos los mismos ideales. Estábamos a la misma altura, o como mínimo eso creía, aun cuando Julian fuera el fundador de WikiLeaks y tuviera más experiencia que yo.

WikiLeaks y Goliat. El caso de la banca Julius Bär

En enero de 2008 empecé a participar en WikiLeaks y por primera vez me impliqué directamente en una publicación. Alguien había cargado una maraña de números y cálculos, organigramas, hojas de ruta y contratos en nuestro buzón de correo digital. ¿Para qué servía todo aquello? Julian y yo necesitamos un par de días solo para echar un vistazo a todo el material. Cientos de páginas que reproducían la correspondencia interna, las notas y cómputos de la banca Julius Bär, uno de los establecimientos bancarios privados más importantes de Suiza.

Las personas que depositan su dinero en bancos en Suiza no siempre lo hacen por amor al aire puro de los Alpes. Gracias a aquellos documentos podía comprenderse cómo se habían ocultado fortunas millonarias ante posibles inspecciones fiscales, y se ponía de manifiesto mediante casos concretos. Se trataba de fortunas entre cinco y cien millones de dólares por cliente. Con los impuestos evadidos por aquellas varias decenas de personas con grandes ingresos hubieran podido llevarse a cabo incontables proyectos sociales.

El refinamiento de aquel banco era sorprendente. Un complejo sistema de compañías subsidiarias y transacciones financieras garantizaban que el dinero ubicado en las Islas Caimán no solo estuviera protegido de posibles intervenciones fiscales. El banco ocultaba los flujos de efectivo en interés de sus clientes, pero al hacerlo también se llenaba los bolsillos a espuertas. Me impresionó la inteligencia de las personas que habían ideado todo aquel sistema.

Investigamos el trasfondo de todo ello, escribimos un resumen y colgamos todos los detalles en Internet. Se envió un comunicado de prensa a los medios. Después esperamos impacientes la reacción, que tuvo lugar el lunes 14 de enero de 2008.

El martes tenía una reunión de personal en la empresa. Eso significaba reunirse con entre quince y veinte personas en una sala de dimensiones demasiado reducidas, mientras respirábamos aire enrarecido y manteníamos los ojos clavados en hojas de cálculo de Excel. Las manecillas del reloj de la sala parecían estar pegadas con Pattex No Más Clavos. Cada cinco minutos miraba de reojo mi móvil para comprobar si aparecía alguna noticia sobre nosotros en Google News. Estaba seguro de que pasaría algo. Era solo cuestión de tiempo.

Aunque los administradores de las páginas web desean saber exactamente quién navega en sus páginas y los botones que ha pulsado, en nuestro caso no habíamos previsto esta formalidad técnica, porque iba en contra del enfoque anónimo de WikiLeaks. De manera que no podíamos saber si alguien había consultado la documentación.

Cuando por fin mi superior dio por finalizada la reunión, recogí mis cosas y salí corriendo.

De camino a casa pasé por la tienda ecológica de la esquina para comprar un poco de carne, patatas y coliflor. Cuando llegué a mi piso en la zona oeste de Wiesbaden (un sótano con dos habitaciones, una cocina grande y un baño, y un oscuro pasillo desde el que se accedía a todas las estancias), dejé la compra en la cocina, sobre la encimera, y encendí mis dos portátiles. La primera reacción ante el caso Julius Bär había llegado. El punto de partida de nuestra lucha contra los poderosos. La prueba de fuego. El primer correo electrónico llegó el 15 de enero de 2008 a las 20.30.

El remitente era un abogado de un bufete con sede en California, que normalmente se ocupaba de defender los casos relativos a estrellas de Hollywood. Los abogados nos exigían en un tono altanero que diéramos a conocer el nombre del autor de los documentos y que retiráramos el material de la página.

«Dios mío —escribió Julian—. Mira esto.»

«Acabaremos con ellos», respondí.

