—Sí, sí…, ya salgo —tartamudeó Beatriz—. Perdona, Edmundo.
Fue hasta la cama, mientras la angustia de su rostro era sustituida por una sonrisa de felicidad.
De súbito, aquella sonrisa helóse en sus labios. Sus desnudos pies acababan de posarse sobre la alfombra colocada junto a la cama y, en vez de encontrar el seco y agradable calor de la lana tejida, percibía humedad y contacto de tierra o de fango.
Una rápida mirada hacia la ventana le descubrió tres huellas de pies enfangados y, en el alféizar, un rastro de barro, como si al saltar por él, un pie calzado hubiera dejado tierra recién labrada.
César ya salía de la habitación. Beatriz, inclinándose sobre su novio, murmuró a su oído:
—Sé que eres
El Coyote
; pero me dejaré hacer pedazos antes que descubrirte.
Y volviéndose apresuradamente, antes de que Greene pudiera decir nada, la joven salió de la estancia, cerrando tras ella la puerta. Luego despidióse de su hermano y lentamente regresó a su dormitorio.
En Los Ángeles, ciudad eminentemente agrícola, abundaban los herreros y cerrajeros. Todos ellos habían sido llamados aquella mañana al Fuerte Moore Para que vieran de hallar la forma de liberar a Warmarck, que seguía asomando los brazos desde el interior de la celda donde le había encerrado
El Coyote
.
Por la forma en que estaba era imposible abrir la puerta de la celda, y por lo resistente del acero con que se habían forjado aquellas endiabladas esposas, también resultaba imposible cortarlas, ya que no abrirlas, pues de la imposibilidad de esto habíanse dado cuenta todos mucho tiempo antes.
Cuando los cerrajeros se declararon incapaces de abrir aquellas esposas, entraron en acción los herreros, y sus golpes sobre el acero parecían tan ineficaces como si los dieran sobre un cañón de sitio. Se utilizaron limas, martillos, cortafríos, alicates. Todo fue inútil, pues todo dio el mismo resultado y, al fin, los sudorosos operarios declararon que si no se traía alguna herramienta más sólida o se encontraba la llave, el sheriff debería conformarse con pasar la vida allí en aquella postura nada cómoda.
Al fin, a alguien se le ocurrió que si el acero de las esposas era a prueba de las herramientas locales, en cambio, los barrotes, de simple hierro, y no del mejor, podían ser vencidos con más facilidad, aunque no antes de veinticuatro horas, pues
El Coyote
había tenido la endiablada ocurrencia de hacer pasar los brazos de Warmack por el punto en que la puerta encajaba con el quicio, o sea, donde las barras eran más sólidas y más reforzadas.
Como no parecía quedar otro remedio, se comenzó a trabajar con la esperanza de que antes del día siguiente el sheriff pudiera salir de la cárcel; pero no librarse de las esposas que se burlaban de todos los esfuerzos imaginables.
En la habitación del general hallábanse reunidos el propio Clarke, su asistente y Lukas Starr.
—Hay que hacer algo —decía este último—. ¿Por qué no pones en libertad a Douglas Moore?
—Imposible —gruñó Clarke—. Él mismo se confesó culpable delante de dos de los mejores oficiales de la guarnición. Tengo que llevarlo ante el tribunal.
—¿Para que hable? —preguntó, muy pálido, MacAdams—. ¿Para qué descubra sus relaciones con nosotros? Yo le transmití órdenes suyas, mi general.
—Y yo le ordené que matase a Echagüe y a Greene —refunfuñó Starr—. Si a ese idiota se le ocurre hablar…
—Hablará —dijo MacAdams—. Está muerto de miedo. Dice que si no le ponemos en libertad, sea como sea, lo descubrirá todo. No quiere subir solo a la horca.
Instintivamente, Starr y Clarke se llevaron la mano a la garganta, como si presintieran ya el áspero y desagrada roce de la última corbata.
—Hay que evitar que hable —gruñó Starr—. ¿Dónde lo han encerrado?
—En una habitación del fuerte —replicó Clarke—. No podíamos meterlo en las celdas en medio de tanto herrero y cerrajero.
—¿Tiene ventana esa habitación? —preguntó Starr.
—Claro.
—¿Se puede huir por ella?
—Con una cuerda…, tal vez —dijo Clarke—. ¿Por qué?
—Porque si se hiciera llegar a Moore una cuerda e instrucciones para la huida…
—¿Quieres que escape? —preguntó, extrañado, Clarke.
—Sí; conviene que escape y muera en la huida.
—¿Cómo?
—Siendo descubierto por un centinela que podrá disparar sobre él.
—Pero si el centinela está a la vista Moore no tratará de huir.
—Desde luego…, si el centinela no es amigo suyo; pero si fuera, por ejemplo MacAdams… ¿No puede hacer guardia?
—Sí, puede hacerla. Sobre todo ahora que andan los soldados persiguiendo al
Coyote
.
—Entonces el mismo Charlie puede llevarle la cuerda y decirle que aproveche el momento de su guardia para escapar sin ser visto. Cuando empiece a bajar, Charlie disparará sobre él…
Todos sonrieron. Era un plan excelente. Dos horas más tarde el cadáver de Douglas Moore era recogido al pie de la torre donde tenía su celda. Charlie MacAdams era felicitado públicamente por su buena vigilancia. Douglas Moore fue enterrado sin ninguna ceremonia y la paz volvió a Los Ángeles, adonde también pudo volver Telesforo Cárdenas.
También regresaron los jinetes que habían partido en seguimiento del
Coyote
, sin que ninguno de ellos hubiera hallado el menor rastro.
—No volverá hasta dentro de un año —dijo Starr a Clarke—. Es su manera de operar.
El general no estaba tan tranquilo.
—No sé —replicó—. No tengo tanta confianza como tú en que no vuelva. Presiento que nos acecha un grave peligro y no podemos vacilar. Hay que tomar una decisión aprovechando que Greene no está aún en condiciones de cerrarnos el paso. Tú quieres el rancho de San Antonio y yo el de los Acevedo. Además, me interesa Leonor.
—¿Un amor romántico? —preguntó Starr.
—No. Un amor práctico. Tengo un proyecto y necesito que me ayudes. Utilizaría a Charlie; pero el asunto es muy delicado y no puedo fiarme de él. Yo quiero arreglar lo del rancho Acevedo lo antes posible, y a ti te interesa lo del de San Antonio. Lo tengo dispuesto todo para que los Echagüe sean despojados de sus bienes; pero no haré nada si no me ayudas a asegurarme a Leonor de Acevedo.
—¿Qué plan es el tuyo? —preguntó Starr.
—Detener al
Coyote
en el rancho Acevedo.
—¿Cómo lo conseguirás?
—Haciéndole ir allí.
Starr sonrió, burlón.
—¿Obligándole?
—No, por medio de un amigo.
—¿Qué amigo? —preguntó curiosamente Starr.
—Tú.
—¿Yo he de convencer al
Coyote
? —preguntó, riendo, Starr.
—Sí.
—¿Cómo he de hacerlo?
—De una manera muy sencilla. En las afueras de Los Ángeles tengo una cabaña. Allí puedes entrar tú y salir convertido en
El Coyote
.
—¿Quieres decir que me disfrace de
Coyote
?
—Exacto.
El Coyote
sólo se distingue por el traje mejicano que viste, por sus revólveres, por el antifaz y por el bigote. Habla con quienes lo vieron ayer, vístete un traje parecido y trasládate al rancho Acevedo. No debes temer nada, pues si los del país te creen
El Coyote
procurarán ayudarte. Entra en el rancho, di que vas herido o cosa parecida. Deja que las mujeres, o Leonor, si está sola, te curen. Puedes decir que sólo tienes una grave torcedura de tobillo. En fin, lo que digas tiene poca importancia; lo más conveniente es que te instales en el rancho el tiempo suficiente para que Charlie y yo podamos llegar a detenerte. Tú te entregarás y yo diré a Leonor que me veo obligado a detenerla a ella o, mejor dicho, a su madre, como propietaria del rancho, por haber dado cobijo a un bandido. Entonces, se presentan dos soluciones: detengo a la madre por favorecer al
Coyote
y hago subastar su rancho, o dejo que la muchacha compre la libertad de su madre accediendo a casarse conmigo. De todas formas yo salgo ganando, y para premiar a Leonor te dejo escapar sin tratar de descubrir tu identidad. Entonces sales, desapareces y vuelves a ser tú.
—No está mal —admitió Starr—; pero antes de hacer nada quiero que me asegures la propiedad del rancho de San Antonio.
—Los jueces fallarán en contra la petición de reconocimiento.
—¿De veras? —Starr no parecía convencido—. Los Echagüe tienen el apoyo de Greene, a quien ya no me atrevo a hacer matar; parece que le protege un poder misterioso.
—Greene no hará nada. No podrá hacerlo, porque yo soy la autoridad superior de Los Ángeles. Además, nadie nos impide repetir el juego en el rancho de don César. ¿Por qué no ha de poder buscar refugio allí
El Coyote
?
—Don César tiene muchos y muy seguros centinelas. Me expondría a recibir un balazo.
—Allí nadie disparará contra
El Coyote
. Le admiran demasiado.
—Bien, haremos lo que tú quieras; pero no trates de engañarme. Quiero que me firmes un documento reconociendo que eres mi cómplice en estos asuntos.
—Como tú gustes, Starr —replicó Clarke—. Haces mal en desconfiar de mí; pero extenderé una declaración firmada para que te convenzas de mi buena fe.
Sentándose a la mesa, Clarke sacó papel y pluma y empezó a escribir. Cuando hubo terminado tendió la hoja manuscrita a Starr, que la leyó con gran atención, asintiendo con la cabeza y guardándola al fin en un bolsillo. Luego, poniéndose el sombrero, se despidió.
—Hasta las ocho de la noche, en el rancho Acevedo.