Julian y yo solo chateábamos, nunca hablábamos por teléfono. Las frases que intercambiamos en las siguientes horas, entre algún lugar en el mundo y Wiesbaden, entre Julian y yo, estaban llenas de signos de exclamación y palabras malsonantes.

Mientras pelaba las patatas, cocía la coliflor y cocinaba un escalope, Julian y yo reflexionábamos sobre cuál sería el siguiente paso. No tenía miedo de que pudiera acabar mal, de que pudieran arrestarnos o incautar el material. Estábamos preparados para afrontar las posibles dificultades.

Los escritos oficiales de tribunales o de otras autoridades parecen estar redactados con la única intención de desencadenar los peores sentimientos de impotencia o de ira en los destinatarios. Esta vez solo estaba por ver quién llevaba las de perder. Era la primera prueba para el sistema que habíamos ideado y que en la teoría nos parecía genial, pero que en la práctica todavía debía demostrar su eficacia.

Solicitamos al bufete datos concretos: les preguntamos a qué clientes se referían. Y les indicamos que seleccionaríamos a un abogado apropiado para el caso.

En realidad, estábamos muy lejos de disponer de una gran lista de abogados. Para ser más exactos, solo teníamos contacto con una jurista, que nos ayudaba a título honorífico. Julie Turner vivía en Texas, y pasamos un par de días angustiados hasta que pudimos contactar con ella. Pero de cara al exterior aparentábamos contar con un importante departamento jurídico.

Para este caso me decidí por el nombre Daniel «Schmitt». No era especialmente imaginativo (mi gato se llamaba así), pero serviría para mantener alejados a posibles detectives privados. Nos habían llegado noticias de que los grandes bancos no tenían reparos en utilizar detectives para seguir la pista a aquellas personas que les pudieran resultar molestas. Y no me apetecía que nadie fisgoneara en mi vida.

Desde el caso Julius Bär he usado ese nombre. La prensa solo me conocía como Daniel Schmitt, y así debería seguir siendo en el futuro.

Durante los siguientes días intenté trabajar desde casa siempre que pude. Hacia mediodía me colocaba un viejo dispositivo estropeado bajo el brazo y me despedía de mi superior con un rápido: «¡Prueba de instalación, adiós!». Cuando mi móvil sonaba en horas de trabajo, me refugiaba en el almacén del octavo piso.

Muy pronto llegaron más correos electrónicos. Numerosos medios de información y organizaciones de defensa de los derechos de los ciudadanos de los Estados Unidos se pusieron de nuestra parte. Al fin y al cabo, actuaban en su propio interés: protección de los informantes y libertad de prensa. El problema de base consistía en que los trabajadores que quisieran informar sobre situaciones injustas en su propia empresa no podían hacerlo debido a los contratos internos que les amordazaban con cláusulas de confidencialidad, un tema sobradamente conocido y debatido. La cuestión de los informantes estaba mucho más evolucionada en los Estados Unidos que en Alemania, donde las personas que revelan secretos son considerados delatores y no héroes de la libertad de información.

Sin embargo, en un primer momento casi llegamos a creer que nuestros adversarios podrían con nosotros. Los abogados de la parte contraria consiguieron una resolución provisional del juez competente en California. El juzgado de California contaba con un motivo muy simple: el dominio WikiLeaks.org ya estaba registrado. El bufete había alegado que se trataba de «secretos empresariales» robados por un «antiguo trabajador», que de este modo había contravenido un «acuerdo escrito de confidencialidad». El juez admitió la instancia. El sitio WikiLeaks.org fue en consecuencia eliminado de Internet. Nos habían borrado del mapa. Por lo menos eso es lo que ellos creían. No tenían ni idea de uno de los fundamentos en los que se basa el principio de WikiLeaks, que consistía en lo siguiente: tan pronto como alguien eliminaba un sitio de la red, en otro lugar del mundo se creaban cientos de réplicas. Por esa razón, era casi imposible taparnos la boca.