Al salir del despacho de Clarke vio alejarse por el corredor una voluminosa india navajo. Ni por un momento se le ocurrió a Starr que la indígena podía haberles oído hablar y, mucho menos, que entendiera el inglés, idioma en que se habían expresado. Y tampoco se le ocurrió escuchar lo que se decían Clarke y MacAdams. De haberlo hecho hubiera tomado otras precauciones o habría dado el golpe antes de que sus infieles amigos terminasen de planear su fechoría.
Leonor de Acevedo sentíase dominada por una extraña turbación e inquietud. Presentía un grave peligro y no sabía si el presentimiento era lógico o si sólo era producto de su enfebrecida imaginación.
Durante todo el día había oído hablar del
Coyote
y de su doble increíble hazaña. La servidumbre del rancho, aprovechando la ausencia de la propietaria, que había ido a mercar unas ovejas en San Bernardino, dejaba ociosos los brazos y mantenía activa la lengua, charlando continuamente de lo mismo, haciendo cábalas acerca de dónde reaparecía el famoso enmascarado, terror de los norteamericanos de California y héroe de todos los californianos que sentían orgullo de su raza.
Pasaron lentas las horas de la tarde. A su nodriza, que le preguntó varias veces por qué no salía a pasear o hacía que le fuese a buscar su novio, la despidió destempladamente.
—¡Déjame! No me vuelvas a hablar de ese idiota. Ya te dije que entre nosotros todo había terminado.
La mujer, comprendiendo que la joven estaba de mal humor, dejó para otra ocasión el momento de interceder por el heredero de los Echagüe y retiróse a las dependencias de la servidumbre, a preparar unas cuantas tortillas de maíz, instalándose con las otras criadas frente a la larga tabla de madera contra la que apoyaban la amasadora de piedra sobre la cual amasaban.
Leonor retiróse de las proximidades del patio donde estaban reunidas las criadas, charlando del héroe del día. Cuando estaba ya anocheciendo salió a gozar de la infinita paz del crepúsculo, cuya serena tristeza era un sedante para sus excitados nervios.
De pronto, por entre las palmeras que limitaban el jardín, más allá del cual estaban los huertos y pastizales, Leonor vio avanzar, lentamente, un jinete vestido a la mejicana y cubierta la cabeza con un sombrero de ala vuelta hacia arriba y cónica copa.
El corazón de la joven empezó a latir con acelerada violencia. Vio cómo el jinete, que parecía tener dificultades en sostenerse sobre la silla, llegaba a la entrada del jardín y obligaba a su caballo a entrar por entre las flores.
Leonor corrió hacia el recién llegado que, al verla, la saludó, pidiendo:
—Le ruego me perdone, señorita, si he estropeado sus flores.
Leonor sólo tenía ojos para el rostro del jinete. La débil luz del crepúsculo le permitió ver, aunque vagamente, que iba enmascarado.
—¿
El Coyote
? —preguntó, con débil acento.
—Sí, señorita Acevedo. Soy
El Coyote
. No quisiera causarle ningún contratiempo; pero debo suplicarle que me acoja por unas horas. Me han perseguido y me mataron el caballo. Al caer me torcí el tobillo y desde entonces he creído morir mil veces.
—Necesita que le examine un doctor…
—No, no es necesario. El doctor García Oviedo me echó un remiendo y me recomendó reposo… —
El Coyote
sonrió—. Pero los yanquis no me han dejado tiempo para reposar. Creo que ahora los he despistado. Volví hacia Los Ángeles y ellos siguen hacia Capistrano. Tal vez pueda descansar esta noche.
—¡Oh, sí, sí! —exclamó Leonor—. Le ayudaré a desmontar. Apóyese en mí.
El Coyote
se dejó resbalar hasta el suelo y allí lanzó un gemido de dolor, como si el pie derecho le doliera terriblemente.
Apoyándose en el brazo de Leonor atravesó el jardín y entró en el vestíbulo del rancho.
—Le llevaré al cuarto de mamá —dijo la joven—. No volverá hasta pasado mañana y las criadas no entrarán para nada. Son de confianza; pero muy charlatanas. ¿Quiere descalzarse, señor? Le curaré el tobillo.
—No es necesario. El doctor me lo entablilló. Lo más necesario es poder reposar…
—Te va a ser difícil reposar,
Coyote
—dijo, de súbito, una voz detrás de Leonor.
Ésta volvióse, espantada, y vio, en el umbral de la estancia, con un revólver en cada mano y una sonrisa burlona en los labios, al general Clarke.
—¡Oh! —gritó—. ¡Dios mío!
—No te muevas,
Coyote
—siguió ordenando Clarke—. Te seguimos de cerca, aunque tú no lo advertiste, y te vimos entrar en el rancho. Mal asunto para usted y su madre, señorita Acevedo. Por lo que veo, ustedes se han dedicado a dar cobijo a un bandido al que persiguen las autoridades de la Alta y Baja California. Eso, señorita Acevedo, está penado muy gravemente, y lo menos que puede ocurrirles es la incautación de todos sus bienes.