Se desató una oleada de indignación por todo el mundo. Nuestros teléfonos no paraban de sonar. Periodistas de todo el planeta querían hablar con nosotros, necesitamos días enteros para responder a todos los correos que recibimos. Debido a la diferencia horaria apenas podía dormir. Aparecieron multitud de artículos y programas en los que los medios informaban sobre el caso.

Los periodistas fueron lo bastante inteligentes para hacer alusión a las casi doscientas páginas web a través de las cuales se podía seguir accediendo a WikiLeaks.
The New York Times
dedicó varios artículos al caso, además de hacer pública nuestra dirección IP. Todo ello culminó en un titular de CBS News: «Freedom of Speech has a Number». La libertad de expresión tiene un número. Y ese número era la dirección IP de WikiLeaks: 88.80.13.160. NOSOTROS éramos ese número. Y uno bastante importante.

De ese modo, a principios de 2008, en el transcurso de muy pocos días pasamos a ser conocidos. Sin la demanda de Julius Bär no hubiéramos podido conseguirlo tan rápido. Enseguida recibimos apoyo, propuestas de colaboración, así como nuevos documentos. No recuerdo haber tenido esa sensación de vértigo con anterioridad en mi vida.

Pero la culminación de todo ello llegó cuando fuimos capaces de oponer resistencia a aquellos arrogantes abogados. Apenas diez días después el juez revisó su precipitada sentencia y la página volvió a ser conectada. En último término fue la presión de la opinión pública quien lo consiguió. Una semana más tarde, el banco Julius Bär retiró la demanda. Hace poco leí que los depósitos realizados durante 2010 en ese banco disminuyeron drásticamente debido a las investigaciones realizadas en toda Europa sobre fraude fiscal. Por cierto, nunca volvió a presentarse una demanda contra WikiLeaks.

Publicamos la correspondencia que mantuvimos con los abogados en su totalidad. De haber aceptado la publicación del material en silencio, la banca Julius Bär hubiera salido bastante menos perjudicada.

En estas comunicaciones parecían participar muchas personas. No obstante, aun en nuestros mejores tiempos en WikiLeaks, apenas contábamos con un puñado de personas a los que podíamos confiar las tareas de mayor relevancia. En realidad, durante mucho tiempo fuimos solo Julian y yo los que nos ocupábamos de la parte del león del trabajo. Cuando un tal Thomas Bellmann, o un tal Leon del departamento técnico respondían correos electrónicos o prometían transmitir la consulta al departamento jurídico, quien estaba detrás era yo. También Julian trabajaba con varios nombres distintos. Todavía me preguntan si puedo facilitar contactos de personas que participaban en el proyecto. En efecto, puedo dar las direcciones de correo electrónico sin problema. Pero en algunos casos, a fecha de hoy no sé si se trata de personas reales o simplemente es otro de los nombres de Julian Assange. Jay Lim se encargaba de responder las cuestiones jurídicas. ¿Jay Lim? ¿Tal vez era chino? Nunca lo vi ni hablé con él. Tampoco tuve nunca contacto con los disidentes chinos que se supone participaron en la fundación de WikiLeaks.

Durante demasiado tiempo solo contamos con un servidor, aunque ambos teníamos muy claro que de cara al exterior debíamos disimular. Nuestra infraestructura debía parecer mucho más compleja. Cuando aquel ordenador fallaba, los usuarios no sabían a ciencia cierta si se trataba de censura o de un ataque de nuestros enemigos. En realidad, el misterio se debía, por decirlo lisa y llanamente, a que nuestros elementos técnicos eran chatarra. Para ser sinceros, quizá también podría decirse que se trataba de falta de profesionalidad, o como mínimo de dejadez. Si nuestros contrarios hubieran sabido entonces que solo se trataba de dos jóvenes fanfarrones y radicales con una única y vetusta máquina, tal vez hubieran tenido la oportunidad de detener la ascensión de WikiLeaks. O por lo menos de crearnos muchos más problemas.

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